Así empieza la última y mejor parte de cualquier clase o ponencia universitaria: cualquier docente espera –muy nervioso, si es novato– encontrar al final de su exposición estudiantes con inquietudes y ganas de preguntar. Es en el debate donde sale lo mejor de la vida académica: el personal universitario es muy proclive al cuestionamiento y la discusión. Con la futura Ley Orgánica del Sistema Universitario (LOSU) de Manuel Castells no podía ser menos y el jolgorio ya está montado: la Ley Castells ha desplazado al COVID en los campus.
El creciente mosqueo y también miedo a la Ley Castells en los campus vuelve a evidenciar que hay dos ideas de universidad muy distintas, y cada vez más distantes: la que manejan políticos y gestores ministeriales, con el apoyo de algunos medios de comunicación y empresarios (¿qué intereses tendrán?), y la de quienes padecemos en aulas y laboratorios la larga carrera académica, en permanente cambio de reglas. Mientras que estudiantes, sindicatos y rectores reclaman presupuestos dignos y soluciones a la precariedad, el ministerio constituido para eso se descuelga con un proyecto de ley unilateral, con un fondo y unas formas que agravan el malestar de una comunidad universitaria muy tocada, maltratada y precarizada durante más de una década. La desconfianza está muy arraigada en los campus y la comunidad universitaria anda revuelta y con muchas preguntas. Un profesor ministro sabe que cuestionar es algo muy académico y podrá entender e incluso perdonar que le hagamos preguntas, que, aunque parezcan impertinentes, a los que enseñamos e investigamos nos resultan pertinentes:
Las primeras son sobre la propia naturaleza y gobernanza de la universidad: si el ministro cree en la educación superior como un derecho y un servicio público, ¿por qué no aparece eso reflejado en su LOSU? Si además cree que debe ser gratuita, aunque no se pueda implementar a corto plazo (lo ha dicho públicamente), ¿por qué no lo articula debidamente, aunque sea una mera desiderata, a futuro? ¿Qué va a hacer con la duplicidad de títulos y cómo articulará la convivencia entre centros públicos y privados en la implantación de enseñanzas? ¿Cuáles son los problemas de la actual gobernanza? ¿En qué mejora la universidad pública la desaparición del sistema democrático y participativo actual en la elección de cargos? ¿Cómo se puede fomentar la participación estudiantil universitaria si se disminuye el número de sus representantes en los órganos colegiados? ¿Quiénes y cómo designarán al grupo de expertos encargado de elegir rector o rectora? ¿Sobre quién recaerá el nombramiento del cupo de externos de ese grupo? ¿Podrán los grupos políticos de los parlamentos autonómicos condicionar la elección rectoral a través de ellos? Y unido a eso, con relación a los requisitos para el rectorado, ¿se va a poner la cosa más dura para llegar a cátedra? Porque la pregunta no es quién, sino ¿cómo es posible que una persona titular de universidad no alcance la cátedra en nuestro país a pesar de tener una carrera con tres sexenios de investigación, tres quinquenios docentes y experiencia en gestión? (En muchas áreas de conocimiento, no hace mucho, bastaba un sexenio y una tesis dirigida para optar a cátedra… cualquiera podría pensar que hoy el número de plazas de cátedra está supeditado al presupuesto de universidades).
Con relación a la carrera, la igualdad de oportunidades y la precariedad, ¿cuánto años se puede llegar a alargar realmente la carrera académica hasta la estabilización laboral? ¿Hay presupuestos y solución de continuidad para el profesorado asociado que actualmente mantiene abiertas aulas y laboratorios? ¿Cómo se asegurará y velará por políticas de conciliación e igualdad efectiva? ¿Cómo garantizar que todo el mundo tenga posibilidad de conciliar y costear los 9 meses obligatorios de estancia para estabilizar su carrera académica? ¿Habrá por fin transparencia en la acreditación y evaluación curricular? ¿Qué requisitos y cupos hay para el nombramiento de profesores visitantes y distinguidos? ¿De veras cree que un registro salarial, adicional al de los portales de transparencia, puede armonizar las retribuciones que ya pueden diferir entre funcionarios, en algunos casos, en más de 20 mil euros anuales, en función de la CCAA? ¿Cómo puede fomentar esta ley la movilidad laboral universitaria si no establece un marco común, si cada comunidad autónoma tendrá un convenio colectivo con una carrera académica distinta, con un marco laboral distinto, con agencias de acreditación diferentes y normativas de selección propias? ¿No agravará esto “la endogamia”? ¿Surgirán “universidades gueto” en regiones menos pudientes o con menos interés presupuestario en la universidad pública?
Nunca ha sentado bien en los campus que se impongan condiciones sin negociación (a la que laboralmente, además, tenemos derecho), y menos aún se entiende que, desde un ministerio que dirige un profesor universitario, se deje a los representantes universitarios fuera del debate sobre las condiciones laborales y el futuro de la universidad.
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