Si en realidad viviéramos en eso que muchos denominan Estado del Bienestar, palabras con las que a algunos políticos se les suele llenar la boca muy a menudo, habría un par de cosas con las que nadie transigiría. Y menos, si con ellas se tratara de hacer negocio: la sanidad y la educación. La salud de los ciudadanos es la piedra de toque de todo país que se precie. En España, afortunadamente, contamos con una sistema público ejemplar, donde los recortes económicos siempre los intentan suplir, a diario, con su contrastada profesionalidad, los trabajadores sanitarios (médicos, enfermeras, celadores…). Es esta una parcela donde, como en la enseñanza, debieran estar perfectamente delimitadas hasta dónde llegan las competencias públicas y las privadas.
Medicarse no es un pasatiempo, y menos aún para aquellos con bajo poder adquisitivo. Los fármacos nunca tendrían que ser prohibitivos ni tampoco los tratamientos, aunque en eso sí podamos sacar pecho con el papel que desempeña en numerosas ocasiones nuestra admirable Seguridad Social. En contraste, que la salud bucodental de un país quede casi en exclusiva en manos del sector privado siempre constituirá un hándicap difícil de explicar y comprender.
Con la educación ocurre otro tanto. La enseñanza pública de una nación es su barómetro más certero a la hora de evaluar las aspiraciones y anhelos de su ciudadanía. Un país donde cada nuevo Gobierno, tras tomar posesión, cambie la ley educativa y la adapte a sus preceptos ideológicos es un país apocado y acomplejado. Repartir en su día las competencias educativas entre las autonomías nos ha deparado una suerte de reinos de taifas que se evidencian en la redacción y contenido de los libros de texto. O en la inmersión lingüística que en las consabidas comunidades autónomas convierte en lengua vehicular la autóctona jibarizando el español, un idioma universal que hablamos unos 560 millones de personas en el mundo. Algo impensable en países de nuestro entorno, donde la visión es mucho más global y sin complejos a la hora de ofrecer al alumno un compendio de carácter, digamos, eminentemente nacional. Y es que, pongo por caso, limitar la geografía a estudiar los montes y los ríos de la región del alumno sería tanto como tener por inquietud cognitiva el acto de contemplar el cielo raso y mirarse el ombligo. Añadamos a todo esto el precio oneroso y, en ocasiones, insultante de los libros y materiales escolares desde la más tierna infancia.
Dos pilares básicos del Estado del Bienestar son cómo nos sintamos físicamente y cuánto sepamos de lo que nos rodea. Un país enfermo e inculto es caldo de cultivo para la demagogia y el populismo. Me viene a la memoria el ejemplo de dignidad, acudiendo a votar junto a los demócratas mientras se trataba de un cáncer, del recientemente desaparecido senador republicano estadounidense, John McCain, frente al intento del presidente Donald Trump de acabar con el 'Obamacare', la reforma sanitaria de su antecesor, evitando así su derogación. Un gesto que se me antoja tan conmovedor como impensable en el tablero político de la España contemporánea, la de los másteres tomboleros, donde llevamos camino de dar por bueno aquello que decía que hizo Jim Morrison cuando leyó que el alcohol era malo para la salud: dejar de leer.
Si en realidad viviéramos en eso que muchos denominan Estado del Bienestar, palabras con las que a algunos políticos se les suele llenar la boca muy a menudo, habría un par de cosas con las que nadie transigiría. Y menos, si con ellas se tratara de hacer negocio: la sanidad y la educación. La salud de los ciudadanos es la piedra de toque de todo país que se precie. En España, afortunadamente, contamos con una sistema público ejemplar, donde los recortes económicos siempre los intentan suplir, a diario, con su contrastada profesionalidad, los trabajadores sanitarios (médicos, enfermeras, celadores…). Es esta una parcela donde, como en la enseñanza, debieran estar perfectamente delimitadas hasta dónde llegan las competencias públicas y las privadas.
Medicarse no es un pasatiempo, y menos aún para aquellos con bajo poder adquisitivo. Los fármacos nunca tendrían que ser prohibitivos ni tampoco los tratamientos, aunque en eso sí podamos sacar pecho con el papel que desempeña en numerosas ocasiones nuestra admirable Seguridad Social. En contraste, que la salud bucodental de un país quede casi en exclusiva en manos del sector privado siempre constituirá un hándicap difícil de explicar y comprender.