La crisis de 2008 en España desestabilizó a los más vulnerables y los lanzó a los bajos fondos de la exclusión social -en adelante dejo de utilizar este término, pues estoy de acuerdo con Robert Castel sobre que es más preciso el término desafiliación social, pues permite dar cuenta del hecho esencial de que esos trabajadores estuvieron un día afiliados socialmente-. De aquella crisis salimos con una realidad terrible, la de un 13% de trabajadores pobres o desafiiliados, esto es, trabajadores con trabajos tan precarios e inestables y de salarios tan bajos que ni aun trabajando podían salir de la pobreza. Desafiliados.
La presente crisis de la COVID-19 ha venido a recordarnos que una sociedad cohesionada requiere de la división social del trabajo para el ejercicio efectivo de la solidaridad colectiva (gran enseñanza de Durkheim). En esta trama de interdependencias, en la que unos y otros nos ligamos por vínculos de dependencia mutua, fue posible la formidable movilización de energías sociales sin la cual la estrategia del confinamiento hubiese sido inviable. De repente los trabajadores desafiliados devinieron en trabajadores esenciales. Efectivamente, las cajeras de los supermercados, los trabajadores del campo, el personal de la limpieza, los repartidores, en definitiva, los olvidados de la tierra, se convirtieron en esenciales.
Sin embargo, la desafiliación social no es una variable cualquiera. La desafiliación daña el cuerpo social, cortocircuita la división social de trabajo, precariza la solidaridad colectiva. Lo estamos viendo estos días con los trabajadores del campo. Muchos de los nuevos contagios habidos tras la pandemia se están dando en espacios laborales como los del trabajo agrícola en donde la precariedad favorece la transmisión del virus.
Abro un paréntesis en mi argumentación para remitirme a lo que sucedió en Singapur con los trabajadores inmigrantes asentados en esta ciudad-Estado. En marzo, cuando empezábamos a reaccionar en los países europeos, Singapur se movilizó rápidamente y consiguió mantener a raya durante semanas sus primeros casos de coronavirus con un modelo elogiado, en sus inicios, por combinar control, vigilancia y contención, así como una fuerte preparación basada en la experiencia previa con el brote de SARS de 2003. Pero se olvidó de sus desafiliados, los más de 300.000 trabajadores inmigrantes procedentes del Sur de Asia que trabajan en la construcción y habitan barrios miserables. El virus se cebó en los desafiliados, de tal forma que al poco de que Singapur entonara su victoria en la lucha contra el virus se encontró con una segunda oleada de contagios sin control precisamente en estos barrios de desafiliados. A mediados de junio, Singapur, que cuenta solo con 5,6 millones de habitantes, había registrado 42.432 casos totales de Covid-19, y según el Ministerio de Sanidad, el 94%, un total de 40.024, correspondía a personas que residen en los masificados “dormitorios” (es la denominación que reciben los enormes complejos en los que viven los trabajadores extranjeros a las afueras de la ciudad, lejos de sus relucientes rascacielos y hoteles de lujo, a cuyo centro urbano van y vuelven del trabajo todos los días amontonados en cualquier medio de transporte).
Cabe extraer una importante moraleja del caso de Singapur: en una crisis sanitaria, la desafiliación social imposibilita la cohesión social, la solidaridad colectiva, la interdependencia de la división social del trabajo y, al final, propicia la transmisión del virus.
Volvamos de nuevo a España. En la agricultura de la Región de Murcia, los desafiliados jornaleros inmigrantes a los que se les consideró trabajadores esenciales durante los meses del confinamiento continúan sin que la patronal agraria les reconozca unas condiciones laborales dignas -e incluso en estos días de negociación colectiva con los sindicatos, la patronal se niega a reconocerles el incremento del Salario Mínimo Interprofesional. ¿Cómo este empresariado que se niega a sacar de la desafiliación social a miles de trabajadores agrícolas, que siguen haciendo una labor esencial, va a tomarse realmente en serio una política de prevención del riesgo de contagio del virus entre los jornaleros que pasa necesariamente por dignificar sus condiciones de vida, hábitat y salario? Mutatis Mutandis, el Gobierno español sigue sin abrir un proceso de regularización extraordinaria para miles de trabajadores inmigrantes sin papeles que, sin embargo, fueron movilizados durante el confinamiento cuando se constató un problema de escasez de mano de obra que impedía la recogida de las cosechas.
Durante los meses de confinamiento, el Colectivo de Trabajadores Africanos no cesó de denunciar las condiciones precarias de habitabilidad en las que malvivían (y malviven) cientos de jornaleros inmigrantes asentados en auténticas chabolas en las inmediaciones de los campos de fresas en Huelva. ¿Cómo iban a poder cumplir con las prescripciones sanitarias esos trabajadores hacinados en infraviviendas sin acceso a servicios básicos como el agua potable? Aunque la denuncia se expresó con mayor fuerza en los campos freseros de Huelva, la situación era extensible a otros muchos lugares de la geografía española en los que los jornaleros viven en alojamientos informales (por ejemplo, en los campos de invernaderos de Almería, etc.).
La crisis sanitaria está evidenciando que allí donde se concentran poblaciones socialmente vulnerables desde el punto de vista de la precariedad laboral (jornaleros), residencial (chabolismo) o jurídica (inmigrantes irregulares) devienen territorios especialmente propensos al riesgo de contagio, y nos remitimos a lo que ha ocurrido en la comarca leridana del Segriá durante la cosecha de la fruta (hasta el punto de que unas semanas después de finalizar el estado de alarma, la Generalitat ha tenido que decretar el confinamiento de los 38 municipios que componen esta comarca frutícola, culpándose de la situación desde algunos medios a las supuestas “malas prácticas de los temporeros” -por compartir agua o no utilizar mascarillas). La vulnerabilidad de los jornaleros inmigrantes sin alojamiento formal e itinerante entre cosechas es la cuestión de fondo de la situación que se está viviendo en Lleida:
“Morales-Rull [director de la unidad de COVID-19 del Hospital Arnau de Vilanova de Lleida] apunta a que los servicios epidemiológicos se han visto superados por la dificultad de rastrear los contactos de los temporeros y advierte de que una situación como esta requiere de medidas que van más allá del ámbito sanitario: ”Percibimos que un poco antes de San Juan [23 de junio] empezaban a aumentar los casos. O sea que el principio del brote podríamos situarlo en el 22-23 de junio. Es un perfil que ha ido cambiando cronológicamente. Primero era el de trabajadores vinculados al sector cárnico. Eran pacientes que trabajaban en un matadero, inicialmente los que estaban directamente en la parte del género y posteriormente a los del resto de la cadena. Una parte era migrante ya establecido aquí, muchos de ellos viven en pisos pequeños y por lo tanto nos dimos cuenta que no solo el entorno laboral es una fuente de contagio, sino que también lo es el entorno social. Luego vino el brote de la residencia, que fue muy fácil de tratar y controlar, y después se dio el gran salto con el del sector hortofrutícola. En este caso es todo más complejo porque ya no es el trabajo en una fábrica como pasaba con la empresa cárnica, sino que se dispersan mucho más. Y también ha llegado al resto de la cadena, la manipulación, almacenaje, etc. Vemos que las personas que viven hacinadas o incluso en la calle es un foco de contagio importante. Ahora, un 20% de los casos son los llamados comunitarios, aquellos en que ya no está clara la vía de confinamiento“.
La condición móvil de los jornaleros que van siguiendo las cosechas entre los diferentes territorios eleva la vulnerabilidad de estos trabajadores al riesgo de contagio. Lo hemos visto en la Región de Murcia: “Sigue aumentando el número de contagios conocidos entre los jornaleros que fueron a hacer la campaña de fruta y verdura a distintas localidades francesas en las pasadas semanas con la ETT murciana Terra Fecundis. Según ha confirmado la Consejería de Salud, ya son diez los trabajadores que han dado positivo al test de coronavirus y cerca de 60 guardan cuarentena en la Región de Murcia, que tras este último brote ha instado al Ministerio del Interior a incrementar los controles en la circulación de trabajadores del campo”. El doctor Morales-Rull del Hospital Arnau de Vilanova de Lleida también señala a la movilidad de los jornaleros como un problema para el control del virus: “Lleida es ahora el banco de pruebas, pero esto puede pasar en otros territorios del Estado. Toda la gente que tenemos viviendo en la calle se va a marchar a otros puntos”.
Empieza a ser preocupante, y el caso de Lleida vuelve a ser ilustrativo, de cómo el racismo prende inmediatamente para culpar al Otro de ser responsable y culpable de contagios de la enfermedad. La desafiliación daña la división social del trabajo y por ende la solidaridad colectiva, y todo ello es caldo de cultivo del racismo y del (neo)fascismo.
Llama la atención cómo repentinamente los medios de comunicación han empezado a adjetivar los nuevos contagios de coronavirus con la nacionalidad del que lo originó -y así, aquí en la Región se habla del “brote de Bolivia”- o a informar de los inmigrantes que llegan en patera a la costa española procedentes de Marruecos o Argelia y dan positivo en coronavirus. De esta forma se acrecienta un riesgo mayúsculo de incrementar la socioestigmatización del Otro al asociar el riesgo de contagio con la inmigración extranjera. Las concentraciones de vecinos en la localidad de Los Nietos (en Cartagena) o en la misma ciudad de Murcia vociferando e insultando hasta conseguir echar a los inmigrantes recién llegados en patera de las viviendas donde habían sido realojados para pasar la cuarentena, son seguramente de las imágenes más perturbadoras y tristes de todo lo visto a lo largo de la crisis sanitaria. El ambiente es propicio para que cale profundamente las diatribas de los grupos de la ultraderecha contra la extranjería.
Para reforzar el argumento que vengo presentando a lo largo del texto me salgo de la agricultura y me voy a los trabajadores (trabajadoras) de la limpieza de los hospitales. En nombre de la flexibilidad laboral, estos trabajadores han venido siendo externalizados de los hospitales y calificados de “servicios no sanitarios”. Esta política de ahorro de costes por parte de las administraciones autonómicas no puede ocultar la constante humillación y desprecio que estas trabajadoras externalizadas han venido experimentando. Cuando llegó la pandemia estas mujeres de “servicios no sanitarios” se convirtieron en esenciales para garantizar la higiene de los centros hospitalarios. En la Comunidad de Madrid tuvieron que contratar con urgencia hasta 97 trabajadoras de la limpieza, pero la precariedad en la que desarrolló su labor el conjunto de este colectivo fue tal que hubo una tasa altísima de contagios: hasta nueve mil trabajadoras de la limpieza enfermas por COVID-19 en los hospitales de la Comunidad de Madrid. Además, e insisto en ello, la precariedad laboral y el desprecio moral van juntos de la mano: cuando estas trabajadoras de la limpieza han reclamado al Servicio de Salud de la Comunidad de Madrid el reconocimiento de enfermedad profesional (en idénticas condiciones al resto del personal sanitario) se han encontrado con la negativa a tal reconocimiento. Y para reincidir en el desprecio, aquellas 97 trabajadoras contratadas por la vía de urgencia por el Servicio Madrileño de Salud siquiera van a poder consolidar su puesto dado que el servicio de limpieza ha sido privatizado a hurtadillas.
Hoy la desafiliación social de los trabajadores del campo y de otros colectivos sociales igualmente precarios remite a la Cuestión Social de nuestro tiempo. Este término es muy importante en la cultura política europea desde al menos finales del siglo XIX (quizás su origen se puede remontar al momento en el que Alexis de Tocqueville escribe en 1835 su fundamental Memoria sobre el Pauperismo). El sociólogo Robert Castel tiene una definición que deberíamos memorizar en estos tiempos en los que un virus ha encontrado su mejor modo de circulación entre los pliegues de la precariedad vital y laboral: “La cuestión social es una aporía fundamental en la cual una sociedad experimenta el enigma de su cohesión y trata de conjurar el riesgo de su fractura. Es un desafío que interroga, pone de nuevo en cuestión la capacidad de una sociedad (lo que en términos políticos se denomina una nación) para existir como un conjunto vinculado por relaciones de interdependencia” (en Las Metamorfosis de la Cuestión Social, 1997, p. 20, ed. Paidós).
La crisis sanitaria actual nos interpela de nuevo a confrontarnos con las fracturas que desgarran el cuerpo social y que no son otras que las derivadas de la desafiliación. Toca de nuevo tomarse en serio la Cuestión Social. Cuando las sociedades históricamente han querido conjurar el riesgo de sus fracturas siempre ha sido a través de conquistas en el terreno de los derechos sociales y laborales.
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