Cuentos de Tokio de Yasujiro Ozu (1953) es una vieja película que tiene garantizada casi su eternidad, por decirlo de algún modo. Y no solamente porque haya sido considerada por numerosos críticos cinematográficos como una de las mejores películas de la historia del cine. Sino también por la enseñanza universal que contiene.
Si tuviera que elegir una película para ilustrar la obra sociológica que Norbert Elías dedicó a la soledad de la vejez y de los moribundos me inclinaría, sin duda, por esta obra maestra de Yasujiro Ozu. Hemos vuelto a ver Cuentos de Tokio en los días de confinamiento y la enseñanza que contiene no solamente no pierde actualidad, sino que además adquiere en estos momentos unos contornos más afilados.
La pareja de ancianos protagonista, Chishu y Chieko, parte en tren desde su pequeña ciudad, Onomichi, en las proximidades de Hiroshima, para un largo viaje hacia Osaka y finalmente Tokio con el fin de visitar a sus hijos. A Ozu le bastan un par de pinceladas para mostrarnos que la reconstrucción de Japón, ocho años después de la guerra, ha puesto ya a pleno rendimiento las ciudades, la economía y las fábricas. Tanto que absorbe todo el tiempo de los dos hijos a los que visitan estos ancianos. Por ello no reciben una atención demasiado atenta.
La nueva civilización del trabajo no deja tiempo de vida para sus súbditos. Se alojan en casa del hijo, pero justo el día que quiere dedicarlo a sus padres para enseñarles la ciudad recibe una llamada para atender una urgencia médica. La esposa tampoco puede hacerse cargo pues debe atender su hogar. Unos maravillosos planos muestran a los ancianos sentados, a la manera tradicional, sobre sus rodillas en el tatami, contemplando el horizonte a través de la ventana. Están muy orgullosos de la prosperidad de los hijos, aun así, se dan cuenta y comentan que no viven en una buena zona de la ciudad, que es un barrio del extrarradio con viviendas poco espaciosas.
Ozú no quiere juzgar. Se toma todo el tiempo del mundo para mostrar primeros planos de los rostros de los personajes para que el espectador pueda adivinar las emociones que expresan. La cámara está situada prácticamente a ras de suelo de la vivienda, a la altura del tatami. A veces la cámara se mueve y nos muestra a Chieko jugando con su nieto en un campo. Ella le dice que ya no estará para verle crecer y el niño, como hacen todos los niños del mundo, desoye a su abuela y sigue jugando.
Hay mucha quietud en las escenas y, sin embargo, por las mismas discurre ese mundo de vida que Ozu disecciona lentamente como queriendo que cada espectador llegue a familiarizarse con los personajes, los integre y se identifique con ellos, pues su drama es también el de cada uno de nosotros: los vínculos generacionales, el amor entre padres e hijos, la ciudad y sus ritmos vitales, el paso inexorable del tiempo sobre las personas que una vez fueron y sobre las que ahora se cierne el espíritu del olvido, la dificultad para que “una persona pueda verse como miembro limitado de la cadena de las generaciones, como portadora de una antorcha en la carrera de relevos, que al final ha de entregar la antorcha a otro” (N. Elías, La Soledad de los Moribundos).
Los dos hijos están realmente apremiados por la situación. Llaman a Noriko, la joven viuda del tercer hijo de los ancianos, el cual murió en la guerra, quién finalmente asumirá enseñarles la ciudad, entregada afectivamente a ellos y sin importarle perder un día de salario. Una escena en un autobús turístico recorriendo los monumentos del centro de Tokio nos enseña la felicidad del momento de los tres personajes. Noriko rezuma afecto por sus suegros y conforma una relación íntima con ellos, muy especialmente con la anciana Chieko.
Finalmente, la decisión de los dos hijos será pagar a los padres ancianos una estancia en un lujoso balneario en las afueras de la ciudad. Vemos en la habitación del balneario a la pareja de ancianos tumbados sobre su futon, pero no pegan ojo por el ruido de una fiesta de despedida de solteros. Por la mañana están sentados frente al mar, abatidos y algo apenados. Toman la decisión de regresar a su ciudad. Chieko sufre un momentáneo desmayo, primer síntoma de la enfermedad.
Al regreso a su hogar, Chieko enferma gravemente. Los hijos se reúnen en torno a ella ya moribunda y muy grave. Cuando el hijo médico les comunica que Chieko está a punto de morir, Chishu, el anciano padre, pregunta “¿crees que el viaje pudo causarlo?”. La hija mayor asegura que “no”, pues “se le veía muy animada”. El hijo médico dice “podría haber contribuido”. La pregunta queda así, suspendida en ese tiempo final de la película, lento y sublime, en el que la poesía de las escenas se sucede a través del velatorio, los cánticos religiosos y el funeral.
¿De qué ha enfermado Chieko? Ahora que no estamos del todo seguros de que han muerto tantos ancianos y ancianas en esta crisis sanitaria, si por un virus o por tanta desatención institucional acumulada, quizás una película como Cuentos de Tokio (1953) nos ayude a encarar de otra forma la pregunta que Ozu dejó sin respuesta, suspendida en el tiempo, para que cada generación que vuelva a confrontarse con ella trate de dotarla de sentido.
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