Cuando cayó el muro en 1989, tenía apenas doce años y lo vi por televisión. El mundo había cambiado. En 1995, Fukuyama pronosticaba el fin de la historia con el triunfo de la democracia liberal, pero nada era cierto. En 2001, cayeron las Torres Gemelas y me levanté de la siesta para verlo por televisión. Huntington nos hablaba del choque de civilizaciones, mientras China se convertía en una potencia mundial. Europa se desindustrializaba y los antiguos países del este entraban a formar parte de la Unión Europea. Rusia cambiaba un presidente borracho por un antiguo miembro del KGB y el mundo parecía controlado bajo el suave poder de los Estados Unidos. Sin embargo, nada era así; bajo la apariencia calmada de los mares nos encontrábamos con corrientes subterráneas de un mundo multipolar que estaba por venir.
Internet nacía con la rapidez de la información. Las redes sociales permitían cristalizar los problemas y hacerlos visibles. Los movimientos sociales tuvieron su primavera entre 2010 y 2013, alguno llegó hasta 2017. Las empresas aprendieron pronto y le dieron la vuelta. Bajo la apariencia de la información se escondía el origen de la desinformación. Cambridge Analytica (2016) llevó a Trump al poder. El mundo ha cambiado. En Francia no tiran camiones españoles y cuando lo hacen, los lobbies internacionales agrarios les llaman la atención. La revuelta del campo murciano se manifiesta en Teniente Flomesta, pero las reivindicaciones se juegan en el Parlamento europeo. Quién nos lo iba a decir: los movimientos sindicales son patronales. Una vez más, el eterno problema de qué hacer con el campo, la agricultura y la PAC marcan el camino de una Unión Europea de la que se quejan.
El problema ya no es Europa, a la que aspiran a controlar en las elecciones de junio, sino el exterior. La política agraria, decía Tony Judt, ha sido siempre política y nunca económica. Pero está cambiando sus fines. Esta ya no recompensa a los grandes tenedores, siguiendo los Objetivos de Desarrollo Sostenible, sino al pequeño y mediano productor, fijar la población a la tierra es la idea: el pequeño y mediano agricultor. A pesar de ello, los cambios llegan tan tarde como las explicaciones.
Los agricultores ven cortas las excesivas medidas medioambientales que les exigen a ellos y cortas las que les exigen a otros. Quieren igualar por debajo para mejorar sus ingresos. El problema es que la agricultura actual, para evitar los rendimientos decrecientes de una tierra sobre explotada, genera externalidades negativas: la situación del Mar Menor por el abuso de los nitratos. Es difícil conjugarlo todo en una oración perfecta, pero tendremos que encontrar el justo medio aristotélico. No en vano, el conflicto murciano tiene mucho que ver con el francés. Si para nosotros el problema es el tomate marroquí, para ellos es el acuerdo de libre comercio con América Latina. Nos movemos en un cambio de paradigma. Ucrania es amiga, pero su trigo da miedo. Estados Unidos regresa, poco a poco, a su tradicional aislamiento anterior a las dos guerras mundiales. Entre medias, la salida del Reino Unido de la Unión Europea supone que Francia queda como única potencia nuclear en la Unión Europea. La única capaz de hablar de tú a tú a Rusia y proponer una intervención directa en Ucrania. La OTAN se resquebraja. Arabia Saudí aprovecha para firmar acuerdos con Israel. Hamás, azuzado por Irán, que atraviesa una crisis de régimen con una inflación por las nubes, ataca a un Israel donde acaban de triunfar Netanyahu. El Estado sin constitución busca las fronteras de una mítica tierra de Israel al paso de eliminar Gaza y nadie hace nada porque, como ha comprendido Israel, todos mandan y ninguno obedece. Los hutíes del Yemen se rebelan y el comercio mundial pende de un hilo. China interviene, y los Estados Unidos e Inglaterra no logran una coalición para cambiar las cosas.
El mundo cambia a velocidad acelerada y las coordenadas que sirvieron para el final de siglo han dejado de ser válidas. No hay salvación, ni tampoco parece que los consensos inaugurados tras la Segunda Guerra Mundial sirvan para todos. Derechos como el aborto tienen que ser inscritos en las constituciones, es el caso de Francia, por el miedo a que la oleada conservadora los barra. La geopolítica es la misma, pero los poderes han cambiado. La escala de grises crece y en Murcia deciden apostar por el sector primario en vez de por una necesaria industrialización, si se han de construir destructores que sea en Cartagena.
Cuando cayó el muro en 1989, tenía apenas doce años y lo vi por televisión. El mundo había cambiado. En 1995, Fukuyama pronosticaba el fin de la historia con el triunfo de la democracia liberal, pero nada era cierto. En 2001, cayeron las Torres Gemelas y me levanté de la siesta para verlo por televisión. Huntington nos hablaba del choque de civilizaciones, mientras China se convertía en una potencia mundial. Europa se desindustrializaba y los antiguos países del este entraban a formar parte de la Unión Europea. Rusia cambiaba un presidente borracho por un antiguo miembro del KGB y el mundo parecía controlado bajo el suave poder de los Estados Unidos. Sin embargo, nada era así; bajo la apariencia calmada de los mares nos encontrábamos con corrientes subterráneas de un mundo multipolar que estaba por venir.
Internet nacía con la rapidez de la información. Las redes sociales permitían cristalizar los problemas y hacerlos visibles. Los movimientos sociales tuvieron su primavera entre 2010 y 2013, alguno llegó hasta 2017. Las empresas aprendieron pronto y le dieron la vuelta. Bajo la apariencia de la información se escondía el origen de la desinformación. Cambridge Analytica (2016) llevó a Trump al poder. El mundo ha cambiado. En Francia no tiran camiones españoles y cuando lo hacen, los lobbies internacionales agrarios les llaman la atención. La revuelta del campo murciano se manifiesta en Teniente Flomesta, pero las reivindicaciones se juegan en el Parlamento europeo. Quién nos lo iba a decir: los movimientos sindicales son patronales. Una vez más, el eterno problema de qué hacer con el campo, la agricultura y la PAC marcan el camino de una Unión Europea de la que se quejan.