De un tiempo a esta parte han proliferado unos establecimientos de consumo cuyo producto estrella son los llamados pollofres. Son unos dulces realizados con masa de gofre y la forma de un pene erecto, aunque sus promotores se refieren a este último mediante un sinónimo más procaz. A la entrada de estos locales se pueden apreciar colas de hombres y mujeres, de niños y niñas, dispuestos a “comerse una po**a”.
De entrada, desde un punto de vista estético, me parece repugnante, aunque tal vez esto se deba a una cuestión personal debida a una formación estética “demasiado conservadora”.
Cuando me paro a revisar esta apreciación espontánea, recuerdo la expresión de inspiración platónica “la estética debe estar al servicio de la ética”, es decir, la apreciación de algo como bello es educable por la costumbre, y debe ser moldeada de manera que lo que agrade estéticamente sea algo que podamos considerar como bueno. Así, la primera impresión sensorial nos puede guiar hacia valores constructivos socialmente.
Nuestra sociedad consumista, en la que todo es considerado objeto de goce y de consumo, parece entender que los órganos genitales (o su representación) desvinculados de un sujeto que los porte y de una relación interpersonal, son susceptibles de un consumo masivo sin que esto afecte ni al desarrollo ni a la dignidad de las personas. Sin embargo, hay otras perspectivas que se oponen a esta visión.
Sigmund Freud, a quien difícilmente podríamos calificar de mojigato en materias sexuales, consideró que uno de los pilares de la civilización es la restricción de la sexualidad a unas formas socialmente aceptables. La manifestación del sexo en sus formas más crudas, sin regulación, conduce al uso del otro como objeto y, en último término a la violencia. En cambio, la limitación de la satisfacción de los apetitos, el dominio de uno mismo, favorece una canalización de los impulsos naturales hacia formas de satisfacción más controladas, lo que permite un encuentro sexual en el que se tenga en cuenta al otro en cuanto a sujeto.
Asistimos al florecimiento de formas de violencia sexual en nuestra sociedad. Vemos manadas que violan en grupo y cosificamos el cuerpo del otro, sometiéndolo a cánones de imagen cuya consecución llega a implicar la cirugía y a socavar la salud mental. Reducimos la sexualidad a una maniobra de explotación en la que se niega la subjetividad del otro para utilizarlo como un objeto de satisfacción. Esto se ha relacionado con el consumo masivo de pornografía desde edades tempranas, con la desvinculación entre el placer genital y la relación interpersonal, y con la pérdida de un contexto afectivo en el encuentro sexual.
Cuando la cosificación rige la sexualidad, la violencia recae frecuentemente sobre el tradicionalmente considerado sexo débil. Urge la redignificación del partenaire sexual, su reconstitución como sujeto más allá del disfrute que puedan proporcionar las partes de su cuerpo.
Creo que no soy sospechoso de comulgar acríticamente con las tesis feministas, pero el culto al falo que observo en las colas de los pollofres me parece denigrante para la mujer. También me lo parece para el hombre, que es reducido a un fragmento corporal, cosificado en un protosímbolo que le sustituye en cuanto a ser, desechado en su complejidad de sujeto para dejar tan solo su dimensión sexual y, dentro de ésta, únicamente la representación de un órgano.
En España, como en tantos otros países, está prohibida la exposición de menores a pornografía. Se entiende que la movilización de la función sexual requiere una maduración previa, tanto corporal como emocional. De lo contrario, el sujeto se ve sacudido por unas fuerzas internas que no puede procesar y la constitución del psiquismo se resquebraja, con graves consecuencias para la salud mental. Como psiquiatra veo en mi consulta trastornos mentales graves derivados de una exposición precoz a la sexualidad adulta, pero incluso fuera del espacio clínico, en la sociedad en general, podemos apreciar la distorsión relacional que desencadena el acceso masivo a pornografía por internet.
El intento de proteger a los niños del daño provocado por la sexualidad adulta lleva a restringir su acceso a imágenes corporales, de manera indiscriminada y puritana, sin distinguir entre pornografía y erotismo, disquisición ésta de la que me ocuparé en otro artículo. El resultado parece ser que a un niño no se le permite ver la imagen de un pezón, pero sí meterse en la boca la forma de un pene erecto, lo que resulta incongruente y hace saltar las alarmas de la estética.
Creo que en el caso de los 'pollofres' la estética tradicional nos sirve como indicador de una anomalía en el manejo social de la sexualidad, y que podemos aprovechar esto para repensar qué entendemos como relaciones sexuales adecuadas para dignificar a los seres humanos, para disfrutar de nuestros cuerpos y para establecer encuentros significativos con otras personas.
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