Has elegido la edición de . Verás las noticias de esta portada en el módulo de ediciones locales de la home de elDiario.es.
La portada de mañana
Acceder
Feijóo confía en que los jueces tumben a Sánchez tras asumir "los números"
Una visión errónea de la situación económica lleva a un freno del consumo
OPINIÓN | La jeta y chulería de Ábalos la paga la izquierda, por Antonio Maestre

Arden los móviles

El diario del coronavirus

Elena Cabrera

4

Aunque nos fascinan las videollamadas holográficas de Star Wars, pertenezco a una generación (o a un tipo de persona, no sé) que no deja de sentirse incómoda al ser observada. La de mi hija, no. (O que ella es de otra pasta, eso también habría que valorarlo). Estos días mi móvil echa fuego y no será porque yo lo use mucho. Cuando suena el sonido de videollamada en el WhatsApp, Eleonor se levanta corriendo porque sabe que es para ella.

Contesta y aparece la cara de una compañera de clase. Casi todos los días habla de esta manera con su gran amiga L. Hoy ha sido Eleonor quien la ha llamado y, un rato después, han acabado haciendo lo mismo que habrían hecho si hubiesen estado juntas al lado de una pantalla: poner videos de YouTube. La rudimentaria (pero efectiva) tecnología utilizada por mi hija consistió en enfocar con el móvil la pantalla del ordenador. Y así, han pasado media hora poniéndose los videos que han visto mil veces: el Gangam Style de Pocoyó o el Pen-Pineapple-Apple-Pende Piko-taro. Las mismas risas de la primera vez. Normalidad absoluta.

Un rato antes, llamó la madre de dos hermanos mellizos. Nos saludamos y en seguida Eleonor estaba haciendo ese gesto con los dedos de “trae pacá”. La conversación entre ellos consistió, además de una rápida puesta al día sobre los deberes, por lo que pude oír de lejos, en boicotearse tapando la cámara con el pelo. O algo así. No se habían visto desde que empezó el confinamiento y estaban contentos, puede ser que esa fuera la manera de reinstalarse en la normalidad. A esta hora del día, las comunicaciones ardían y la cosa ya estaba imparable. Todavía no habíamos comido y, antes de que yo pudiera reclamar mi móvil de vuelta, ella ya estaba videollamando a sus abuelos, con los cuales estuvo hablando mientras ellos y yo preparábamos nuestras respectivas comidas.

Por la tarde ha tenido lugar una videollamada muy loca, por la que ha pasado una lluvia de estrellas incesante. Desde que han descubierto el botón de añadir a otra persona a la videollamada, suenan los móviles de los padres y madres en cualquier momento y sin previo aviso. Cuando oigo que dice “¡vamos a añadir a….!”, salgo corriendo detrás de ella preocupada por qué van a pensar sus padres, con los que quizá no converso demasiado, cuando vean mi nombre videollamando. Le quito el móvil de las manos, casi le hago herida con mis uñas y alcanzo a teclear rápidamente unos mensajitos de advertencia: “mi hija… eleonor… llamando… tu hija...”. No creo siquiera que lleguen a verlo antes de que le suene la llamada pero ahí ha quedado mi intento de mantener las formas en estos tiempos salvajes.

Vuelvo a mi habitación, al ordenador, a seguir teletrabajando y a dejar de pasar vergüenza, cuando Eleonor irrumpe a gritos, abriendo la puerta de golpe y agitando mi móvil en la mano. Me da tiempo a ver varias caras borrosas de sus amigos. “¡Mamá! ¡¡Algo muy importante!! ¿¿Cuántas personas caben en una videollamada de WhatsApp??”. No tengo ni idea pero se lo busco en internet. “Pues cuatro”, le digo. Y me llegan los llantos, las quejas y las reclamaciones, suyas y de los otros tres. “¡¡Pero cómo solo cuatro!!”. En la clase son 27 y tengo la sensación de que mi hija quiere montar un recreo virtual en toda regla.

Entre tanto, se ha acordado de una compañera que este curso ya no está en el colegio y la ha incorporado. Hace seis meses que no se ven pero continúan naturalmente una conversación que pareciera que hubieran tenido ayer. Como solo caben cuatro, deciden jugarse a piedra, papel o tijera quién se va para que entre otro. Me parece que, en el proceso, hay alguien que sale tristemente herido. Entra una, sale otra, salen dos, entran otras dos y así durante una hora. No hablan nada de las circunstancias excepcionales que nos mantienen en nuestras casas. Como decía, normalidad absoluta. La única alusión que escucho es cuando Eleonor les dice: “chicas, ¿sabéis cuál es mi mascarilla? Es genial, es la mejor del mundo”. Y se coloca su mascarilla tope kawaii, de tela y con una lengua que asoma, la cual le compramos en una Japan Weekend hace tres años y la verdad es que nunca hemos sabido darle uso. Ni para un cosplay nos había valido.

En este baile de apariciones y desapariciones vertiginosas, deciden llamar a otra amiga, cuyos padres están separados. Dice Eleonor: “¿con quién estará? ¡A ver si acertamos a la primera!”. Salgo corriendo al salón, derrapando, pero llego demasiado tarde.

Además de con el móvil, también tenemos conversaciones más en 3D. Concretamente de balcón a balcón. Con mi vecina M. nos pusimos hace unas noches al día de sus estudios y mis trabajos. Mi vecino J., que es ginecólogo, nos contó los temores de sus pacientes, sus propios miedos y cómo se encuentran compañeros suyos del hospital: uno de ellos ha pasado por una cama con respiración asistida, contagiado de coronavirus. Con mis vecinos B. y J. hemos echado unos bailes con sus bebés, mientras a las ocho de la noche (cada día menos oscura) sonaba desde el otro lado de nuestro pasaje vecinal, I Will Survive de Gloria Gaynor. Eleonor tuvo entonces una idea maravillosa: sacó al balcón una lámpara (que precisamente le había regalado su amiga L.) que gira y emite luces como si fuera una bola disco, y el pasaje se iluminó con colorines en la noche prácticamente caída, lo que fue celebrado con una segunda tanda de aplausos.

Pero hay más historias de amistad que me emocionan. Otra amiga de Eleonor, M., ha hecho una amistad denominada “amigo de aplausos”: un niño que no conoce pero al que ve todos los días a los ocho, en un balcón al otro lado de su calle. Y también amistades que se fortalecen, que no aflojan, como las vecinas de mi amiga R., “que se visitan”. Es decir, una vez al día una sube al piso de la otra, toca el timbre y conversan unos minutos, en el descansillo, a tres metros la una de la otra.

Recordaréis que no me atreví a decirle a Eleonor que el estado de alarma se prolongaba hasta el 12 de abril. No tuve que hacerlo: lo escuchó en la tele. ¿Y sabéis qué hizo? Vino corriendo a darme la noticia, contentísima. Mientras sigamos teniendo videollamadas de WhatsApp, aunque solo admitan cuatro, todo va a ir bien.

Estamos a punto de superar el medio millón de personas infectadas por COVID-19 en el mundo: 64.059, en España; 277.297 en Europa y 465.915 a nivel global.

Etiquetas
stats