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El garabato

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Este es el tercer cuento de la serie “Mari contra la pobreza”. Mari vive en un barrio murciano, trabaja de camarera, tiene dos hijos (Jaime y Jorge) y un dinosaurio. El dinosaurio (que podría ser el mismo que sale en el cuento de Augusto Monterroso) representa la fuerza interior de Mari, la fuente de energía que le permite enfrentarse a todos los problemas cotidianos que provoca vivir en situación de pobreza. Mari representa a todas aquellas mujeres que pelean a diario contra la pobreza y queremos que sea el reconocimiento de la EAPN-RM a su valor y esfuerzo. Este cuento vuelve a contar con una ilustración original de la artista Laia Domènech.

 

***

 

Al dinosaurio le gusta leer más que nada. Algunas tardes, cuando Mari sale del turno en el bar, por muy cansada que esté, el dinosaurio, sin atender a razones, la arrastra hasta la biblioteca del barrio para que saquen algunos libros. Los domingos, bien temprano, ya la está sacudiendo para que se levante y saque un ratico en el que leer antes de tener que empezar a poner la casa en orden. Tener la casa en orden es una batalla perdida. La última vez que la visitó su amiga Tamara, que parece depilarse a diario la lengua no vaya a ser que le crezca algún pelo, le dijo que aquello estaba para que vinieran los TEDAX. El dinosaurio, además, tiene una memoria caprichosa y recuerda frases enteras de algunos libros. Mientras Mari mira a Jorge peleando con los deberes de matemáticas, el lagarto le recuerda una frase que leyeron hace un tiempo: “Pero los corazones de los niños son unos órganos delicados. Una entrada dura en la vida puede dejarles deformados de mil extrañas maneras. El corazón herido de un niño se encoge a veces de tal forma que se queda para siempre duro y áspero como el hueso de un melocotón”.

Por segunda vez en lo que va de curso, Mari ha tenido que ir al colegio citada por la directora. Jorge tiene problemas con la autoridad. Con la autoridad, con los horarios, con los deberes y con algunos compañeros mayores. Mari, como cualquier madre del mundo, no puede evitar pensar que todas y cada una de las cosas malas que les pasan a sus hijos son culpa suya.

Durante los primeros meses después de que Jorge naciera, cuando no estaba amamantándolo, estaba llorando. Al principio, todo el mundo le decía que era una depresión posparto. Ella no le llevó la contraria a nadie, tampoco tenía forma de saber qué le pasaba. Pero cuando pasaron las semanas y no remitieron los llantos, se hizo evidente que tal vez ocurría algo más.

Mari agotaba las pocas fuerzas que tenía en no llorar mientras le daba el pecho a Jorge o en disimular el pozo negro que se le había abierto por ahí dentro cuando estaba con Jaime. El dinosaurio parecía haber desaparecido. De vez en cuando, escuchaba algún ruido inesperado y miraba esperanzada por si fuera el dinosaurio que había vuelto. Pero miraba en balde. Su madre se pasaba casi el día entero en su casa y ya no sabía qué más limpiar ni qué más hacer para que Mari estuviera bien. Tamara insistió e insistió hasta que Mari pidió cita con su médico de cabecera.

A Mari no le gustaba su médico de cabecera. El hombre fingía ser amable pero era una amabilidad tan claramente impostada que resultaba molesta. La bata con la que vestía estaba siempre impoluta, dejando bien claro que nunca se levantaba de su silla con tal de mantenerse a una distancia prudencial de la enfermedad y de sus pacientes. Antes de que Mari terminara la primera frase, el médico ya estaba tecleando en su ordenador el nombre de un ansiolítico y de un antidepresivo. Uno entero de este por las noches y medio del otro dos veces al día, y ya veremos después según hagan efecto o no, le dijo. 

Las siguientes semanas, el dolor siguió siendo el mismo. Su madre le hacía tilas, manzanillas y otras infusiones que no le decía lo que eran. Pero ni esos brebajes llenos de amor ni la química de las pastillas le hicieron mejorar. Volvió al médico. El médico la remitió a salud mental. La cita se demoró seis semanas. En salud mental, una psicóloga la escuchó durante quince minutos, al cabo de los cuales le dijo que tenía algo así como el síndrome del ama de casa (se ve que no escuchó lo que Mari le contó sobre las miserias del bar, el jefe y los clientes) y la consoló diciéndole que había muchas mujeres como ella. La remitió de vuelta al médico de cabecera para que le ajustara la dosis y le volvió a dar cita para dentro de dos meses. El médico de cabecera le ajustó la medicación subiendo la dosis de todo. Mari siguió llorando a todas horas con la diferencia de que las lágrimas le quemaban menos al caer por sus mejillas porque una niebla gris y pegajosa, como si a lo lejos se estuviera quemando un depósito de neumáticos, le había recubierto la piel y el alma.

Su hermano llamaba de vez en cuando para preguntarle cómo estaba. La pregunta parecía la de un supervisor pidiendo cuentas sobre el estado de una tarea a medio hacer. La escuchaba con impaciencia mal disimulada y luego le recomendaba hacer terapia. Mari siempre le decía que la haría porque no tenía fuerzas de volver a explicarle a su hermano, tan perdido en su propio mundo de clase media, que en el mejor de los meses se podría pagar una sesión, o media, de terapia. Para alguien con su sueldo solo quedaba la visita bimensual a Salud Mental. Al cabo de los meses, Mari dejó de cogerle el teléfono. Cuando veía el nombre de su hermano aparecer en la pantalla del móvil, se lo pasaba a su madre para que contestara ella o a Jaime. Hablar con un niño de 4 años puede ser divertido el primer minuto. Luego se convierte en algo realmente desconcertante. Su hermano no soportaba ni el primer minuto.

Tamara aprovechaba cada tarde que tenía libre para ir a verla. Se sentaba al lado de Mari y le hablaba de cosas sin importancia. Mari agradecía en silencio que su amiga no le obligara a arreglarse ni a salir ni a estar feliz a la fuerza. Solo se empeñó en sacarla por ahí de fiesta después de que la despidieran del bar. Las caras tristes no sirven buenos cafés, le dijo su jefe. Los idiotas que quieren sonar como tipos ingeniosos de serie de televisión se vuelven todavía más idiotas. Hay que celebrar que te has librado de ese esclavista, le dijo Tamara, y se empeñó en que brindaran por mucho que la medicación lo desaconsejara.

Quedarse en el paro no le hizo sentirse peor. Tamara tenía razón, su ex jefe era un esclavista y sería muy fácil encontrar algo mejor. Pero, como en aquella película tan larga, se decía a diario que lo de encontrar algo mejor ya lo pensaría mañana. 

Pasaron las semanas. Se sucedieron las pastillas, las infusiones de su madre, las visitas y la compañía de Tamara, los problemas cotidianos que no entienden de salud, los llantos de Jorge y las rabietas de Jaime. Para no estar deprimida, le decía Tamara alguna que otra vez.

Una mañana, se levantó un poco más tarde de lo habitual. Su madre había llevado a Jamie al colegio y había vuelto para echarle un ojo a Jorge y hacer la comida. Mari se levantó con una pereza que hacía tiempo que no sentía. No era una pereza oscura y pesada, era la pereza que da salir de donde se está agusto. Hacía meses que Mari no se sentía agusto en ningún sitio, ni siquiera en la cama. Cuando su madre le ofreció una infusión, Mari le dijo que no le apetecía. Se sentó en el sofá y vio a Jorge garabateando con unas ceras de colores sobre el suelo, ignorando todos los papeles que su abuela le había dado para pintar. Mari se dio cuenta de que no era capaz de calcular cuántos meses tenía Jorge. La niebla gris y pegajosa. Los neumáticos ardiendo. Se acercó a ver lo que estaba dibujando y entre los garabatos de distintos colores le pareció adivinar una forma familiar a la que había echado mucho de menos. La forma del dinosaurio.

 Esa misma tarde, Tamara se la quedó mirando un buen rato.

-¿Qué pasa? -le preguntó Mari.

-Nada -respondió Tamara con media sonrisa-. Ya sabía yo que no estarías deprimida toda la vida.

Mari agradeció el optimismo de su amiga pero le pareció precipitado. Sin embargo, esa misma semana escuchó un ruido extraño en su dormitorio y al mirar, le pareció ver la cola del dinosaurio apareciendo debajo de la cama. A los pocos días, una huella en mitad del salón reveló que el lagarto había estado por allí. Una noche, notó que, mientras dormía, alguien le daba coletazos amables. Era el dinosaurio que la despertaba para que viera que estaba lloviendo. A Mari le gustaba mucho ver llover. Y a quién no en Murcia. Se cobijó bajo la manta, se abrazó a la almohada y se volvió a dormir acunada por el ruido de la lluvia.

La lluvia dejó paso a una mañana nublada y fría. Su madre vino para llevar a Jaime al cole y se lo llevó embutido en camisetas interiores y leotardos. Cuando llegue al cole, se va a asar con la calefacción, le dijo su madre resignada a que Mari sobreabrigara de forma habitual a sus nietos. Mari se recalentó el café que su madre no se había querido tomar. Hacía tiempo que las dos se habían olvidado de las infusiones. Jorge no se despertaba. Su sueño era a veces resistente como un tronco y otras frágil como una hoja seca. Mari se acercó al cajón donde guardaba la medicación. El corazón le dio un vuelvo al verlo vacío. De pronto, un abismo se abrió en su estómago y el corazón se le puso a mil. Necesitaba sus pastillas. ¿Cómo iba a pasar el día sin ellas? Notó que la frente se le cubría de sudor y que la respiración se le hacía ruidosa, como papel de periódico que se arruga.

A su lado, el dinosaurio parecía roer algo sin mucho interés. Mari lo miró y descubrió que se había comido todas las pastillas. Cuando acabó, eructó sin mucho disimulo y se fue a tumbarse en el sofá. A su cuerpo jurásico, las pastillas que se había tomado le harían el efecto de una gaseosa. Mari se le quedó mirando sin dar crédito a lo que había hecho. El dinosaurio le devolvió una mirada que se explicaba por sí sola. En fin, dijo Mari. Se secó el sudor, inspiró profundamente para recuperar un ritmo normal de respiración y le dijo al dinosaurio que se bajara del sofá, que le había dicho mil veces que lo deformaba con su peso.

No ha llovido mucho desde entonces, aunque hayan pasado varios años.

Mari sabe que Jorge no tiene el corazón duro como un hueso de melocotón pero no tiene claro qué peaje está pagando el chiquillo por todos los meses, sus primeros meses de vida, en que su madre estuvo deprimida y lloraba a todas horas. Se acerca para ver cómo le va con los deberes de matemáticas. No le sorprende descubrir que no está haciendo las divisiones de dos cifras. Jorge, como cada vez que tiene lápices a su alcance, está dibujando. Le da los últimos retoques a un dinosaurio infinitamente más detallado que el que ella intuyó aquella vez entre los garabatos. Al lado de Jorge, Mari ve al dinosaurio, posando para el artista, con sonrisa orgullosa y un brillo coqueto en la mirada.

(1)   La balada del café triste, Carson McCullers.

(2)  El dinosaurio comiéndose la medicación es un recurso narrativo, un truco literario. La medicación, tomarla o no, en qué dosis y cómo dejarla, es algo que debe hacerse siempre con la supervisión de una persona profesional de la salud mental.

Según recoge la base de datos clínicos de Atención Primaria (BDCAP) del Ministerio de Sanidad, 148.828 personas están diagnosticadas de depresión en la Región de Murcia. Son un 31,7% más que hace una década. Siete de cada diez pacientes son mujeres.

La Confederación de Salud Mental de España afirma que “la evidencia científica demuestra que uno de los principales factores de riesgo para desarrollar un problema de salud mental es la pobreza y la desigualdad económica”. Dicha evidencia se refierere a una encuesta elaborada por el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) que constató que las personas que se sintieron decaídas, deprimidas o sin esperanza, fueron casi el doble (32,7%) entre aquellas de “clases más desfavorecidas” que entre aquellas que se identificaron como de “clase más favorecida” (17,1 %).

Algunos estudios apuntan a que el malestar emocional de las mujeres podría estar en cierto grado medicalizado. Según la encuesta epidemiológica publicada por la Facultad de Medicina de la Universidad Autónoma de Barcelona, el consumo total de tranquilizantes, sedantes, o somníferos ha sido superior en mujeres, así como el porcentaje de nuevos consumidores. Además, las personas cuyo salario no permite cubrir las necesidades básicas del hogar parecen estar consumiendo más tranquilizantes y somníferos que las que sí pueden cubrirlas.

El Grupo de Participación de EAPN Región de Murcia visita la Asamblea Regional cada año con motivo del 17 de Octubre: Día Internacional para la Erradicación de la Pobreza. En una de esas visitas, varias personas hablaron de su situación personal delante de representantes de los Grupos Parlamentarios. Una de ellas contó cómo su médico de cabecera le había diagnosticado depresión y le había recetado varias clases de pastillas. Pero yo, lo que necesito, contó esta compañera a las diputadas y los diputados, es una casa en condiciones y un trabajo que me permita llegar a fin de mes.

Este es el tercer cuento de la serie “Mari contra la pobreza”. Mari vive en un barrio murciano, trabaja de camarera, tiene dos hijos (Jaime y Jorge) y un dinosaurio. El dinosaurio (que podría ser el mismo que sale en el cuento de Augusto Monterroso) representa la fuerza interior de Mari, la fuente de energía que le permite enfrentarse a todos los problemas cotidianos que provoca vivir en situación de pobreza. Mari representa a todas aquellas mujeres que pelean a diario contra la pobreza y queremos que sea el reconocimiento de la EAPN-RM a su valor y esfuerzo. Este cuento vuelve a contar con una ilustración original de la artista Laia Domènech.