Estuvimos en el Parque al caer el sol, con la camiseta pegada al cuerpo porque la temperatura no se apiada de quien curra y sale tarde, ni de quien va por sus niños y además hace la compra y de paso se toma unas “brisas” deprisa en un barecito. Estuvimos descansando cerca del Parque de Floridablanca esperando que se nos secara la frente, con los móviles apagados, con los bolsos colgando del hombro, repasando la lista de cosas pendientes; hay que llamar a un electricista, apuntó alguien. Entonces Eva lo dijo: “Cada mañana miro las garzas, me tranquilizan”.
Y miraba hacia arriba, a la copa de una de las grandes tapuarias del Jardín de Floridablanca, nuestro bosque urbano y romántico. Miramos también y distinguimos 3 formas obscuras que se movían en las ramas altas. Cuellos torcidos, grises y algo indefinido. Estaban muy arriba. Parecían pesar sobre el árbol. Ya no había sol, solo un poco de luz nublada venía a revelarnos al gran pájaro del río.
Pero se movieron, abrieron las alas y eran azules. Parecían atender a las aguas cercanas y no sentir la ciudad. Nosotras, las cansadas, las que acaban la jornada de trabajo en una terraza de plástico tomando un granizao (y eso es el único lujo del mes), no sabíamos que hay garzas reales en el centro urbano de Murcia. En el barrio de El Carmen, en el olvidado sector de las gentes que necesitan levantarse a las seis de la mañana, o antes, para poder comer y nadie les dijo que el Estado se creó para que haya igualdad y nadie pase calamidades. Nadie nos dijo. Tampoco nadie nos dijo lo de las garzas.
Nos despedimos los compañeros y compañeras, y cada cual enfiló hacia su casa. Dejamos atrás el Jardín de Floridablanca, ese bosque mínimo que construyó la Ilustración para nuestra ciudad, aquel tiempo en que todo el mundo, reunido en asamblea (parlamento) quiso tener no solo lo necesario, sino que se le diera la Naturaleza y el Conocimiento por añadidura.
Tomamos la Plaza Camachos: la cuesta pronunciada que conecta con el Puente de los Peligros. Ay, y qué bonito era, Pepe, el tramo que sube desde el corazón del bosque hasta el Puente. Qué bonita la plaza, con su hotelito menor, sus tienditas de rebajas, loterías y zapatos. La clepsidra señalaba la hora, la calle era muy estrecha, los niños se recogían ya de la mano a sus padres. las madres jóvenes suspiraban delante de un escaparate, los camareros cerraban las persianas del barrio que desayuna a las seis de la mañana. Llegamos al río y continuamos por el medio despacio, porque las aguas verdosas tenían una cualidad veneciana y desasosegante: territorio de caza del gran pájaro, gatos ferales, retamas, algo de frescor, algo que vigilar, mejoras posibles.
Y llegamos a lo alto de la cuesta, porque el Puente de los Peligros tiene como esa joroba que lo hace tan particular. Vimos las grietas que declaran su antigüedad de tres siglos y la necesidad de su rehabilitación. Su cansancio también. Las piedras barrocas que ya no aguantan el peso ni la contaminación. Delante de nosotras la ciudad imaginada por los liberales del Dieciocho y el Diecinueve se desplegaba tal y como la Ilustración la imaginara: Hotel Victoria, Glorieta, Malecón y Plano de San Francisco, monumentos barrocos y neoclásicos se ofrecían a componer la Murcia amplia, monumental de los grandes ministros, Floridablanca y Carlos III, la mejor parte de la Historia de España. Y solo puede verse así desde el Puente de los Peligros, Pepe.
Ojalá veas al gran pájaro cazando allí, por la parte del Puente. Ojalá te pares un día cuando estés muy cansado por llevar todo el día trajinando y te digas: “Qué bien se respira sin coches en el Puente”. Ojalá que lo veas, Pepe, alcalde. Y luego arregla El Malecón, c***. Que se nos cae la gran Murcia de los liberales. Esos que citas en los discursos.
Estuvimos en el Parque al caer el sol, con la camiseta pegada al cuerpo porque la temperatura no se apiada de quien curra y sale tarde, ni de quien va por sus niños y además hace la compra y de paso se toma unas “brisas” deprisa en un barecito. Estuvimos descansando cerca del Parque de Floridablanca esperando que se nos secara la frente, con los móviles apagados, con los bolsos colgando del hombro, repasando la lista de cosas pendientes; hay que llamar a un electricista, apuntó alguien. Entonces Eva lo dijo: “Cada mañana miro las garzas, me tranquilizan”.
Y miraba hacia arriba, a la copa de una de las grandes tapuarias del Jardín de Floridablanca, nuestro bosque urbano y romántico. Miramos también y distinguimos 3 formas obscuras que se movían en las ramas altas. Cuellos torcidos, grises y algo indefinido. Estaban muy arriba. Parecían pesar sobre el árbol. Ya no había sol, solo un poco de luz nublada venía a revelarnos al gran pájaro del río.