Todos hemos sentido en algún momento el sentimiento de vergüenza ante actos y situaciones a veces provocados por nosotros mismos, o bien por otras personas cercanas. En psicología se entiende por vergüenza una sensación humana mediante la cual se toma conciencia del deshonor o desgracia por una conducta inadecuada al contexto, o respecto a lo que se esperaba en nuestro entorno social. Aparece cuando nos observan haciendo algo que consideramos puede afectar a nuestra imagen social o la propia valoración personal, e intentamos esconderlo. Nos sentimos indignos frente a los otros, perdiendo la cualidad precisa para ser aceptado por quienes nos rodean.
Aparte de las diversas situaciones personales en donde podamos revelar esta sensación que puede ser vivida interiormente, la expresión más grave de vergüenza aparece cuando nuestra conducta es una deshonra, o provoca humillación, para nuestros conciudadanos. Ahí es donde la incriminación provoca que la vergüenza personal se vea intensificada por el público conocimiento de nuestros actos discordantes. La vergüenza forma parte de la socialización de cualquier sociedad, funciona como un precedente moral, al ser una conducta esencialmente de corrección de determinados comportamientos.
Algo así tuvo que sentir el alcalde de la tercera ciudad en importancia de Holanda, uno de los países con mayor índice de bienestar social a nivel mundial, cuando al día siguiente de llevar a su hijo al colegio en el coche oficial, tuvo que contemplar avergonzado cómo sus vecinos se colocaban silenciosos frente a su domicilio, y no tuvo más remedio que dimitir. Piensen, aunque sea por un breve instante, la diferencia abismal con algunos de nuestros políticos profesionales, que no tienen vergüenza al proceder sin considerar el mal que causan por sus decisiones políticas cautivas, o por su aprovechamiento indecente de su poder en beneficio propio.
Generalmente esta conducta de “no tener vergüenza” de ciertos políticos está ligada a un escenario de corrupción que aparece cuando falta una clara delimitación entre lo público y lo privado, ante la existencia de un ordenamiento jurídico inadecuado a la realidad social, con una práctica deficiente de las instituciones públicas y en un contexto de amplia tolerancia social hacia el disfrute de privilegios privados; lo cual permite que prevalezca una moralidad del lucro privado sobre la integridad cívica.
Algunos de ustedes pensarán que, no obstante, si aparecen esas conductas es porque procurarán cierto efecto positivo en la economía de su entorno próximo, y que esta clase de conductas están generalizadas. Y si, según se ha estudiado, el 70% de los directivos considera “habitual” el soborno y la corrupción en España, ¿para qué cambiar a los representantes que están inmersos en situaciones de corrupción o que avalan a quienes son corruptos en su propio partido? Cada uno puede hacer con sus bienes privados lo que estime oportuno en su relación con los intereses privados de otros. Sin embargo, los efectos de no actuar bajo principios éticos son tremendamente perjudiciales para toda la comunidad. Los recursos públicos los pagamos entre todos y constituyen nuestro bien común.
Según varias investigaciones, sabemos que la corrupción depende de en qué medida son mal aplicadas las regulaciones que afectan la competitividad del mercado. Además, la corrupción distorsiona los incentivos en los cuales opera la empresa privada reduciendo la eficiencia económica. Al percibir la posibilidad de corromper a un funcionario o a un político, los negocios más productivos no dependen de la competitividad empresarial sino de su capacidad de influir en los responsables de tomar las decisiones sobre el destino de los fondos públicos. Existe evidencia de que la corrupción reduce el crecimiento económico pues disminuye los incentivos a la inversión, y actúa como un freno a la innovación.
La corrupción implica un robo de recursos públicos, afecta seriamente a la toma de decisiones en el sector público, y lleva una pérdida de confianza en la capacidad del gobierno para desarrollar las políticas económicas. Por un lado, la corrupción influye en la aprobación de proyectos públicos dependiendo de la capacidad que tiene el funcionario o político corrupto de extraer beneficios del mismo y no a su urgencia social. Una prueba de ello es la tendencia a financiar megaproyectos de infraestructuras de cuestionable valor social, con decisiones inadecuadas de inversión y tecnología.
La corrupción deslegitima el sistema político deteriorando los valores democráticos, frente a ello, como manifiesta Manuel Villoria -fundador de Transparencia Internacional-, “lo ideal sería conseguir una ciudadanía que fuera también virtuosa, que se preocupara de la política, que tomara cartas en el asunto, controlara a los políticos, les exigiera y además que se contara con unas instituciones sólidas que obligaran a los políticos a rendir cuentas y a informar”.
Entre esos aspectos virtuosos de la ciudadanía se encuentra el acierto a la hora de elegir a nuestros mejores representantes, y sería deseable que nuestra propia vergüenza no se vea convulsionada al votar a partidos que acogen o encubren a corruptos o imputados (algo inaceptable en los países europeos avanzados). Sobre todo para evitar con ello una característica social de la corrupción que la hace muy peligrosa y es que se retroalimenta. En tanto que mostremos a nuestros hijos, familiares y amigos que nuestra elección apoya a los corruptos o a sus garantes, provocamos que aumente la percepción de permisividad, lo cual incentiva a quienes nos rodean a realizar nuevamente actos de corrupción.
Todos hemos sentido en algún momento el sentimiento de vergüenza ante actos y situaciones a veces provocados por nosotros mismos, o bien por otras personas cercanas. En psicología se entiende por vergüenza una sensación humana mediante la cual se toma conciencia del deshonor o desgracia por una conducta inadecuada al contexto, o respecto a lo que se esperaba en nuestro entorno social. Aparece cuando nos observan haciendo algo que consideramos puede afectar a nuestra imagen social o la propia valoración personal, e intentamos esconderlo. Nos sentimos indignos frente a los otros, perdiendo la cualidad precisa para ser aceptado por quienes nos rodean.
Aparte de las diversas situaciones personales en donde podamos revelar esta sensación que puede ser vivida interiormente, la expresión más grave de vergüenza aparece cuando nuestra conducta es una deshonra, o provoca humillación, para nuestros conciudadanos. Ahí es donde la incriminación provoca que la vergüenza personal se vea intensificada por el público conocimiento de nuestros actos discordantes. La vergüenza forma parte de la socialización de cualquier sociedad, funciona como un precedente moral, al ser una conducta esencialmente de corrección de determinados comportamientos.