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¿Por qué estoy a favor de abolir la prostitución?

Lola López Mondéjar

La prostitución es una práctica por la que los varones se garantizan el acceso grupal y reglado al cuerpo de las mujeres.

Carole Paleman, citado por Ana de Miguel, Neoliberalismo sexual, el mito de la libre elección.

El patriarcado es un sistema simbólico complejo y rizomático, que moldea los cerebros y los cuerpos mediante un complejo entramado de leyes escritas y no escritas, prescripciones, ideales, modelos e instituciones dirigidos a la dominación de los hombres sobre la mujeres, con el objetivo de que el mundo les sea más confortable a los primeros, que ostentan el poder a costa de la sumisión de las segundas. Se instituye cuando la diferencia anatómica y las diferentes funciones del hombre y de la mujer en la reproducción se convierten en desigualdades, y se despliega el edificio de la dominación, haciéndose los hombres los dueños del discurso que sanciona una división del trabajo que se transforma en diferencia de poder. El paso de la diferencia a la desigualdad.

En ese sistema, como bien señala Almudena Hernando, los hombres desarrollan una fantasía de identidad racional e independiente, levantada sobre otra que se atribuye a las mujeres: una identidad relacional y dependiente. Lo que quiere decir que la primera – los hombres– ostenta los atributos de la razón, el pensamiento abstracto, la negación de las emociones y una fantasía de independencia afectiva que se apoya en la posesión de la mujer, cuya identidad relacional la convierte en alguien que sí se detiene en los vínculos, que se ocupa del cuidado y de las funciones de crianza. Esto que podría parecer obsoleto, no lo es.

Pero, no se espanten, sigan leyendo, queremos llegar a la prostitución.

El patriarcado atribuye a hombres y mujeres unos deseos sexuales distintos, en lo que se ha llamado “doble moral sexual”; en ellos un predominio del deseo sexual, imperioso e irrenunciable (Foucault ya nos advirtió de este subrayado de la sexualidad con funciones de dominio y poder); para ellas una sexualidad muda, heterodesignada por el patriarcado (dictada por ellos para que cumplan sus deseos, silente), que se expresa en dos figuras del imaginario de todos los tiempos: la mujer madre, asexuada y dócil al deseo del hombre, y la mujer libidinosa, rijosa, la mujer degradada, la puta. Los hombres quieren poseer a las dos para satisfacer un doble deseo jánico: con la mujer- madre- esposa sus necesidades de intimidad, seguridad, protección de sus hijos y de sus bienes, respeto en la comunidad, cuidado de las emociones y del vínculo (que reniegan, no obstante, en público); con la mujer-puta para descargar sus demandas sexuales, que se naturalizan, como dije, como imperiosas (no las puede sublimar, reprimir, negociar) e irrenunciables.

Nadie se interroga sobre la abstinencia sexual de las mujeres, pero los ejércitos de todas las guerras han llevado consigo una legión de esclavas sexuales para contentar a los soldados, práctica que aún persiste hoy en Boko Haram y el ISIS; porque nadie se interroga, tampoco, sobre sus supuestas necesidades “biológicas” (y aquí lo biológico justifica demasiadas cosas) de sexo. Violadas, esclavizadas, prostituidas, las mujeres son tomadas por los hombres para su propia satisfacción, reificadas, convertidas en cosas, en instrumentos y mercancías utilizados a su antojo.

Por eso estoy a favor de abolirla, porque la prostitución humilla a todas las mujeres, como humillaría a los hombres la generalización de la prostitución masculina. Nos humilla porque nos convierte en mercancía, porque su mera existencia naturaliza la dominación de los hombres, confirma una sexualidad que puede llegar a servirse de la violencia, del incesto (hay muy pocas mujeres incestuosas) o de la esclavitud, de la trata, para satisfacerse… a costa de la dignidad y la integridad de las mujeres.

Hay algunas personas e instituciones que respeto (como Amnistía Internacional) que están a favor de legalizarla, argumentando que la regulación y la protección que aportaría dicha legalización ayudará a las prostitutas. Pero no estoy de acuerdo con ese argumento, porque la legalización legitima el sistema que he expuesto, y mi postura es que hay que demolerlo poco a poco, pues una sociedad igualitaria no puede aceptar la prostitución.

No creo, tampoco, que la prostitución se diferencie demasiado de la trata; en la trata el proxeneta ejerce la violencia sobre la esclava sexual, despojada de derechos, la aísla y esclaviza, y en la prostitución es la estigmatización social quien hace el mismo papel de marginarla y excluirla, encerrándola en el mundo de los “bajos fondos” (tomo el apelativo que utilizó Gorki, y luego las adaptaciones al cine de Renoir y Kurosawa), del que difícilmente la prostituta puede salir.

A pesar de los conocidos argumentos sobre la estimación de que siete de cada diez mujeres no ejercen la prostitución a la fuerza, sino voluntariamente; argumentos que acusan de paternalismo y machismo a la postura abolicionista que defiendo aquí, pues según estos iría en contra de la decisión de esas mujeres de dedicarse a ese menester; a pesar de que se objete que no se venden ellas, sino que prestan momentáneamente su cuerpo, como hacemos todos en el trabajo, para beneficio de otros, mi objeción se apoya en el hecho de que, según mi experiencia con transexuales que se prostituyen, y alguna prostituta, ninguna mujer “elige” ejercer la prostitución en el sentido radical del término elegir: Escoger, preferir a alguien o algo para un fin. No creo que, si puede evitarlo, una mujer elija la marginalidad, la vergüenza social propia y de los suyos, la clandestinidad y el secreto respecto de su trabajo; elija la sospecha y las miradas de los otros cuando intuyen que “vende su cuerpo”. Ninguna prostituta va diciendo tranquilamente que lo es o lo ha sido, excepto algunas que han triunfado en los medios precisamente por subrayar, con carácter reivindicativo, su historia (pensamos en Virginie Despentes, por ejemplo). Las prostitutas no declaran su trabajo porque no es algo de lo que se enorgullezcan, porque se trata de un trabajo y no de una profesión que dote de dignidad y de una inserción en el mundo a quien la ejerce.

Estoy a favor de abolir la prostitución porque quiero para las mujeres el orgullo y la dignidad de profesiones que merezcan el respeto de la sociedad, y no el rechazo y la ignominia.

Estoy segura que la abolición de la esclavitud fue un problema para muchas personas: negreros, amos de plantaciones, capitanes de barco, los propios esclavos desubjetivizados, sin apenas experiencia de ejercer su libertad, asustados ante el abismo de la independencia. Un problema que requería múltiples soluciones para ser resuelto. Pero hoy nos vanagloriamos de que la humanidad haya establecido la igualdad de todos los seres humanos, y prohibido la explotación de unos sobre otros. Es cierto que sigue existiendo en algunos lugares esa explotación, pero el ideal de igualdad nos hace juzgarla como una anomalía, una enfermedad social que hay que seguir combatiendo. Del mismo modo habría de suceder con la prostitución: deberemos tratarla como el exponente de un sistema de desigualdades hombre-mujer que ha naturalizado el uso sexual de unos sobre otros, y defender el fin de ese orden de cosas, estableciendo sucesivas regularizaciones de las contradicciones que surjan con la abolición, en un progreso que tenga una dirección clara: la dignidad del cuerpo de las mujeres y de los hombres y una concepción de la sexualidad distinta a la que el modelo patriarcal ha impuesto hasta ahora.

*Lola López Mondéjar es escritora y psicoanalista.

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