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Es Ley

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“No estamos legislando, Señorías, para gentes remotas y extrañas. Estamos ampliando las oportunidades de felicidad para nuestros vecinos, para nuestros compañeros de trabajo, para nuestros amigos y para nuestros familiares, y a la vez estamos construyendo un país más decente, porque una sociedad decente es aquella que no humilla a sus miembros”.

Estas palabras pronunciadas desde la tribuna del congreso en 2005 por el presidente José Luis Rodríguez Zapatero supusieron el reconocimiento de los derechos básicos para millones de personas en nuestro país. Sonaban todavía las algaradas callejeras del Partido Popular y la Conferencia Episcopal, que preconizaban a gritos el fin de la familia, la descomposición de la sociedad y el apocalipsis arcoíris, en el que los cuatro jinetes cabalgarían sobre unicornios de colores. Hoy, dieciséis años después, sabemos que nada de eso ocurrió. Reconocer derechos fundamentales nunca es un retroceso, nunca menoscaba a nadie. Las familias formadas por un hombre y una mujer no han desaparecido, pero sí que se ha ampliado el número de familias existentes gracias al reconocimiento de la existencia de otros modelos de convivencia.

Hoy vemos, de nuevo, como la derecha y la extrema derecha se oponen radicalmente a una ley cuyo único efecto será facilitar la vida a miles de personas. Pero, a diferencia de lo que ocurrió hace quince años, la derecha no ha estado sola en su oposición a la ampliación de derechos. Esta vez, hemos tenido que soportar que a esas voces se sumara la de una parte del PSOE, más obsesionada con haber perdido el ministerio de Igualdad y la iniciativa en este área que realmente preocupada por la ley. Dicho de otro modo: Carmen Calvo no hubiese tenido nada que objetar al texto de la ley si hubiese salido de su ministerio. No lo hizo cuando el PSOE presentó una propuesta muy similar en 2017, ni cuando regulaciones en el mismo sentido han sido aprobadas con el apoyo de su partido en numerosas comunidades autónomas. O eso creíamos, porque la señora se ha despachado a gusto en los medios de comunicación hasta llegar a asegurar que reconocer los derechos de las personas trans pone en peligro los derechos de las personas que no lo son, o que la orientación sexual y la identidad de género se eligen. En cualquier caso, sea por puro cálculo político o por convicción, la vicepresidenta del Gobierno de España y presidenta del PSOE ha dilapidado en pocos meses todo el crédito logrado por su partido hace 15 años. No se puede vivir toda la eternidad diciendo “yo aprobé el matrimonio igualitario”, cuando ya hay una generación entera en las calles reclamando derechos y que ve cómo el principal escollo para su aprobación ha sido el PSOE.

Los derechos nunca van en contra de nadie. La ley de igualdad no atenta contra los hombres. La ley del matrimonio igualitario no resta ni un derecho a las parejas heterosexuales. La ley trans tampoco va a afectarnos en absoluto a las personas cisgénero (es decir, que nos sentimos identificadas con el género asignado al nacer).

No quiero hacer reducción al absurdo con las supuestas “amenazas” que las amigas de Hazte Oír creen ver en esta ley, pero es que el asunto de los baños ha sido en el que quizás más hayan insistido en redes sociales. Para que un hombre entre a un aseo público a violar a una mujer, no necesita ni hacerse pasar por una mujer trans, ni ley alguna. Entra y viola, como ha ocurrido desgraciadamente en miles de ocasiones. Ahora bien, ¿qué es más probable, que un hombre se haga pasar por una mujer trans para violar a alguien, o que una mujer trans sea violada en un aseo masculino? Por no hablar de lo que ocurre en las cárceles. Todos sabemos qué es lo que pasa a una mujer trans si la encierran en una prisión de hombres. Y todos entendemos que le ocurre precisamente por ser mujer, independientemente de que sea cis o trans. Por eso me resulta incomprensible que haya quien, diciéndose feminista, ataque, criminalice e incluso niegue la existencia y los mínimos derechos humanos a las mujeres trans. La ley también afecta, por supuesto, a los hombres trans, aunque parece que han quedado fuera del debate y de los ataques más furibundos.

¿Qué efectos tiene entonces esta ley? Creo que cualquiera podríamos empatizar con la sensación que debe sentirse, por ejemplo, al estar en una sala de espera del médico y que nos llamen por un nombre que no sólo el nuestro, sino que además se corresponde con otro género. O tener que aclarar cada inicio de curso a cada profesor que la persona que aparece en la lista de clase no existe, y que te debe llamar de otra manera, si es que te concede tal deferencia. O al entregar cualquier instancia oficial y tener que jurar que sí, que ese es tu DNI y que no estás suplantando a nadie. Esa exposición constante dificulta enormemente la vida a muchas personas que no pueden ni presentar un currículum y que se ven, históricamente, condenadas a la exclusión. No se trata de un deseo o de un capricho, ni por supuesto de una enfermedad, por lo que no es de recibo exigir diagnóstico alguno. Si a las personas cis nadie nos cuestiona, ¿por qué íbamos a hacerlo con quienes viven una realidad mucho más compleja? El efecto más claro de esta ley es, por tanto, que reconoce la dignidad de miles de personas, su existencia y su validez en pie de igualdad con el resto.

Pero la ley trans no es una ley de Unidas Podemos. Y, por mucho que Irene Montero haya trabajado y haya dado la batalla en cada reunión del consejo de Ministros y Ministras para su aprobación, no ha sido sólo esa labor la que ha hecho que hoy salga adelante esta ley. No. Ha sido la calle, otra vez, la que ha empujado los cambios. La respuesta unánime de las asociaciones y colectivos y la posibilidad de que por primera vez el PSOE quedase expulsado de las manifestaciones del orgullo LGTBI han hecho que Carmen Calvo pierda la batalla. A última hora, in extremis, pero la promesa que Irene Montero lleva dos años manteniendo, ayer se hizo realidad: La ley Trans ES LEY. Y hoy somos una sociedad mejor, más justa, más respetuosa y más decente porque una sociedad decente, como bien dijo alguien a quien Carmen Calvo debiera escuchar, es aquella que no humilla a sus miembros.

“No estamos legislando, Señorías, para gentes remotas y extrañas. Estamos ampliando las oportunidades de felicidad para nuestros vecinos, para nuestros compañeros de trabajo, para nuestros amigos y para nuestros familiares, y a la vez estamos construyendo un país más decente, porque una sociedad decente es aquella que no humilla a sus miembros”.

Estas palabras pronunciadas desde la tribuna del congreso en 2005 por el presidente José Luis Rodríguez Zapatero supusieron el reconocimiento de los derechos básicos para millones de personas en nuestro país. Sonaban todavía las algaradas callejeras del Partido Popular y la Conferencia Episcopal, que preconizaban a gritos el fin de la familia, la descomposición de la sociedad y el apocalipsis arcoíris, en el que los cuatro jinetes cabalgarían sobre unicornios de colores. Hoy, dieciséis años después, sabemos que nada de eso ocurrió. Reconocer derechos fundamentales nunca es un retroceso, nunca menoscaba a nadie. Las familias formadas por un hombre y una mujer no han desaparecido, pero sí que se ha ampliado el número de familias existentes gracias al reconocimiento de la existencia de otros modelos de convivencia.