En la Nochevieja del año 2006, en la casa-cuartel de la Guardia Civil en Irún (Guipúzcoa), al agente encargado en aquel momento de la cocina se le empezó a quemar la cena. Nada espectacular para la ocasión; tan sólo un menú algo más elaborado que las consabidas combinaciones de potaje o sopa, filete o pescado, que solían servirse todas las semanas del año en el comedor de aquella plaza con un centenar largo de agentes. Algunos casados, muchos solteros; la inmensa mayoría del sur de España, andaluces y murcianos sobre todo.
Al encargado de cocina se le quemaba la cena, así que otro compañero suyo que hasta hacía escasas semanas había ocupado ese mismo puesto, Sergio Martínez Manzanera (que también había regentado una bocatería en Lorquí, Murcia), corrió en su auxilio y se quedó allí, codo a codo, para tratar de salvar lo mejor posible la papeleta de dar de comer a la tropa en la última noche del año. Otra noche más, aunque no exactamente igual que otras, en aquel lugar a muchos cientos de kilómetros de sus casas en que no habría luego demasiadas opciones de celebrar nada.
Era un local amplio, diáfano. Así que el Sargento Primero de esa plaza militar pudo contemplar toda la escena tras una cristalera a cierta distancia. Al poco, mandó a un subalterno a comunicar, “de su parte”, al agente Martínez Manzanera – remangado y en su salsa ya–, que abandonase la cocina, porque allí sólo podía estar el personal a cargo. El agente acató la orden: dejó la cocina. Pero para ir directamente a encararse con el sargento –que se iba poniendo “blanco”, según testigos, conforme el otro llegaba a su altura–.
Entonces, Sergio Martínez le espetó la frase que le costaría ingresar en la prisión militar de Alcalá Meco ocho años después, el pasado 29 de enero de 2014 (con variantes que dependen de quién cuente la historia): “Cobarde, no tienes huevos, lo que me tengas que decir me lo dices a la cara".
Ésas son las palabras que sostuvo haber dicho el guardia civil en el juicio de 2007 ante el Tribunal Militar de Burgos (que acabaría archivando el caso), avalado por cuatro testigos del enfrentamiento. El sargento, por su parte, añadiría que también le llamó “maricón”.maricón“ ”Y mil barbaridades más“, según relata ahora Ana, la esposa de Sergio; ”amenazas de muerte incluidas“. La versión del sargento sólo fue respaldada por otro agente, que al parecer se encontraba en la sala de ordenadores contigua en el momento de los hechos. Así que Sergio fue absuelto en aquel primer juicio.
Irún, 2004
Irún es una ciudad pequeña, de algo más de 60.000 habitantes en la actualidad, marcada en rojo durante décadas en el mapa antiterrorista por su situación tan cercana a la frontera con Francia. Hasta el “cese definitivo” de las actividades de ETA en 2010, una de las plazas más incómodas para un guardia civil; demandada, así, por quienes quisieran optar después a su destino preferente por la vía rápida: era la manera de premiar a quienes recalasen en el norte por voluntad propia. Ésa fue la opción de Sergio Martínez, nacido en Sabadell en 1978 pero residente en Murcia desde sus 12 años, y que llegó a Irún en agosto de 2004, a los 26, recién terminadas sus prácticas en Cieza.
Un compañero de Sergio en el cuartel, soltero como él entonces y amigo suyo de gran confianza de esos años, guarda muchas anécdotas de la época que recrea ahora medio en broma, pero que en su momento no tuvieron ninguna gracia: además del mayor riesgo de acabar muerto que en otros sitios, los guardias experimentaban a diario un sinuoso apartheid social que lo hacía aún más difícil. “No era nada agradable –relata, pidiendo que se respete su anonimato–. En el 2004 [reciente la ilegalización del entorno político de ETA tras la ofensiva del juez Garzón] estaba aún la cosa caliente. El interior del cuartel es un mundo aparte, pero afuera tenías que mirar el coche siempre, cambiar itinerarios, no ir a los mismos sitios… Y llevar cuidado con el acento, porque nos calaban en seguida por la pinta; un tío allí diciendo pisha, o acho tío…”.
El compañero de Sergio (le llamaremos Paco) recuerda, por ejemplo: “Una vez fuimos varios a almorzar con parejas y nos recorrimos tres restaurantes; en ninguno nos sirvieron. ‘No tengo mesa’, ‘Está lleno’… Claro: no te van a decir a la cara que no te quieren allí, o que no te atienden por miedo…”. “Con un extremeño que llevaba allí 40 años trabajando hice buena relación, pero un día me vio por la calle, yendo él con más gente, y no me saludó. Otra vez que me lo crucé solo me aclaró: ‘Lo siento, pero es que con los que iba no eran de fiar, y yo tengo una familia’. Yo le dije: ‘Te entiendo perfectamente’… Pero es duro. Es duro”.
Es decir: “En aquella época tú no podías salir a la calle a comer, porque te jugabas la vida. Y allí, la mayoría, pero el 90%, éramos sobre todo murcianos y andaluces”. El interior del cuartel de Irún era así una suerte de placenta para los agentes, “con un ambiente estupendo porque había mucho compañerismo”. Pero tampoco dentro era todo tan maravilloso.
Porque Paco recuerda también, precisamente, que la noche en que Sergio Martínez Manzanera se presentó allí por primera vez para ocupar su puesto, el mismo Sargento Primero le impidió la entrada, a él y a otro, por haber llegado después de las 9 de la noche: una vez cerrada la puerta “no entraba nadie”. Así que se comieron un bocata en un portal, y durmieron en el coche de otro guardia que les ayudó.
A los novatos –relata Paco– no les llevaba mucho tiempo saber cómo funcionaban las cosas en la casa-cuartel, y quién “hacía y deshacía” en todo lo referente a costumbres y economía doméstica. Con un pabellón para casados y otro para solteros, en este último podían llegar a hacinarse hasta 9 agentes en un apartamento de 90 m2 (“teníamos la lavadora en el baño, y tendíamos en el pasillo”). Paco recuerda “una pequeña cocina” en este edificio: que el Sargento eliminó un día para establecer otro cubículo.
“Él llevaba también el tema de la comunidad de los dos bloques de pisos, y los guardias más veteranos iban a los contadores a comprobar el consumo de luz porque no se fiaban un pelo de la factura que les presentaba éste. Luego, si efectivamente no cuadraban las cuentas, el otro decía perdón, perdón…”. “Todo esto te lo podría contar cualquiera de los que estábamos allí. Todo el mundo sabía de sus tejemanejes. Y en la cocina pasaban cosas como que se comprasen yogures caducados, fruta podrida… Treinta años comprando a los mismos fruteros, a los mismos carniceros… Lo controlaba él todo. Y procuraba echar siempre la menor cantidad posible de comida. Cosas que le hacían una persona nada grata para nosotros”.
“Jamás iba de cara”
Aquí es donde, presumiblemente, fue a chocar el sargento con el guardia Sergio Martínez. Alguien “con expediente intachable” en sus 12 años de servicio, según asegura hoy la Asociación Unificada de la Guardia Civil. Pero también enérgico, “echao palante”, dice Paco; y sin complejos a la hora de dar más cantidad de comida si algún compañero se quedaba con hambre, en el tiempo que estuvo trabajando en cocina. También de hacer platos distintos a los de siempre, por su experiencia previa en hostelería: acudía entonces mucha más gente al comedor. Pero al sargento estas rupturas del método le crispaban.
En esa tesitura regresó el agente a Cieza, el pueblo de su mujer y el suyo ya de adopción, para pasar la navidad de 2006. Allí, alguien le informó desde el cuartel que quedaba relevado de su puesto en la cocina, sin ninguna explicación. “En lugar de pedirle el sargento la llave de la cocina, cambió la cerradura”, relata su mujer. Sergio se reincorporó al cuartel (ahora en la Sección Fiscal) el 30 de diciembre. Al día siguiente, Nochevieja, cuando al compañero que le había sustituido en la cantina se le empezó a quemar la cena, Sergio acudió a ayudarle. Entonces el sargento le ordenó que saliera, a través de un intermediario. Sergio salió de la cocina, nervioso; se encaró con su superior y le soltó aquello de “Cobarde” (o “maricón”), “no tienes huevos a decirme las cosas a la cara”.
“A Sergio le gustaba la cocina”, explica Paco, “y echarlo de ahí sin explicaciones, y a través de otro; y que le dijeran luego que se fuera cuando estaba ayudando a un compañero… Pero no era la primera vez que alguien tenía un incidente con el sargento. Jamás iba de cara”.
Sin embargo no se rindió, el sargento, cuando el Tribunal Militar de Burgos desestimó su demanda contra Sergio en 2007. Siguió intentándolo, hasta que en el Tribunal homólogo de Coruña sonó la flauta, y Sergio (que llevaba en su nuevo destino de Archena desde 2008) fue condenado, en sentencia del 7 de septiembre de 2011, a cuatro meses de prisión por –reza la sentencia– “injurias” y “una clara actitud de desafío” para con su superior, constituyendo todo ello “desprecio a la relación jerárquica” y “al bien jurídico de la disciplina del cuerpo” con “responsabilidad criminal”“desprecio a la relación jerárquica” y “al bien jurídico de la disciplina del cuerpo” con “responsabilidad criminal”. Después de eso, el condenado recurrió, sin éxito: el Supremo ratificó la sentencia, y el pasado diciembre de 2014 el Ministerio de Defensa le notificaba la denegación del indulto.
Leyes “anacrónicas”
“Ten cuenta que en la jurisdicción militar la palabra de los superiores vale el doble”, explica Ana. Y en Coruña el sargento insistía en que había “temido por su vida” la noche en que Sergio le increpó. “Quiero dejar claro que estoy en contra de toda agresión, verbal o física, pero me parece totalmente desproporcionado que tenga que ingresar en prisión por lo que debería haber sido una falta”. Una opinión compartida por la Asociación Unificada de la Guardia Civil, que cree que “la anacrónica aplicación del Código Penal Militar a los guardias civiles supone que sean juzgados por tribunales arcaicos, expuestos a la arbitrariedad de sus mandos y de los jueces militares, auténticas reliquias de la etapa preconstitucional”. Para la AUGC, “resulta de todo punto inadmisible e indigno que en una sociedad democrática se condene a prisión a una persona por el simple hecho de tener un mal día en el trabajo y dirigirse de manera que el jefe considere poco adecuada”.
Paco, el compañero de Sergio en Irún, señala por su parte que “a nosotros no se nos aplica la ley vigente con carácter retroactivo” (cosa de la que sí disfrutan ahora mismo el resto de presos, etarras incluidos). “Los militares y los guardias civiles estamos al margen de todo, es una institución muy opaca, no interesa que salgan cosas a la luz pública. Y si la gente supiera todos los abusos que se cometen…”.
“En la familia estamos todos destrozados, pero luchando”, dice Ana, que tiene con Sergio una hija de menos de dos años, Celia. Abrieron una petición en change.org para pedir de nuevo el indulto, esta vez al Ministerio de Interior. Convocaron, junto a otras mujeres de guardias civiles, una protesta ante el cuartel de Archena el pasado 31 de enero (habrá otra el 21 de febrero ante la Delegación del Gobierno en Murcia). Y cuenta que Sergio dice estar “bien” en la cárcel; “él es muy positivo”. Que las instalaciones son “decentes”, según él. Y que “la comida es buena”.