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El espíritu de Lampedusa

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Me gusta Lampedusa por su geografía natural y literaria, porque en su porción de Mediterráneo habitan la armonía y el caos ordenados a su modo, en azul turquesa, arenas doradas, casas de cal. Por sus senderos antiguos, sus heridas abiertas que cicatrizan bajo el sol, porque su gente, hija de la mar y del príncipe de Salina, tiene el cielo rojo púrpura de la tarde escrito en la mirada. Pero sobre todas las cosas me gusta por demostrar al occidente civilizado que la compasión no entiende de fronteras y el conocimiento no tiene nación. 

Hace años que su exalcaldesa, Giusi Nicolini puso a la isla en el mapa de los derechos humanos como ejemplo integrador de inmigración. El mismo que han copiado desde entonces centenares de ayuntamientos. Ahora que el paso de la oca empieza a marcar el ritmo de la agenda política europea, viene a cuento recordar que las civilizaciones solo avanzan en paz y esto no es una frase de smartphone encendido en un concierto. Sabemos muy bien que la guerra sólo trae hambre, muerte y destrucción. Bueno, también riqueza para cuatro que ya están preparando la jugada en el tablero.

Lo que no asimilamos todavía es que, gracias a los nuevos nazis que gestionan el dinero público en Bruselas la guerra está en nuestra puerta. Los idiotas pusieron el voto. Del odio se encargan los que van a gobernar. 

El Ayuntamiento de Cartagena, la ciudad de las mil culturas, avergüenza de nuevo al mundo por su contumaz ofensiva contra los inmigrantes africanos del Centro de Atención Temporal a Inmigrantes (CETI). Es el polo opuesto del espíritu de Lampedusa. Está en el mismo de los supremacistas que la eficaz Finlandia, harta de tanta ruina económica, acaba de pulverizar. 

Todo les vale, desde avivar la furia racista con sus altavoces mediáticos hasta enviar a la Policía Local a las puertas del centro para que el espectáculo convenza. A pesar de que no hubiera conflicto, como protestan los propios trabajadores de seguridad, quienes aun siendo blancos se han quejado oficialmente a la primera edil con razón, por tratamiento denigrante. Lo último y más delirante es que la alcaldesa ha convocado una movilización contra el campamento, como si fuera Marianne guiando al pueblo. No sé si llamará a Meloni, pero si eso ocurre, merece un cordón sanitario por todo el recorrido con la gente de espaldas al fascismo local.

Todavía nadie ha denunciado por xenofobia al equipo de gobierno por deshumanizar a población vulnerable e intentar todas las maniobras posibles y si hace falta las imposibles, en plan marca propia ultrastyle. Aunque sepan, porque lo saben, que eso no va a ocurrir. Faltos de programa y con demostrada inutilidad gestora, en realidad les viene muy bien el CETI como bestia negra, con perdón por el chiste literal. 

Lo importante es emponzoñar la atmósfera, invocar al ectoplasma de don Pelayo para que cometan delitos, aunque también les valen las faltas, y que de vez en cuando la plaza de España se llene de otros pobres con banderas, escupiendo bilis rancia, consignas patrias y dejando los jardines como un sábado de botellón. A estos no les verán protestar por su ciudad contaminada, incomunicada, con listas de espera, barracones para estudiantes, tala de árboles a troche y moche, suciedad. Si en vez de ser negros fueran rubios o ricos, les molestaría igual?.

Mi amiga hermana, que vive en una de las mejores casas de ese vecindario, no entiende esta campaña tan feroz y despiadada contra jóvenes que vienen a buscar su pan. Y para sí les desea suerte cuando les ve con sus modestas deportivas corriendo por las pinadas, devolviendo el saludo a senderistas entre la desconfianza y la educación. Ella, que aprueba con nota las pruebas cotidianas de valentía, sabe que la misma fuerza que ilumina el pensamiento hace bombear al corazón. Cartagena es multiétnica, acogedora, abierta a todos los vientos como dicen los cervantinos versos y, en su mejor versión, cristiana. También es mágica. Por eso ha conjurado en realidad ese argumento-lapo del trumpista español sobre los inmigrantes. Llévatelos a casa, decían. Bueno, pues voilà. En esta tierra ya tienen la suya de momento. El deseo se cumplió.

Me gusta Lampedusa por su geografía natural y literaria, porque en su porción de Mediterráneo habitan la armonía y el caos ordenados a su modo, en azul turquesa, arenas doradas, casas de cal. Por sus senderos antiguos, sus heridas abiertas que cicatrizan bajo el sol, porque su gente, hija de la mar y del príncipe de Salina, tiene el cielo rojo púrpura de la tarde escrito en la mirada. Pero sobre todas las cosas me gusta por demostrar al occidente civilizado que la compasión no entiende de fronteras y el conocimiento no tiene nación. 

Hace años que su exalcaldesa, Giusi Nicolini puso a la isla en el mapa de los derechos humanos como ejemplo integrador de inmigración. El mismo que han copiado desde entonces centenares de ayuntamientos. Ahora que el paso de la oca empieza a marcar el ritmo de la agenda política europea, viene a cuento recordar que las civilizaciones solo avanzan en paz y esto no es una frase de smartphone encendido en un concierto. Sabemos muy bien que la guerra sólo trae hambre, muerte y destrucción. Bueno, también riqueza para cuatro que ya están preparando la jugada en el tablero.