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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

El relato del feminismo está incompleto

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Hace unos días salía de casa absorta en mis pensamientos matutinos sobre los cenutrios del Colegio Mayor Elias Ahuja y sus cánticos de caza contra el Santa Mónica.  Más allá del revuelo mediático (ya en el 2000 La Marea hizo publica una carta de Pablo Casado donde se hablaba de esto y dejaba claro el clasismo del centro) mi cabeza giraba alrededor del porqué de la existencia de estos dos colegios mayores, privados y segregados bajo las etiquetas de femenino y masculino. Me alegraba en cierta manera que esa novatada, tan 'old school', hubiera envejecido mal (hace 20 años esto no habría sido noticia) y ahora se viera por buena parte de la sociedad como algo patriarcal y asociado a una impunidad que ofrece el ser de clase alta.

Iba yo pensando en porqué nos seguimos asombrando de que las elites sean casposas mientras bajaba a la estación de metro. Era un día lluvioso y hacía algo de fresco, lo que se dice un día muy otoñal, por lo que no me pasó desapercibida una chica bajita, con el pelo afro, vestida con vaqueros ajustados y un diminuto top que entró antes que yo. Sonreí recordando los días en los que a mí también se me había juntado el día con la noche anterior.

Al que no vi entrar fue al chico que, momentos más tarde, le susurraba cosas al oído dentro del metro.

Él llevaba unas chanclas de plástico de piscina, unos pantalones de básquet ajados y una gorra roída. Ambos estaban junto al espejo del inicio de la vía y llamaban la atención por su inusual look veraniego y el hecho de que ninguno llevaba mascarilla. Se desprendía cierta tensión, se podría decir que sexual.

“¿Cómo? Igual a la vía te vas tú”, fue lo primero que se oyó sobre el habitual barullo que supone coger el transporte público a primera hora. Algunas personas se giraron, otras cuchichearon y yo me acerqué un poco más a ellos. Ella tenía una actitud desafiante, como fuego en la mirada y se tambaleaba como todos hacemos cuando llevamos toda la noche de fiesta.

Ella estaba de cara al resto y a él no lo podíamos ver, así que me volví a mover discretamente para usar el espejo y que ella me viera. No quería decir nada ni interceder, simplemente quería que ella supiera que me había enterado de su subida de tono. Realmente no parecía que necesitase ayuda, pero nunca está de más.

A él no se le oía porque se acercaba mucho a ella, pero ella le hacía gestos con la mano señalando la vía con cara seria “¿Te ha quedado claro?”, le espetaba con el mismo tono de voz más alto. “¿Somos amigos o no somos amigos?” le preguntaba mientras extendía la mano y aprovechaba para alejarlo.

Tenía bastante controlada la situación, pero íbamos cruzando miradas y sonreía. No era descabellado pensar que se conocían, pero tampoco lo era pensar que se acababan de encontrar. En cualquier caso, eso no cambiaba mucho la situación. No sabía muy bien cómo actuar: no quería ser paternalista, pero quería hacerle saber que estaba ahí si la situación iba a más y me necesitaba. Cuando llegó el convoy subimos al mismo vagón por diferentes puertas. A la siguiente parada el chaval se bajó y ella se quedó con su melopea dos paradas más. Cuando bajó se movía en zig zag.

Dos paradas más tarde en mi cabeza se mezclaban las diferencias entre ambas historias. No podía parar de pensar en cómo el foco en los medios está en defender a mujeres como si fuéramos un grupo homogéneo (blancas, de clase media, sin discapacidad, ni adicciones e infantilizadas) y cómo mientras el relato del feminismo se construya solo desde un punto de vista teórico académico, va a estar incompleto.

Hace unos días salía de casa absorta en mis pensamientos matutinos sobre los cenutrios del Colegio Mayor Elias Ahuja y sus cánticos de caza contra el Santa Mónica.  Más allá del revuelo mediático (ya en el 2000 La Marea hizo publica una carta de Pablo Casado donde se hablaba de esto y dejaba claro el clasismo del centro) mi cabeza giraba alrededor del porqué de la existencia de estos dos colegios mayores, privados y segregados bajo las etiquetas de femenino y masculino. Me alegraba en cierta manera que esa novatada, tan 'old school', hubiera envejecido mal (hace 20 años esto no habría sido noticia) y ahora se viera por buena parte de la sociedad como algo patriarcal y asociado a una impunidad que ofrece el ser de clase alta.

Iba yo pensando en porqué nos seguimos asombrando de que las elites sean casposas mientras bajaba a la estación de metro. Era un día lluvioso y hacía algo de fresco, lo que se dice un día muy otoñal, por lo que no me pasó desapercibida una chica bajita, con el pelo afro, vestida con vaqueros ajustados y un diminuto top que entró antes que yo. Sonreí recordando los días en los que a mí también se me había juntado el día con la noche anterior.