Todos en Murcia estábamos esperanzados cuando nos enteramos de que Producciones Baltimore se iba a hacer cargo del WARM UP. La buena fama los precede: el Fuzzville! es uno de los mejores festivales del Levante español, y eventos como el Low Festival cada edición son más rentables. Por eso, mi pregunta es la siguiente: siendo Producciones Baltimore unos amantes del rock ‘n’ roll, ¿cómo es posible que hayan hecho la versión 2.0 en lo que a cartel se refiere del extinto SOS 4.8?
Es cierto que montar un festival es cada vez más complicado. No sólo influye la competencia —cada vez más desigual entre promotoras de artistas y de festivales— la crisis económica, sino también un modelo de negocio mucho más segmentado que antes. Inicialmente, los festivales de música fueron eventos hechos por profanos en la materia: dos o más personas se reunían para traer a su ciudad o pueblo a bandas a las que sólo podían ver en Madrid, Barcelona, o a lo sumo, en ciertas capitales de provincia.
Posteriormente, aparecieron los promotores profesionales y la figura del comisionista y la iniciativa de los particulares propició una mayor profesionalización del sector. Como bien señala el periodista Nando Cruz en un brillante reportaje para El Confidencial los festivales acaban siendo iguales por la sencilla razón de que los managers trabajan con varios artistas que acaban tocando en otros eventos de contenido similar.
Por otro lado, no conviene perder de vista otro factor importante: los festivales abaratan las pérdidas de las discográficas. En un país en el que poca gente paga por la música, el negocio se mantiene por la alianza entre la industria y los patrocinadores. Ahora bien: ¿por qué esa homogeneización de festivales? Parte del problema del modelo cultural de nuestro país tiene sus raíces en la subida al poder del Partido Socialista. La formación liderada por Felipe González hizo de la cultura, estrategia y obvió consideraciones artísticas. Era necesario caminar con botas de siete leguas hacia Europa, y eso pasaba por demoler el folclore español, que pasó a ser profundamente franquista y carpetovetónico.
Ese modelo cultural se exacerbó cuando se entró en la Unión Europea, propiciando la aparición de una política cultural abiertamente influida por el posmodernismo. El quid de la cuestión era buscar una fórmula que permitiera que futuro y pasado fueran de la mano con el presente. ¿Cómo llevar a cabo tal tarea? Subvencionando a bandas y proyectos que pusieran de relieve el cariz que estaban tomando los acontecimientos y, por supuesto, dejando de lado a todos los que quisieron ahondar en las heridas del pasado reciente de nuestra historia y confrontaron política, sociedad y música. Fue el caso del heavy metal o del rock urbano y de las bandas vascas. Talento se supeditó a provocación, por muy burda que fuera; las canciones, a una imagen que no era más que un pastiche naif de la cultura basura norteamericana.
En unos ochenta en los que el negocio de la música se consolidó de la mano de la MTV como un fortísimo aparato lúdico y estético de las bondades de la neonata globalización, el Ministerio de Educación y Cultura tergiversó el concepto de cultura y lo confundió con diversión intrascendente. Sólo importaba ser moderno. En ese sentido, al PSOE le interesaba más la figura de Alaska, una émula torpe de Nina Hagen, Patricia Morrison y de las protagonistas de películas de Serie B, que la de Rosendo, Mercado y Leño, por ejemplo. La periodista Patricia Godes lo relata a la perfección en este artículo.
Y este modelo aún pervive en el WARM UP. Es cierto que recupera iniciativas interesantes, como la de apostar por conciertos en lugares tan emblemáticos como la Plaza de La Merced. Pero el cartel del evento tiene artistas predecibles a más no poder. El público ya ha visto a Izal, Carlos Sadness o a Sidonie en un plazo de cuatro años más que a sus parejas en uno. Tenemos a Kasabian y Alt-J, que hará las delicias de los rastreadores de tendencias y lectores de viñetas como Moderna de Pueblo. Iván Ferreiro, el artista más pasional que ha pisado un escenario en España también actuará. Imposible sustraerse al influjo de un músico que cuando actúa le pone la misma pasión que un portero barriendo el rellano de su edificio a las nueve de la mañana un lunes, y que cada vez más se parece a un parado afectado por la Reconversión industrial. Sólo rompen con la tónica del cartel Biznaga, Joana Serrat, Amor Germanio o La Plata y pocos más.
Ni qué decir tiene que todos los aplaudidores de nuestra ciudad –periodistas musicales, managers, dueños de discográficas y arribistas varios que llevan toda su vida viviendo de prebendas y privilegios varios– ya han colocado a sus artistas murcianos favoritos, obviando a los que por talento y trayectoria merecerían estar en el cartel.
Y es que estos sujetos sustancian la idea que Murcia tiene de sí misma en el sector cultural: sólo es posible un evento que pase por el engrudo de los heroicos valladares de esta ciudad. El invento genial de muchos representantes de la cultura en esta urbe consiste en convertir el mundo del arte no sólo en ideario político, sino en un experimento sociológico en el que cualquiera que colme de dicha a estos prohombres, tendrá un puesto ganado en la corte. Mientras tanto, todo el que disienta se quedará sin acreditaciones para festivales, y si es músico, sin la oportunidad de que lo contraten para actuar o pinchar en según qué bares y certámenes.
El aquí firmante envidia el trabajo de La Mar de Músicas o de El Cante de las Minas: certámenes en los que cultura, tradición y progreso se dan de la mano. Pero el WARM UP, como cualquier iniciativa cultural que se lleva a cabo en Murcia propugnada por los poderes públicos, es una repetición sin brío alguno y una aspiración sin planteamiento.
Lejos de querer o ayudar a que en Murcia se haga algo distinto, obedece a esa visión de la cultura que se ha instaurado en España, como decíamos en los tres párrafos anteriores, y que mercachifles como Pedro Alberto Cruz exaltaron hasta el paroxismo: cultura de lo visual, infraestructuras artificiosas y, sobre todo, campañas mediáticas en las que la objetividad cede en beneficio de la elefantiasis, y el sentimentalismo efímero de la colectividad está por delante del sentido común.
La burbuja de los festivales está cada vez más hinchada y en Murcia pensamos que será eterna, cuando cada año se cancelan más festivales. ¿Qué sucederá cuando el WARM UP no sea rentable? Absolutamente nada. Que no se descarte que el Consistorio “socialice” las pérdidas como sucedió con el SOS, tal y como denunció el concejal de Cambiemos Murcia, Sergio Ramos, en una información recogida por este medio.
Recuerdo una anécdota relacionada con Jacques Lacan y los estudiantes franceses en Mayo del 68. El afamado psiquiatra pidió a los estudiantes paciencia, les refirió que la retórica revolucionaria siempre desemboca en el discurso del amo. Y en Murcia sucede algo parecido: cambiemos “revolucionario” por despreocupación. ¿El amo? Lo tenemos: son los que cada día gestionan el dinero público creyendo que Murcia es una sociedad anónima. Los que han hecho de la cultura en Murcia una prótesis caduca infecta por parte de unos matasanos que han hecho del dinero público el negocio de sus carreras.