Andrés Pedreño es diputado en la Asamblea Regional por Podemos-Región de Murcia
Incluso los estados democráticos tienen su reverso tenebroso. Hasta una de las más viejas democracias liberales, la de Reino Unido, sabemos que ha recurrido a sus servicios secretos y a técnicas de juego sucio en momentos de su historia en los que se ha etiquetado a un grupo humano como una “anomalía”, sean los republicanos irlandeses de Belfast (véase la espléndida película de Ken Loach, Agenda Oculta), sea el Sindicato Nacional de Mineros durante aquel largo pulso entre la Primera Ministra Margaret Thatcher y la huelga de los mineros durante 1984 (recordarán los lectores muchas películas sobre este episodio, pero lean la reciente novela negra de David Peace, GB84).
Ni que decir tiene que una democracia real, una democracia absoluta, es aquella que tiene la capacidad política de reducir al máximo sus cloacas porque tiene al mismo tiempo la capacidad de redefinir continuamente su campo político, de tal forma que “las anomalías” que emergen en las afueras de las reglas institucionales sean reconocidas en términos de derecho a tener derechos de participación política. Cuanto más cerrado y oligárquico es un campo político por la rigidez de sus reglas de juego, más colectivos sociales son etiquetados como anómalos para el funcionamiento del campo y por tanto acaban siendo susceptibles de que sobre ellos caigan todas las técnicas de juego sucio de las cloacas del Estado.
La democracia española paradójicamente, dada su corta historia, tiene una larga tradición de recurso a las cloacas del Estado. A finales de los años 70 para apuntalar la fabricación del “consenso” de la transición democrática (que de hecho, como lo demuestran algunas recientes investigaciones históricas, fue menos pacífica de lo que se nos ha contado) y a lo largo de los 80 y 90 para combatir el independentismo vasco (incluidas sus expresiones armadas), para posteriormente extenderse al independentismo catalán (que no tuvo expresiones armadas).
El movimiento de 15M fue una anomalía política en este país. Impugnó todo el campo político que se conformó en el Pacto del año 78 en la medida que los partidos hegemónicos habían tendido a (en)cerrar la democracia con prácticas oligárquicas y cada vez más corruptas, hasta el punto de poner en riesgo los servicios públicos y la cohesión social en la crisis que se abre en 2008. El 15M no impugnó la Constitución, impugnó el campo político que pervirtió el pacto constitucional hasta degradarlo.
Podemos como organización política nace de ese momento instituyente y se convierte rápidamente en una realidad instituida desde el momento en que entra en los parlamentos y ayuntamientos. Esta “entrada” es una irrupción no prevista en las reglas del juego del viejo campo político que ve tambalear sus fronteras y cierres (y los privilegios asociados a tales cierres). Por tanto es rápidamente etiquetada de “anomalía”. Líderes de Podemos como Pablo Iglesias o la jueza Victoria Rossell, lo estamos constatando estos días, han sufrido todo tipo de montajes policiales y mediáticos para desprestigiarlos públicamente.
En cuanto anomalía, las cloacas del Estado se esforzaron por construir a Podemos como un “enemigo interno” que había que asociar con todos los demonios o fantasmas de la sociedad española: desde Venezuela al terrorismo etarra, pasando por Irán o lo que fuese.
La primera parte de la legislatura en la Asamblea Regional de Murcia estuvo protagonizada por un intenso pulso entre el, por aquel entonces, Presidente de la Comunidad Autónoma, el Sr. Pedro Antonio Sánchez (PP), sobre el cual se cernían graves acusaciones de corrupción, y los grupos de la oposición que se esforzaban en que presentara su dimisión. Justo en el ecuador de la legislatura (un 4 de abril de 2017), Pedro Antonio presentó su dimisión ante las presiones de una moción de censura. Podemos tuvo un papel relevante en aquello gracias, entre otras cosas, al impecable e implacable trabajo jurídico de nuestro abogado Ginés Ruiz Maciá (hoy flamante candidato por Podemos a la Alcaldía de Murcia).
Pero también esos dos primeros años de legislatura en el parlamento murciano fueron un constante ataque verbal por parte de algunas señorías del PP contra los diputados y diputadas de Podemos. “Tiene usted un pasado oscuro, Sr. Urrrrralburu”, afirmaba PAS en pleno debate parlamentario señalando a nuestro portavoz con un dedo acusatorio. Los insultos y descalificaciones se sucedían, un día con la supuesta “financiación ilegal de Podemos”, otro con “Venezuela”, “Irán” o “el terrorismo etarra” (impactante fue cómo el Portavoz del Grupo Parlamentario Popular me señaló personalmente para recriminarme que yo estaba con “los etarras que perseguían al PP” mientras él representaba a “las víctimas”). Recuerdo que fue un período especialmente duro, pues aunque éramos conscientes de qué significaba ser una anomalía política, no sabíamos bien del todo hasta qué punto se puede descender en política en el grado de suciedad contra tú adversario.
Estos días estados sabiendo cómo se fabricó en las cloacas del Estado aquel “relato” de falsificaciones y descalificaciones que sufrimos. Duele su recuerdo, pero satisface que por fin se sepa la verdad, aunque todavía no hayamos escuchado ni un atisbo de perdón y mucho menos de asunción de responsabilidades. E incluso aunque se nos diga que “ya” no existen la política de cloacas.
NOTA: si he querido utilizar tanto el término anomalía en este artículo es por rendirle un pequeño homenaje al filósofo Baruch Spinoza (1632-1677), el cual en los inicios de la modernidad defendiera frente al Leviathan de Hobbes que el conflicto y las pasiones son constitutivo de lo político y que por tanto no cabe diluirlas en las jerarquías verticales del representado-representante, sino, más bien al contrario, reconocerlas e integrarlas en la construcción horizontal de una democracia absoluta. Toni Negri tituló como “la anomalía salvaje” (1982) esta apuesta de Spinoza, una apuesta que sigue siendo la nuestra.
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