Juan Soto Ivars, para qué negarlo, lo peta. Su ingenio, su carisma y su ubicuidad hacen de él todo un `influencer´. Su pasmosa proyección en redes sociales hace hipervisible todo lo que sale de sus teclas, especialmente los artículos de su blog en El Confidencial, compartidos y retuiteados por media internet, incluso desde cuentas tan dispares como la de Albert Rivera o Alberto Garzón. Da igual tu posición ideológica, tu edad, tu tribu urbana, tu sexo o tu ciudad: lo normal es que adores a JSI. Junts x SÍ. Me detengo aquí, pero estoy seguro de que, si en lugar de Juan se llamara Juana, todo el mundo esperaría que este párrafo acabase haciendo alguna alusión a su belleza física o su mata de pelo, como explicaba maravillosamente Jenn Díaz hace unos meses en la Jot Down.
No rehúye JSI los temas candentes en su ingente labor articulística, y se moja hasta las cencerretas en defensa de las causas que él cree justas, tanto da si es el feminismo o la calle de Millán Astray. Obligado a convivir con la polémica que acompaña tanto a sus cales como a sus arenas, no creo que la que ha levantado una de sus últimas soflamas, Hay un machismo leve que ni viola ni mata, en defensa de Joaquín Sabina, le haya cogido desprevenido. Desde posiciones feministas le han llovido las esperables y encendidas críticas (rescato ésta a modo de ejemplo).
¿Y qué me parece, a mí, el artículo? Bueno, pues un horror. Pero antes de sacar el bisturí voy a romper una lanza, una de las buenas, por JSI: es valiente mojándose así. Si esa valentía fuese la norma y no la excepción entre quienes ostentan el papel de masa gris visible en España (is not Spain), los debates importantes estarían en el centro de la vida pública, y no aún relegados al vociferante ciberespacio exterior (aunque están llegando). Y no se le puede negar a Juan el valor de posicionarse a las claras con un texto que toca, de una sola vez, tres de los grandes temas emergentes (¡por fin!) en el debate público spanish: el feminismo, la libertad de expresión y las guerras culturales.
Hasta aquí el debe. Ahora pasamos al haber.
EL HABER
Voy a pasar de puntillas por la crítica de carácter feminista a lo que defiende Soto en ese texto, no por falta de ideas sino porque ya la han articulado profusamente voces más legítimas que la mía en este aspecto. Me importa sin embargo una cosa: la extraña inferencia que hace Juan, partiendo del adjetivo “peligroso” con el que calificaba Laura Viñuela el machismo de Joaquín Sabina y concluyendo que parte del feminismo es “enemigo de la libertad de expresión” (sic), una “máquina censora” (sic) en manos de “monjas posmodernas” (sic todo el rato).
Frente a esa maquinaria represiva propone JSI (y éste es el centro de su texto) echar pelillos a la mar con ese machismo inofensivo de artistas y escritores y darnos cuenta de que, total, la ideología patriarcal no nos convierte a todos los artistas y escritores en asesinos y violadores. Y todo ello porque la hipótesis de Sapir-Whorf no ha sido corroborada, que en términos lingüísticos es un argumento tan ad hoc como decir que la sintaxis no existe porque la gramática generativa ha superado el paradigma saussureano. Pero por favor, devolvamos al armario al filólogo que hay en mí. Que me arruina todas las fiestas, pijo ya.
La duda que me surge es: ¿no estará Soto viendo una amenaza contra la libertad de expresión donde no la hay, y respondiendo a ella con una amenaza -muy real y articulada- contra la libertad de recepción? ¿Es realmente libre una literatura que se escribe con una infinita libertad de expresión pero solo puede ser leída de una forma, 100% pelillos free? Como estas dudas recorren de una a otra parte los encendidos debates sobre libertad de expresión y guerras culturales, he pensado en darles una vuelta en este texto, ampliando el malestar que me ha provocado el artículo de JSI. Porque sí. Porque la sombra engendra luz, como decía José Ángel Valente, y porque eres un puto pedante, como me dice todo el mundo, allthetime.
LA LIBERTAD DE EXPRESIÓN EN LOS TIEMPOS DE LA CÓLERA:
Primero, las malas noticias: no son buenos tiempos para la libertad de expresión. Pero el enemigo de la misma no es, como dice Soto, el feminismo radical. La literatura, la música y las artes son percibidas como esferas hostiles y focos de agitación por los poderes que gobiernan el Occidente neoliberal, y en una época compleja, de crisis-estafa y doctrina del shock, es crucial para ellos mantenerlas bajo control. Más malas noticias: como siempre nos recuerda Alberto Santamaría, la que está ganando esta batalla por la hegemonía cultural es la derecha. ¿Y cómo lo consiguen?, habría que preguntarse (todo el rato). ¿Cómo hacen para neutralizar y cablear una actividad humana que, ya desde su planteamiento, supone una enmienda a la totalidad de ese paradigma capitalista que reduce al ser humano a la condición de mera unidad de producción y consumo? Creo que hay tres estrategias básicas y os las voy a contar:
-Modelar la recepción. Exactamente. Como sabemos, por seguir trayendo a colación a personajes del mundo de la lingüística, gracias a los trabajos de gente como Jauss, Iser o Fish (los padres de la Teoría de la Recepción), lo que llamamos arte es un proceso en el cual la última fase -la de su impacto- tiene tanta importancia como la de la creación, y sigue su propia evolución. Lo que dicen estos pensadores es que por ejemplo el Quijote no es un texto inmutable flotando en el espacio exterior, como un vino no es el sabor inmutable de un vino, sino que el momento y el contexto en que la botella se abre, o la novela se lee, son factores determinantes. El Quijote leído en el siglo XVII -un bestseller de la literatura plebeya y satírica- no es la misma novela que el Quijote leído en el XXI, ese monumento nacional, fuente de inagotables maravillas pero también objeto como decía Borges de obscenos brindis patrióticos, golpes de pecho y guardias pretorianos, esfuerzos estudiantiles y sesudas exégesis académicas.
Esto abre como podemos imaginar un sinfín de posibilidades a los agentes del acanalamiento. Si conseguimos que el público de un determinado fenómeno artístico se coloque las gafas de ver justo lo contrario de lo que queremos impedir que reciban, ya tenemos más de medio trabajo hecho. Si por arte de birlibirloque imponemos la idea de que analizar el discurso de género de un músico es mal y censura feminista y horror y muerte, porque con lo que hay que quedarse es con los valores literarios (sean éstos los que sean) del cantautor en cuestión, pues ya huele a misión cumplida y cañas inminentes.
Si un escritor reconoce que determinados fantasmas patriarcales (el trauma de la mujer castradora, el del pagafantas) catalizaron su primera -y estupenda- novela, pero a continuación deslegitima una lectura capaz de percibir y comentar estos aspectos, bueno, pues alguien se va a llevar la prima por objetivos este trimestre. Por no hablar de que estamos mandando al contenedor azul del papel y el cartón todo el corpus de la crítica literaria no estructuralista, desde Ernest Jones, Gaston Bachelard y Jacques Lacan hasta Fredric Jameson, Theodor L. W. Adorno o Terry Eagleton. Esos jubilatas. La idea me parece tan surrealista como ir a un concierto de, no sé, Rage Against The Machine y, en el momento en que el amigo De La Rocha se desgañita en el escenario gritando Fuck you, I won’t do what you tell me (y lo que le sigue), encontrarte al público comentando la excelente sincronización de la sección rítmica, o que el guitarrista ha tenido unos cuantos errores de mano derecha, o que en las canciones de la banda hay un marxismo leve que no mata ni expropia.
-Compartimentar. Otro de los grandes trucos de la chistera neoliberal en su operación de encauzamiento de las artes y las letras consiste en una especialidad de la casa: la compartimentación. Si reforzamos las barreras entre géneros, públicos, sectores, etc. limitaremos el alcance de cualquier fenómeno impugnador. Libertad de expresión sí, parece decírsenos, pero cada uno en su casillita: el arte popular codificado como tal, e interpretado de esta manera concreta, el elevado aquí, la música culta es esto y es así y bla bla blá, la popular esto otro y no, perdone, por ahí no se puede pasar, ¿es que no ha visto el letrero?
Me explico: una pieza de arte contemporáneo puede incluir un mensaje muy subversivo, pero si se codifica y se difunde únicamente a través del reducido circuito del “arte avanzado”, sea esto lo que sea, si queda restringida a ese público minoritario y exclusivo, el peligro queda neutralizado.
Varios tics, para mí muy idiosincráticos, de la gestión cultural neoliberal: la masiva y exitosa operación de precarización del trabajo cultural desde los gobiernos de Aznar, que explica siempre que puede la gran Elena Vozmediano desde su espacio en El Mundo (por favor, si solo vais a pinchar un enlace de todos los que os propongo, que sea éste), porque la derecha sí lee a Kant, y sabe que “aquel ser humano cuyo sustento depende de la voluntad arbitraria de otra persona o clase o género no es libre” (para resistir, expresarse u organizarse), y maneja este saber a su favor con notable efectividad. Otro más: los recortes selectivos se han cebado precisamente con los proyectos de mediación, que consisten justo en derribar tabiques, incorporar públicos, disolver la segregación por clases (el capital cultural también las crea).
Estoy pensando -con el cabreo que siempre me produce esto- en los mediadores culturales que trabajaban en nuestra Biblioteca Regional, por ejemplo. Otro más: hay una pseudomediación muy en boga últimamente que consiste en presentar textos comisariales a la entrada de las exposiciones, y que muchas veces tiene un efecto totalmente contrario, funcionando como barreras de clase. “Si no entiendes este muro de palabras abstrusas, mantente fuera”, parecen a veces decirnos, estas grandes cartelas. “Abandonad toda esperanza” otras.
Ni que decir tiene que, si todo esto falla, si aun así surge aquí y allá un gestor que reta esta directriz e insiste en tender puentes culturales -hacia otros públicos, hacia otros temas no estrictamente artísticos, etcétera-, siempre se le puede descabezar cueste lo que cueste y a otra cosa, mariposa. Estoy pensando obviamente en casos como el de Pilar Barreiro contra Patricio Hernández (que mantuvo durante años sin funciones en el Ayuntamiento de Cartagena a uno de los mejores -e inclusivos- gestores culturales del país), o el de Marta López-Briones contra Javier Fuentes, el famoso Caso Cendeac.
Se trata por tanto de controlar el lugar de enunciación, ese pedestal descrito por Bourdieu desde el que imponer hegemonía cultural, acanalar un sector potencialmente explosivo e impedir posibles desbordamientos que amenacen la tribuna. Como analiza con bastante gracejo Víctor Lenore en este artículo, la derecha no va a perdonar jamás al mundo del cine español su participación en la campaña del No a la guerra que desalojó al PP del poder en 2004, y cuando los lemas pacifistas llegaron hasta las mismísimas galas de Operación Triunfo, el tufo a cadáver del gobierno de Aznar se hizo imposible de disimular. Pero seríamos ilusos si creyésemos que no aprendieron nada de todo aquello, o que de ocurrir ahora sería tan fácil.
-Moldear la expresión. Cómo no, además de las formas más o menos sutiles que acabamos de revisar, también está el recurso de emprenderla a mazazos con las críticas al establishment desde el mundo de la cultura. El corpus legal para la pertinente represión de los creadores incómodos es amplio e incluye desde el delito contra la libertad religiosa hasta el de enaltecimiento del terrorismo (cuya persecución se ha multiplicado curiosamente desde que ETA abandonó las armas), desde el delito contra el derecho al honor al de injurias a la corona. Audiencias y Fiscalías se encargan del trabajo sucio, al que también se apuntan organizaciones tan castizas como la Fundación Francisco Franco, que demandó al artista Eugenio Merino en 2013 por una representación del caudillo. Pablo Hasel, Soziedad Alkohólika, Aitor Cuervo, Abel Azcona, César Strawberry o, hace unos días, el rapero Valtonyc encaran procesos judiciales inquisitoriales y desmedidos, y ejemplifican el déficit de libertad de expresión en nuestro país. Sabina, siento ser yo quien lo diga, amigo Soto, no.
POR UN ARTE PELIGROSO
Voy a ir acabando ya. Con unas cuantas obviedades, como suelo.
Falta libertad de expresión, sí. Sobra represión en sus muchas formas, desde la ubicua autocensura hasta las sentencias contra los tuiteros, desde el comisariado político de la gestión cultural pública hasta los abusos de los investidos con el poder simbólico, desde sus prominentes lugares de enunciación. Con todas esas distintas estrategias, el régimen restringe el espectro de lo decible, define a su antojo el centro o “sentido común”, y apuntala su hegemonía cultural.
Su hegemonía cultural, a pesar de todo, está en entredicho. También estamos viviendo un 15M, un momento Polanyi en nuestra cultura y hasta en nuestra filosofía. En zonas centrales del debate público afloran debates impensables hace solo unos pocos años, cuestionamientos profundos del status quo.
Nuestra libertad de expresión no depende, no puede depender de acallar esos debates, de echar pelillos a la mar con el creciente discurso crítico que analiza, por ejemplo desde el feminismo, nuestra cultura popular. Antes al contrario.
No queremos unas artes y letras inocuas. Las queremos peligrosas. Desde su producción, su codificación y su recepción. Queremos vivir una vida cultural que constituya una auténtica enmienda a la totalidad de la existencia (si recordáis de quién es esta fantástica cita decídmelo, por favor). Donde quepan obras extremocéntricas, diseñadas para no molestar demasiado ni a tirios ni a troyanos, pero donde quepan (¡por favor!) también las otras.
Queremos una literatura tenue, una literatura casposa, una literatura bien, una literatura mal, una literatura sedante y, también, una literatura en llamas. Así que llevaos ese tabique que habéis puesto ahí. Sí, el extintor también. Venga, hasta luego.