La libertad de conciencia es un derecho básico de los sistemas democráticos. El resto de derechos fundamentales de la persona se sustentan en él. La conciencia libre de cada persona es uno de los principios básicos del laicismo. Cada persona ha de ser y sentirse libre para practicar una religión, o mantener una opinión o actitud religiosa disidente o sustentar una convicción de indiferencia o agnóstica o pronunciarse como ateo… o cualquier otra convicción o actitud ideológica.
Flagrante contradicción sufre nuestra Constitución (esencialmente los artículos 16 y 27), que se utilizan como coartada para que los poderes públicos hagan una lectura confesional del mismo. Apoyándose, además, en el vigente Concordato (1953), en los Acuerdos con la Santa Sede de 1979 y en la Ley Orgánica de Libertad Religiosa de 1980, anulando cualquier consideración positiva de la libertad de conciencia, convirtiendo al Estado español, de facto, en brazo secular de un 'poder espiritual' (ley de Dios, frente a derechos civiles comunes a todos) que hipoteca nuestros derechos fundamentales y que escapa a todo control democrático.
En España hay libertad religiosa, pero no igualdad de las religiones ante la ley. Hoy, tras cuarenta años de democracia, sigue habiendo una religión, la católica, que goza de todo tipo de privilegios. Fue en 2010, en el último Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, cuando se tuvo elaborado un anteproyecto de ley de Libertad de Conciencia que no llegó a ver la luz. Ahora, cuando la realidad socio-religiosa en España no tiene nada que ver con la que se vivía en el tardofranquismo (una única religión, la católica, y nada de ateísmo), sobran las razones que postulan a que ahora más que nunca saliera adelante. Pero ¿hacia dónde? En mi opinión, debería apostar por avanzar definitivamente hacia el Estado laico.
Funerales de Estado, retrasmisión de misas en medios públicos de comunicación, presencia de cargos públicos en manifestaciones o actos religiosos, utilización de símbolos religiosos en actos oficiales, la religión en la escuela pública… Resulta difícil argumentar que, hoy, España camina hacia un Estado laico. Por ello, hoy más que nunca se hace necesario promover una ley que incluyera una referencia al principio de la laicidad y cómo aplicarla en conducta a la práctica diaria.
Elaborar una ley de libertad de conciencia y de laicidad, que sustituya a la momia jurídica de la Ley de Libertad Religiosa de 1980, y que responda a los cambios producidos en España en el terreno de las creencias religiosas, y también de la increencia, es fundamental. Una norma que termine con la confesión católica de los funerales de Estado, los juramentos y promesas de los cargos públicos, que impida a autoridades o cargos públicos participar en actos religiosos, que elimine la enseñanza confesional de la religión, suprima la financiación estatal a las religiones y exija que éstas se autofinancien.
Una sociedad democráticamente avanzada no teme a las voces discrepantes, sino que las integra. Es consciente de que la libertad de conciencia es un pilar básico de su estructura que contribuye a crear un clima más adecuado de convivencia social. En definitiva, no hay democracia plena sin un Estado laico, porque no hay libertad política sin libertad de conciencia.
La libertad de conciencia es un derecho básico de los sistemas democráticos. El resto de derechos fundamentales de la persona se sustentan en él. La conciencia libre de cada persona es uno de los principios básicos del laicismo. Cada persona ha de ser y sentirse libre para practicar una religión, o mantener una opinión o actitud religiosa disidente o sustentar una convicción de indiferencia o agnóstica o pronunciarse como ateo… o cualquier otra convicción o actitud ideológica.
Flagrante contradicción sufre nuestra Constitución (esencialmente los artículos 16 y 27), que se utilizan como coartada para que los poderes públicos hagan una lectura confesional del mismo. Apoyándose, además, en el vigente Concordato (1953), en los Acuerdos con la Santa Sede de 1979 y en la Ley Orgánica de Libertad Religiosa de 1980, anulando cualquier consideración positiva de la libertad de conciencia, convirtiendo al Estado español, de facto, en brazo secular de un 'poder espiritual' (ley de Dios, frente a derechos civiles comunes a todos) que hipoteca nuestros derechos fundamentales y que escapa a todo control democrático.