Estamos viviendo una situación de violencia simbólica. En muy pocas horas 2.500 personas fueron detenidas en EEUU por las protestas en más de 75 ciudades a causa de la muerte de George Floyd a manos de un policía, y a la indignación por ello se ha sumado el dolor por los más de 100.000 muertos en ese país a causa de la pandemia de la COVID-19. En las grabaciones de la detención del joven Floyd no se aprecia ninguna violencia hasta que se encuentra esposado, y entonces aprovecha un policía para tumbarlo en el suelo y aplastarle el cuello con la rodilla. Se escucha al joven decir que no puede respirar, y cuando no tiene pulso es llevado al hospital y fallece. Las últimas palabras de Floyd “¡no puedo respirar!” han encendido al movimiento Black Lives Matter (las vidas de las personas negras importan) a salir a la calle para protestar. No olvidemos que el 99% de los agentes que matan no son imputados, y que del 1% restante tres cuartas partes no son condenados. Tendremos que preguntarnos ¿Quién ejerce la violencia?
Hay quien está fomentando un ambiente de dureza. Bourdieu lo explicaba mediante el concepto de “violencia simbólica”, algo que empieza por ser muy sutil y que es precisamente lo que lo hace más peligroso. La violencia sutil es aquella que se ejerce con la complicidad tácita de la sociedad que la sufre, para dar más poder a los que la ejercen. Y luego va subiendo de tono.
Lo que estamos viendo en las televisiones no es casualidad: se está dando una enorme capacidad de expresión a todos los que se manifiestan con violencia. A todos los que descalifican mintiendo, a los que se insultan, a los que violentan los derechos de los que pacíficamente quieren manifestar sus deseos de vivir en democracia. ¿Será lo que Hanna Arendt llama la banalidad del mal o que el mismo mal se ha apropiado del plasma para hacernos más cautivos?
Nos tiene que hacer pensar el que Trump haya pedido máxima dureza a los alcaldes y gobernadores, alentando a que cuando “empiecen los saqueos, empiecen los disparos”. Ha repuesto la Ley y el Orden que ya impuso Nixon con motivo de la guerra de Vietnam. Han pasado muchas décadas y seguimos metidos en la misma refriega. ¿Es para meditarlo? ¿Qué nos está pasando?
Nos dice Marta Peirano que estamos viviendo un nuevo feudalismo. Un feudalismo de poderes digitales, virtuales, telemáticos y de los medios, que ha sido capaz con atraer a millones y millones de ciudadanos haciéndolos usuarios cautivos de todo lo que circula por los medios. Es un nuevo imperio, que se expande por personas y entramados empresariales hasta ocupar todos los medios. Una flota tentacular de servidores que imponen su propia legislación. Nos movemos sin saberlo entre algoritmos, protocolos y un ejército, que no es casual, de moderadores que actúan como núcleos y están asfixiando nuestras democracias.
Es un imperio con sus aduanas de intermediación que pasan por nuestras mentes y nos subordinan a sus ideas sin pagar ningún peaje. Es el imperio de la vida digital, en la que extraer los datos no es delito salvo cuando perjudica a los señores de los mercados. Cuando se controla a una séptima parte la población mundial se puede hablar de un peligroso nuevo poder feudal.
Ese imperio es un peligro, porque doblega a los poderes democráticos y trabaja sin control para neutralizarlos y hacer que se autodestruyan. Precisamos de vigilantes, de una democracia fuerte, de una participación de los ciudadanos y ciudadanas que se constituyan en defensa de nuestras formas de convivir pacíficamente, sin practicar el enfrentamiento porque los que crean esas atmosferas nos llevan de la violencia simbólica a la física. No podemos caer en vivir en un imperio con un poder sin responsabilidad.
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