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Morir

Es martes 19 de mayo y ha vuelto a abrir el cementerio de Pamplona. Por la tarde, después de comer, he pasado por allí antes de volver a trabajar. Lo había pensado, pero la mañana ha sido intensa y se me ha pasado hasta que al mediodía, justo cuando se acababa de dormir Izar, ha sonado el teléfono fijo de casa. Ese teléfono rojo que tú tenías en tu dormitorio y me llevé hace un par de años. Ese teléfono fijo que sólo tú usabas para llamarnos. Mi primer pensamiento ha sido “mira qué oportuno, justo cuando se acaba de dormir el niño” y cuando he descolgado y era una operadora de Euskaltel he recordado que era imposible que fueras tú.

Llevaba varias noches dejando el teléfono en la mesilla. La anterior dormí muy poco comprobando de cuando en cuando que nadie había llamado, pero esa noche, la del 7 de abril, estaba muy cansado, así que cuando a las cuatro en punto de la madrugada sonó casi no supe cómo responder, aunque al ver el número desconocido ya tuve claro lo que iba a escuchar. Repetí dos veces a la médico el nombre del tanatorio al que había que llamar. No por el impacto de la noticia, que esperaba, sino porque me cuesta un rato razonar cuando me despierto de improviso.

Colgué, besé a Raquel e Izar y marqué el número de F, mi hermano menor. Suele dejar el móvil en modo avión, pero barruntaba que esa noche no. Él también sabía qué iba a escuchar, así que quedamos en ducharnos y encontrarnos a medio camino entre su casa y la mía. Viramos las esquinas de la misma calle a la vez y al llegar al punto intermedio nos miramos y pensamos en que, aunque esté prohibido, merecía la pena delinquir para abrazarnos y soltar las primeras lágrimas juntos.

Llegamos al hospital San Juan de Dios y el guarda de seguridad de la puerta nos dijo que las normas por el coronavirus sólo permitían que entrase una persona. Llamó, no obstante, a la planta y finalmente logró que nos dejaran pasar a los dos. “Son las 5 de la mañana y han venido los dos, ¿cómo va a quedarse uno fuera?”, argumentó el hombre a la voz con la que discutía al otro lado de la línea.

Con lo que tú has sido, la enfermedad te había dejado en nada. Te besé en la frente. Imagino que estaba sumando el tercer delito de la noche. Recogimos tus cosas y comprobamos que seguías con tu manía de guardar bolsas de plástico en los bolsillos para vete a saber tú qué y pequeñas ramas, esas sí, para quitarte el barro de las botas. Ni muerto te vamos a dejar de hacer bromas. Llegaron los del tanatorio y nos dijeron que no podías ir vestido con tu ropa. Nos ahorraron un problema, porque no hubiéramos sabido qué ponerte.

Unas horas más tarde, Amaia, que me atendió en el tanatorio, me dijo que aún habíamos tenido suerte por poder verte antes de que ellos llegaran. En el resto de hospitales no te dejan siquiera eso. Y en las residencias puedes estar un mes sin ver a tu familiar y un día te avisan de que se ha muerto y que si eso ya verás una caja en un entierro. Pagamos una esquela con la promesa de que cuando se pueda hacer un funeral, te ponen otra gratis. Me temo que tardaremos en gastarla y que lo que hagamos no será lo que nos hubiera gustado.

I., mi hermano mayor, llegó esa noche y nos vimos en la puerta del cementerio la mañana siguiente. Somos afortunados. Somos 3 hermanos así que no hay que echar a suertes quién se queda fuera. Su mujer, que ha venido con él desde Cataluña, donde viven, se resigna a quedarse fuera. Ella tiene fe y reza, eso ayuda. En el tanatorio me preguntaron si quería que el capellán del cementerio hiciera un responso. Ya sé que tú tienes esa religiosidad de bonobús, de ir a misa a fichar, pero no le veo sentido tener a un desconocido allá si sólo podemos estar 3. Vivir un entierro con 3 personas es una mierda, pero también es íntimo y a ninguno de los 3 se nos olvidará.

Son las 9 y media de la mañana y 10 minutos juntos nos parece poco, así que decidimos ir a tu casa a desayunar. Nos arriesgamos a multa y a aparecer en el conteo de imprudencias que relata la policía a diario durante el estado de alarma. Camino de nuestro cuarto delito por ti, a F. y a mí nos intercepta un coche policial en la misma cuesta del cementerio. Nos preguntan por qué vamos juntos pero al conocer el motivo nos dicen que lo sienten y siguen su patrulla. Algo más adelante, otro vehículo se introduce en la acera para cortarnos el paso y un hombre y una mujer, vestidos de calle, nos enseñan la placa y nos exigen que nos separemos. Les decimos el por qué de ir juntos pero recelan. Nos libramos de la denuncia, pero optamos por ir cada uno por un lado, como si no nos conociéramos, hasta tu casa, donde nos tiramos la mañana recordando tus historias.

Tus hijos, delincuentes reincidentes y sin poder despedirte como un padre se merece. Como tú te mereces.

Me apetecía escribírtelo, aunque esta vez no estés, como cada mañana, actualizando la web para ver si he publicado algo. Se me hará raro que no me mandes un whatsapp para decirme lo mucho que te ha gustado lo que he escrito, como siempre. Ahora ir a tu casa ya no es una infracción, pero las cosas no son los suficientemente normales como para que me preocupe que no me preguntes si el viernes iré a comer. Veo las rojigualdas con crespones negros que llevan los de las cacerolas y no siento que estés en esas telas. Ni estarás.

Hoy en el cementerio he empezado a percibir que se irá el estado de alarma, pero tú ya no volverás.

Es martes 19 de mayo y ha vuelto a abrir el cementerio de Pamplona. Por la tarde, después de comer, he pasado por allí antes de volver a trabajar. Lo había pensado, pero la mañana ha sido intensa y se me ha pasado hasta que al mediodía, justo cuando se acababa de dormir Izar, ha sonado el teléfono fijo de casa. Ese teléfono rojo que tú tenías en tu dormitorio y me llevé hace un par de años. Ese teléfono fijo que sólo tú usabas para llamarnos. Mi primer pensamiento ha sido “mira qué oportuno, justo cuando se acaba de dormir el niño” y cuando he descolgado y era una operadora de Euskaltel he recordado que era imposible que fueras tú.

Llevaba varias noches dejando el teléfono en la mesilla. La anterior dormí muy poco comprobando de cuando en cuando que nadie había llamado, pero esa noche, la del 7 de abril, estaba muy cansado, así que cuando a las cuatro en punto de la madrugada sonó casi no supe cómo responder, aunque al ver el número desconocido ya tuve claro lo que iba a escuchar. Repetí dos veces a la médico el nombre del tanatorio al que había que llamar. No por el impacto de la noticia, que esperaba, sino porque me cuesta un rato razonar cuando me despierto de improviso.