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La gran alienación judía

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Si Grecia proporciona uno de los pilares de nuestra cultura, el mundo judío aporta otro. Entrar en el mundo griego supone perderse entre humo y espejos, deslumbrarse con múltiples mitos y ser seducido por cantos de sirena, teniendo como actitud un modelo heroico que permite atarse a un mástil (la razón, el bien, etc) y emprender una lucha gloriosa a la que sacrificar la vida, como eligió hacer Aquiles. En cambio, la entrada en el mundo judío supone estrellarse contra una dura tabla de piedra que no deja lugar al individuo. En este entorno, las personas concretas prácticamente carecen de valor, subordinadas a principios de un orden superior en los que se alienan.

En los albores de la historia, cuando Abraham salió de Ur, o como muy tarde cuando Moisés salió de Egipto, el nacimiento del pueblo judío originó la invención del nacionalismo (con un enfoque religioso, pero nacionalismo igualmente). El mundo gentil no descubrió dicho nacionalismo hasta el siglo XIX, salvo algunos esbozos previos como el caso español. Sin embargo, la idea de ser un pueblo distinto de los demás (y además con conciencia de ser elegido por Dios) acompaña a los judíos desde sus inicios.

Tenemos que considerar que éste ha sido un nacionalismo exitoso, pues ningún otro pueblo ha conservado su identidad tanto tiempo. Los amorreos, filisteos, sumerios, babilonios e incluso los romanos han ido desapareciendo mientras los judíos persistían. La brutalidad del nacionalismo, en el contexto de la Edad Antigua, llevó a que, tal como se explica en el libro de Josué, los judíos se sintiesen castigados por Dios porque cuando hicieron el genocidio de los pueblos que les precedieron en la Tierra Prometida cometieron la impiedad de dejar algunas personas vivas. En cualquier caso, la idea de nación estaba por encima de cualquier individuo y sobran mártires para atestiguarlo.

El resto del mundo 'ha comprado' la idea del nacionalismo y, por absurda que pueda resultar, continúa imperando globalmente en el siglo XXI y todas las predicciones acerca de su efimeridad han sido desmentidas por la realidad. Esta idea aliena a los individuos, pero les protege de la ansiedad al estructurar sus mentes con un esquema sencillo: a este lado de la frontera bueno, al otro lado de la frontera, malo.

La reacción de los gentiles contra los judíos, incluso cuando hemos incorporado su cultura (o precisamente por ello), ha sido en ocasiones feroz. Por poner dos ejemplos, en España, en el siglo XVI, inventamos el antisemitismo racial (el religioso ya existía al menos desde los romanos), con conceptos como la limpieza de sangre y, en el mismo siglo XX, los alemanes emprendieron un genocidio propio de los tiempos de Josué.

Siglos después de inventar el nacionalismo, el pueblo judío aportó una nueva idea revolucionaria que se extendió por todo Occidente (y más recientemente por el resto del mundo), la justicia social. Si Samuel advirtió de la opresión que entraña la monarquía, otros profetas han criticado la acumulación de riqueza por parte de unos pocos, y apoyado a una mayoría formada por pobres. No por el bien y la estabilidad del estado como pudieron hacer los romanos, sino porque entendieron que ciertos grados de desigualdad son intrínsecamente malos. Esta idea llegó al extremo en el 'es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico entre en el Reino de los Cielos'.

Tras la caída del monoteísmo (otro invento judío que colonizó Occidente), otro miembro de este pueblo, Karl Marx, recicló la idea de justicia social denunciando la opresión del capitalismo sobre la clase proletaria. En pleno siglo XIX, después de haber pasado por Rousseau, Beethoven y las revoluciones individualizadoras de la ilustración y el romanticismo, Marx promovió la 'conciencia de clase' volviendo a anular al sujeto. No hacía falta un Solzhenitsyn, para explicar el lugar que el individuo iba a tener en un sistema marxista como el soviético.

Por mucho que podamos criticar las culturas griega o judía, nos atraviesan de tal manera que resulta prácticamente imposible pensar al margen de ellas. Intentos recientes de trascender el dualismo platónico-cartesiano o de construir una moral y un sentido de la vida más allá del Dios que nos dieron los judíos atestiguan esta dificultad. Son los pilares fundamentales de nuestra civilización. Algunos sitúan a este mismo nivel a los romanos por su aportación del derecho, aunque yo le dé a este referente una importancia algo menor.

Esta casa que hemos construido con los ladrillos que nos dieron griegos y judíos nos protege de las inclemencias de la realidad, a costa de encerrarnos en una prisión y alienar a los individuos. De ella ha intentado liberarnos, soplando como el lobo feroz, el más antijudío de los judíos, Sigmund Freud, cuyo psicoanálisis amenaza con romper las cadenas que llamamos civilización, y que abordaré en el artículo de la semana que viene.

Si Grecia proporciona uno de los pilares de nuestra cultura, el mundo judío aporta otro. Entrar en el mundo griego supone perderse entre humo y espejos, deslumbrarse con múltiples mitos y ser seducido por cantos de sirena, teniendo como actitud un modelo heroico que permite atarse a un mástil (la razón, el bien, etc) y emprender una lucha gloriosa a la que sacrificar la vida, como eligió hacer Aquiles. En cambio, la entrada en el mundo judío supone estrellarse contra una dura tabla de piedra que no deja lugar al individuo. En este entorno, las personas concretas prácticamente carecen de valor, subordinadas a principios de un orden superior en los que se alienan.

En los albores de la historia, cuando Abraham salió de Ur, o como muy tarde cuando Moisés salió de Egipto, el nacimiento del pueblo judío originó la invención del nacionalismo (con un enfoque religioso, pero nacionalismo igualmente). El mundo gentil no descubrió dicho nacionalismo hasta el siglo XIX, salvo algunos esbozos previos como el caso español. Sin embargo, la idea de ser un pueblo distinto de los demás (y además con conciencia de ser elegido por Dios) acompaña a los judíos desde sus inicios.