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La obsesión por ser políticamente incorrecto
Conozco pocos articulistas como Juan Soto Ivars que quieran ser el muerto en el entierro, la novia en la boda y el bebé en el bautizo
El periodismo español padece de un mal: confunde al novelista con un intelectual y coloca en primer lugar el prestigio literario que el rigor académico
No se puede tratar de igual forma a quien se encuentra en una situación de riesgo social respecto de quien goza de todos los beneficios del Estado de derecho
¿Soy el único que piensa que, pese a que las columnas de opinión hayan recobrado un inusitado interés, son cada vez más los periodistas que aportan información que cualquier ciudadano de a pie podría añadir?
Pensaba en esto mientras leía las columnas de Soto Ivars sobre el caso de ‘La Manada’. Conozco pocos articulistas como el murciano que quieran ser el muerto en el entierro, la novia en la boda y el bebé en el bautizo. Siempre que escribe, lejos de rebatir una idea e ir directamente a la cuestión central del asunto, se dedica a hacer caricaturas de sus enemigos o discrepantes, deformándolos hasta el extremo, intentando conseguir que las opiniones de sus contrincantes sean objeto de mofa.
Cultiva la opinión como una forma de desprecio al diferente o al ignorante, perpetuando una larga tradición de columnistas —de izquierdas y de derechas— destinadas a iluminar al lector en vez de ofrecer puntos de vista que enriquezcan un debate sobre alguna cuestión controversial.
A las pocas horas de saberse la sentencia que condenaba a los integrantes de ‘La Manada’ a nueve años de cárcel por un delito continuado de abuso sexual, el periodista y escritor murciano se apresuró a escribir una columna en la que no tenía nada que aportar salvo su cabreo con la resolución judicial. En un momento dado de su artículo dice lo siguiente: “¿Eso no es una violación? Es decir: ¿el Código Penal permite que tres jueces interpreten que ESA ESCENA no es una violación?”. Ignora que el Derecho Procesal Penal español rige en la actividad probatoria, la libre valoración de la prueba por parte del órgano judicial. No es que se haya molestado en informarse, es que ni le hacía falta.
Y esto es interesante en un columnista perito en aforismos como “si intentas enseñar a pensar a un burro, pierdes el tiempo y cabreas al burro”. Entiendo que muchos no podemos llegar a su nivel, pero si considera que la masa está adocenada, él se está comportando como uno de esos “pajilleros de la indignación” a los que denuncia cuando quiere sentenciar cualquier tipo de debate sobre las redes sociales.
Como era de esperar, tuvo que recular y admitir que había opinado de forma precipitada, porque, claro, ¿para qué leerse la sentencia y esperar a formarse un juicio sobre un tema tan complejo y técnico cuando se puede buscar el aplauso fácil? Luego, cuando es criticado, lo achaca a las hordas de detractores que buscan adquirir notoriedad a su costa. Como si fuera Thomas Mann.
El arte de no dar tu opinión
El arte de no dar tu opiniónXandru Fernández, en un artículo publicado en CTXT en referencia al lanzamiento de Arden las redes, el libro con el que Soto Ivars denunció la censura en las redes sociales, acierta diciendo lo siguiente: “En la masa, la exageración de un sentimiento está fortalecida por el hecho de que, al propagarse muy rápidamente por sugestión y contagio, la aprobación de la que es objeto acrecienta su fuerza de modo considerable” (Psicología de las masas). Irracionalidad, tendencia a la exageración, simpleza, búsqueda de la aprobación del grupo: los batallones líquidos de Soto Ivars se comportan igual que las masas proletarias estigmatizadas por Le Bon, Taine y otros nostálgicos del Antiguo Régimen“.
Y está ahí el quid de la cuestión: la confusión que para Soto Ivars —y que se hace extensible para otros columnistas como Jorge Bustos o Arcadi Espada— suscita la incorrección política. Parecen ignorar que ésta siempre tuvo como objetivo atacar el orden establecido y los verdaderos centros de poder —el Estado, la Iglesia o la Banca; a fin de cuentas—y no lo que lo que estos paladines del costumbrismo español creen que son el eje del sistema, como es el caso del feminismo, la libertad sexual de la mujer, el “lobby gay” o cualquier tema que pueda cuestionar su statu quo.
A mí en la carrera de Derecho me enseñaron a que no podía tratar de forma idéntica a dos sujetos que se encontraban en situaciones distintas: toda discriminación vulnera el principio de igualdad, pero no toda desigualdad es discriminatoria. Esto se concreta en que no se puede tratar de igual forma a quien se encuentra en una situación de riesgo social respecto de quien goza de todos los beneficios del Estado de derecho. Y eso parece que lo ignoran ciertos columnistas.
Estos periodistas también odian a los postmodernos cuando ellos mismos son postmodernos: desprecian al diferente e ironizan sobre aquél para mostrar su desdén por la sociedad que no sigue sus dictámenes, negando además los hechos que no se adecuan a su ideario. Un ejemplo: las feministas y sus derechos. Consideran que el feminismo ha llegado a tal extremo que ya no se puede decir nada.
Es cierto que hay algunas autoras que no son un dechado de virtudes precisamente —Barbijaputa o Anita Botwin carecen de línea argumental, a mi juicio—, pero lo que no se puede negar es que el feminismo sólo tiene mayoría en las redes sociales y en ciertos medios de comunicación. Facebook o Twitter son construcciones artificiales que no sirven para calibrar la influencia real de un determinado movimiento o ideología. La Red podría ser actualmente lo que la encuesta era para Pierre Bourdieu: una forma de construir la realidad, pero no la realidad misma.
La cuestión es que aún no hay una presencia feminista fuerte en la política, en el mundo de la empresa, en la banca o la universidad. Pero para ellos los derechos de la mujer representan la insoportable levedad del políticamente incorrecto que busca su Ítaca particular. Soto Ivars dice que “las mujeres no son mejores que los hombres” y que él no se considera machista: todo mientras Andrea, su pareja, le hace una tortilla de patatas, como nos cuenta en esta columna. Es una de las virtudes de estos columnistas que se mantiene en una plácida equidistancia: rara vez ellos son lo que denuncian, mientras que los demás sí tienen esos rasgos que ellos mismos reprueban.
Los novelistas como columnistas de opinión
Los novelistas como columnistas de opiniónComo bien subraya Ignacio Sánchez-Cuenca en La desfachatez intelectual, gran parte de estos columnistas carecen de un conocimiento especializado sobre los diversos temas a tratar. Suelen tener opiniones romas acerca de problemas como la violencia de género, la crisis o la educación. Y sus columnas, repletas de frases hechas, imperativos y exabruptos. Por ejemplo: Para Félix de Azúa, “Ada Colau debería estar sirviendo en un puesto de pescado”. No cuestiona su mandato: sólo la insulta. Para Javier Marías, la violencia de género no deja de ser una historia particular de cada pareja. Pero obvia el madrileño que el aislamiento social de la víctima es mayor cuando vive con su pareja, alejándola de sus amigos y familiares.
El periodismo español padece de un mal: confunde al novelista con un intelectual y coloca en primer lugar el prestigio literario que el rigor académico. A diferencia del periodismo británico o norteamericano, en el que las cuestiones de interés público se encomiendan a expertos en la materia, aquí son los escritores españoles quienes hacen de faro. Pocas veces van a leer ustedes a Paul Auster o a Martin Amis hacer un análisis sobre la guerra por el agua en el Cuerno de África. Las redacciones del New York Times y el Washington Post tienen a sus propios analistas. En España los hay; pero se ven obligados a vivir en la precariedad laboral, mendacidad profesional arribismo y endogamia de las redacciones y universidades.
Ese tono arrogante por parte de muchos columnistas se ha extrapolado a nosotros, los ciudadanos: cada opinión en España se ha convertido en una sentencia y no en una apreciación subjetiva. La implacable autoridad de la que todos hacemos gala en las redes sociales ha empobrecido enormemente el ecosistema democrático, echando la culpa, además, a los medios de esto. Pero la información que consumimos es lo que nos gusta: la del impacto por encima del racionalismo y la frivolidad estética por delante del argumento. La opinión actualmente camina de la mano del narcisismo; se retroalimenta de nuestro adanismo. Agrupa las similitudes de las personas y los círculos se contraen dando lugar a pequeñas tribus que quieren distanciarse del común de los mortales.
Esas identidades individuales de las que hablaba Karl Popper están siendo fagocitadas por un discurso colectivo cada vez menos benigno con quien pretende reclamar su propia autonomía. El totalitarismo cibernético ha encontrado su apoyo en la falta de responsabilidad ética por parte de algunos escritores que parecen no entender que una de las reglas del debate y de la opinión es la argumentación y no la afirmación.
Muchos columnistas han recogido muchas de nuestras bravatas, pero pocos se han molestado en ofrecer información razonada y en un país en el que es más necesario que nunca que el rigor intelectual esté al servicio de la ciudadanía. Así que, ¿para qué necesitamos columnas de opinión si éstas contienen razonamientos que pueden ser llevadas a cabo por cualquier ciudadano de a pie?
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