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Balcones y rosas

Calle Obreros de la Tana, Beniaján

José Enrique Ruiz Saura

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Estamos viviendo días y semanas completamente distintas a cualquiera de las vividas en otro momento de nuestras vidas, al menos para mi generación. En esta coyuntura, muchas cosas han cambiado a nuestro alrededor, pero también ha cambiado una parte de nosotros mismos. Se trata de una época en la que parecemos estar dotando de un nuevo significado a los trabajos y a las personas que los desempeñan en nuestro entorno o, mejor dicho, rescatando un antiguo significado para ellos que nunca debimos dejar que desapareciera.

Una consecuencia de esto es que los balcones de nuestros vecindarios, durante muchos meses utilizados como escaparate para la exhibición de banderas y proclamas ultranacionales, han pasado a ser espacio de reconocimiento y agradecimiento a la labor de las personas trabajadoras de la sanidad, la limpieza, el transporte de mercancías, los servicios públicos, etc. Se impone poco a poco la realidad de que un país sale adelante solo gracias al esfuerzo de su gente trabajadora, esa gente es lo de verdad importante y la que hay que poner en valor, el color o tamaño de la bandera es secundario. Qué duda cabe de que el balcón de nuestra casa tiene un componente ciertamente metafórico en lo que está ocurriendo, estos días de confinamiento se me ocurren varias metáforas que procuraré ir comentando más adelante.

Y puestos a resignificar nuestra concepción de algunas de las cosas que nos rodean, es evidente que hay lugares, nombres, espacios…que contienen una simbología especial, que no destacan por lo que son en sí mismos sino por lo que son capaces de evocar. Personalmente, lo comprendí cuando, hace un par de años, al transitar por una de las avenidas de Beniaján, un pueblo cercano al barrio donde me crie, no pude evitar detenerme unos minutos y rememorar lo que se me vino a la cabeza al toparme con la placa que contenía el nombre de un callejón. “Calle Obreros de la Tana”, nada más y nada menos. A diferencia de lo que es habitual hoy en día, no se trata de la nomenclatura de una calle destinada a “honrar” a una corporación ni la supuesta “honorabilidad” de su propietario o propietaria, sino al colectivo de personas trabajadoras anónimas que, venidas de ese pueblo y de las distintas pedanías colindantes, levantaron década tras década el sector de la recogida y envasado de cítricos murciano a lo largo de la segunda mitad del siglo pasado, e incluso, unos cuantos años antes. De hecho, mi abuelo estuvo trabajando allí desde el final de la Guerra Civil hasta su jubilación. En aquel tiempo, hablar de la Tana o del sector de los cítricos no llevaba implícito referirse al empresario de turno, sino a los obreros que subían cada día la persiana del almacén o llenaban las cajas de limones en el huerto.

Aquélla era una época en la que la profesión u oficio de la persona era casi un rasgo identitario en la mayoría de casos. A muchos, además de por su nombre, se les identificaba por su cometido profesional: ser trabajador de grandes empresas públicas como Telefónica o Emuasa, de la caja de ahorros de ese pueblo, de cualquier fábrica, de la actividad ferroviaria, etc. El relato vital iba ligado a ese trabajo duradero que cada uno iniciaba llegado el momento, y que proporcionaría los mimbres para consolidar un hogar familiar sin riesgo de quedarse en la estacada. Incluso, los pequeños comercios o negocios de barrio nos parecían necesarios y formaban parte del día a día de las familias trabajadoras, pues en algunas ocasiones eran vistos como lugares de confianza a los que acudir a recibir el servicio de alguien cercano a nosotros. La posibilidad de saber un oficio y vivir de él con cierta vocación de permanencia, no solo restaba mucha incertidumbre económica de cara al futuro, sino que permitía a la gente sentir de forma indiscutible que estaba haciendo su aportación para que su espacio comunitario saliera adelante. Por ello, el trabajo proporcionaba el reconocimiento social del vecindario y daba una respuesta clara ante la pregunta “qué puedo ofrecer a mi comunidad”. No se trataba de trabajar por mera subsistencia, sino porque en el barrio o pueblo de cada uno, tu trabajo te hace ser, “somos lo que hacemos para nuestra comunidad”.

Por todos nosotros es sabido que lo señalado en las anteriores líneas quedó atrás hace bastante tiempo, concretamente, se diluyó con el ocaso del modelo fordista en Europa y Estados Unidos. En nuestro caso particular, todo cambió mucho y muy rápido: la reconversión industrial supuso el cierre y/o la deslocalización de muchas fábricas y una sangría de empleos, la desregulación del derecho del trabajo (aumento exponencial de la contratación temporal, abaratamiento del despido, empresas de trabajo temporal, debilitamiento de la negociación colectiva, subcontratas y un interminable etc.) fue un gol por toda la escuadra al sistema de relaciones laborales que tuvimos hasta los años 80, las superficies comerciales y grandes empresas entraron ferozmente a arrasar al comercio de cercanía, los servicios públicos se fueron deteriorando en muchos casos a causa de la privatización y la falta de medios, etc. En mi barrio y los de alrededor, ese endogrupo comunitario de obreros de empresas de cítricos de la Costera Sur tuvo un epílogo muy digno a su vida laboral: José Coy me recuerda a veces las huelgas de principios de los años noventa para hacer frente a la precarización del sector, en las cuales él participaba y yo miraba con los ojos de un niño que no alcanzaba a entender que estaba asistiendo al cambio de un modelo social. Junto a la “Calle Obreros de la Tana” se erigía ese gran inmueble que antaño fue un importante almacén en el centro del pueblo y que acabó reconvertido en un Mercadona, lo cual también es una buena metáfora de lo que venía diciendo (he dicho que estos días se me ocurren varias metáforas).

Mario Monti, un tecnócrata que acabó como primer ministro italiano por imposición de la Troika, expresó en 2012 con mucha claridad la nueva mentalidad imperante: “Que los jóvenes se acostumbren a no tener más un trabajo fijo para toda la vida” (hablar de trabajos y de personas trabajadoras ya no llevaba implícito el reconocimiento social de la etapa anterior). Ha de aclararse que este señor afirmaba lo anterior desde su condición de senador vitalicio. En su día, mi profesora de sociología en la facultad, Elena Gadea, me remitió a Richard Senett y su libro 'La corrosión del carácter' para comprender hasta qué punto, en barrios y pueblos de familias trabajadoras, este nuevo escenario socioeconómico más inestable y precario ha podido afectar negativamente a la construcción de identidad colectiva y a la inserción de sus miembros en la comunidad. Por cierto, qué importante es que se crucen en nuestro camino buenas maestras.

Y ahora, rompiendo totalmente con el guion establecido nos encontramos con esta crisis sanitaria que tan duramente nos está sacudiendo. No había nada previsto específicamente para afrontar esta situación ni nadie previamente entrenado. Ante un escenario inimaginable, estamos reflexionando sobre muchas cosas que antes se pasaban por alto. Sobre todo, nos percatamos de que muchos de nuestros amigos, familiares, vecinos, conocidos…gente de nuestro entorno, personas corrientes, están sacando adelante esta dura situación con su trabajo y su esfuerzo. Gente que a veces lo pasa mal para pagar la hipoteca o el alquiler y llegar a fin de mes, que arrastra muchos “contratos basura”, que hace horas extras que no cobra, que sus horarios de trabajo infernales apenas le dejan tiempo para ver a su familia, que está harta de que empresas contratistas les exploten mientras ellos y ellas dan un servicio público, que a veces tienen que lidiar con jefes y encargados que no les tratan con el respeto que merece cualquier ser humano…pero gente que, a pesar de todo esto, está poniendo su grano de arena en estos momentos con más sacrificio que nunca. De esto es de lo que nos hemos dado cuenta muchas personas y por eso salimos a los balcones a aplaudir, se trata de reconocer que esas personas y su trabajo permiten construir nuestro espacio común de convivencia, y no deben volver a ser invisibles nunca más.

Aunque sean personas anónimas, están junto a nosotros y nosotras. A decir verdad, siempre lo han estado, aunque los demás prestemos atención a otras cosas menos importantes, por ejemplo, el color de los lazos en un pueblo de Girona. Está la gente que trabaja en la sanidad pública al pie del cañón exponiéndose a contagios, como Txema, un buen médico de urgencias que estas semanas está echando más horas que un reloj, y en sus días libres, ha atendido desde las redes sociales las consultas de mucha personas para evitar que colapsaran las urgencias de nuestros hospitales (mientras, el hospital privado de Molina ha hecho un ERTE desentendiéndose de esta situación…por favor, memoria). Junto a él, también están dando un ejemplo de profesionalidad los compañeros y compañeras de la limpieza hospitalaria, a quienes siempre ha tratado el Servicio Murciano de Salud como el 'patito feo', y del personal de ambulancias se ha de decir exactamente lo mismo. Está mi vecino Paco y sus compañeros de la limpieza pública viaria, trabajando con vehículos y maquinaria en mal estado y sueldos poco menos que congelados desde hace unos años, y sin embargo, empeñados en cumplir día a día y noche a noche con su trabajo para tratar de mantener las calles limpias y desinfectadas...y teniendo que sobrellevar el fallecimiento de alguno de sus compañeros por el maldito virus. Está Alejandro, un currante ucraniano del transporte de mercancías por carretera que está haciendo portes desde nada menos que Lombardía (zona cero de la crisis sanitaria en Italia) para ayudar a que no veamos nuestros supermercados desabastecidos. Por cierto, en el contexto de esta crisis, también toca que muchos abran su mente y empiecen a reconocer el trabajo de las personas migrantes, y a respetarlas como miembros de nuestra comunidad. Está mi amigo Miñano sacando a diario su autobús de línea colorado para que no desaparezca el transporte público en el municipio de Murcia, y a la vez, plantando cara a su empresa para que se digne a proporcionar mascarillas a los conductores y no les deje vendidos ante una posible infección, además de conducir algunos vehículos cuyo mantenimiento es deficiente a más no poder. Está mi esposa trabajando desde casa para que no les falte atención psicológica a familias vulnerables. Y, cómo no, siguen estando los nuevos obreros de la Tana, ahora ubicada en la periferia del municipio, quienes trabajando a destajo y mal pagados (eso es lo que hay, si no, ahí tienes la puerta), hacen posible que las naranjas y limones estén en nuestra mesa, en vez de pudriéndose en los árboles. El traslado del nuevo almacén quién sabe dónde es una gran metáfora de la invisibilización de éste y otros trabajos.

Y también están, quizás con más cercanía que nunca, quienes trabajan en su pequeño negocio o comercio de barrio. Uno de ellos es mi amigo Luis, que no puede poner estas semanas su puesto de verdulería en el mercado de mi pueblo, pero llena a diario su furgoneta para llevar frutas y verduras a los hogares de sus clientes evitando que tengan que salir a la calle. Encarna es la panadera que lleva cada día el pan a mi madre y sus vecinos. Y qué decir de Rosa, que a pesar de tener que cerrar temporalmente la peluquería que tiene en mi calle, acude gratuitamente a la casa de personas mayores del pueblo para lavarles la cabeza, cortarles el pelo y ayudar a que no queden desatendidas. Efectivamente, “somos lo que hacemos para nuestra comunidad”…y esta gente lo es todo.

En definitiva, se trata de recuperar tras esta crisis algo parecido a lo que defendían las obreras de la fábrica textil de Lawrence (Massachusetts, EE.UU) en 1912. Ellas pasaron a la historia diciendo “queremos pan y también rosas”. El “pan” se refería a salarios justos y, las “rosas”, a la dignidad y respeto en su trabajo. En nuestro caso, muchos y muchas queremos “balcones” y queremos “Rosas” (con mayúscula). Balcones para que se reconozca que es la gente trabajadora la única imprescindible para que nuestro país funcione, y muchas como Rosa, la peluquera, para reconstruir la identidad colectiva en nuestros barrios y pedanías, y aspirar a una mayor calidad de vida.

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