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Opinión - Nos están destrozando la vida. Por Rosa María Artal

El mundo de las segundas primeras veces

Directo en Instagram de La Prohibida.

Elena Cabrera

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En el universo alternativo en el que nunca existió el COVID-19, hoy hubieran comenzado las vacaciones de Semana Santa. Los niños y las niñas habrían traído ayer las notas y habrían arrastrado unas mochilas con sobrepeso, cargadas con todos los cuadernos, libros y fichas acumuladas en el colegio durante el segundo trimestre. Alberto habría empezado sus vacaciones y se habría ido de acampada con sus hijas, tal y como tenía previsto desde hacía semanas. Yo me habría quedado en Madrid trabajando, sacándole partido a una casa silenciosa y vacía, aunque fuera solo por unas breves horas al día. Al llegar el jueves, habría disfrutado yo también de unos días festivos con Eleonor, mientras Alberto volvía a su trabajo. Pero no sé qué habría hecho con ellos, jamás he sido buena planificando a medio plazo.

En cambio, en la variante del multiverso en la que escribo este diario de nuestro confinamiento, debido a la cuarentena por un virus letal que se expande rápida y feroz por toda la humanidad, todos los días son iguales, estamos todos en casa y no hay más acampada que la que tenemos montada en el sofá. Hay un nexo de unión entre ambas realidades: las notas del trimestre han llegado. ¿Y cómo? Ah, eso sí que ha sido una aventura y no la de Rick y Morty saltando de la dimensión C-137 a la 35-C: a través del sistema Roble. La Consejería de Educación de la Comunidad de Madrid tiene un sistema informático llamado Raíces. Según los profesores, se rumorea que se llama así porque en ella no hay manera de encontrar lo que buscas. La plataforma de Raíces desarrollada para poner a las familias en conexión con el colegio recibe el nombre de Roble y se está implementando este año. Si pensáis que le pusieron Roble pensando en que no hay un árbol más duro que se caiga menos, os equivocáis. Al tercer o cuarto clic, Roble empieza a dar errores de fallos en el código. Además, a algunos usuarios les ha sido imposible loguear; a mí me llevó 20 minutos. Otros 20 minutos necesité para conseguir salvar los callejones sin salida con aviso de error y, finalmente, encontrar el boletín de notas. Esta ha sido una evaluación corta y extraña, como será seguramente la tercera. Al menos, tengo la impresión de que los profesores han sido benevolentes.

Dije que todos los días son iguales, pero Eleonor no está dispuesta a perdonar las vacaciones. “¡Hoy ya no tenía clase!”, se queja cuando le recordamos la tarea pendiente. Extrañamente, también protestó cuando le dije que comería lo mismo en casa que le tocaba en el comedor del cole. Le he dicho a Eleonor que decida en qué universo quiere vivir, que no puede estar abriendo portales interdimensionales sin ton ni son.

Hoy he ido a comprar a un supermercado más grande del habitual. Aún no me había sucedido hacer cola en la calle antes de entrar en un establecimiento. Hacía sol, era agradable, pero a la vez inquietante. Los vigilantes de la puerta permitían entrar cuando alguien salía. Cuando me llegó el turno, comentaron con alegría la poca gente que había esperando (eran las siete de la tarde). “¡Venga, que nos la quitamos!”, se animaban. Dentro, la verdad es que era sencillo mantener la distancia social. Pude comprar casi todo lo que necesitaba, salvo los puerros (¿?) y, por primera vez, me creó desazón ver los huecos en las estanterías. Los clientes se evitaban (nos evitamos) con movimientos en zigzag, lejos de los bailes palaciegos de días atrás. Nos lanzábamos miradas esquivas, imposibles de descifrar a falta de la mitad del rostro oculto tras la mascarilla. Un buen número de empleados se movía con la soltura y la seguridad que nos faltaban a los clientes, intentando completar las compras de los pedidos a domicilio, gritándose a distancia si queda esto o queda lo otro. También tropecé con tres parejas haciendo la compra con un miembro en el súper y el otro en casa. Una de ellas lo hacía por videollamada, mostrándole los productos al móvil, en concreto varios tipos de tomate frito, intentando llegar a un consenso sobre el adecuado, de entre los disponibles. En la conversación de otra pareja, esta vez por audio, no tuve más remedio que intervenir, pues él le decía “cariño, pero cómo voy a encontrar aquí soja texturizada”. Esa me la sabía.

Salí del supermercado empujando mi carrito sin tener ni idea de cuánto tiempo había transcurrido, sin duda más del que esperaba, pues yo también había caído atrapada en un confuso deambular. Tomé una bocacalle y no había recorrido más de veinte metros cuando comenzaron a lloverme unos tímidos aplausos. En seguida, empezó a arreciar. Me estaban dando las ocho de la tarde en la calle. Me sentí como Cenicienta a medianoche así que, antes de perder los zapatos corriendo hacia mi casa, me detuve ahí mismo y empecé a aplaudir desde la acera, mirando a todos estos vecinos extraños, que a su vez observaban a una mujer con moño, con gafas, con mascarilla, con carro, con un algo de tristeza y un poco de ansiedad parada ahí mismo, golpeando palma contra palma. Vi manos asomando trompetas y panderetas, vi familias enteras, mi hombres y mujeres solos, vi niños y niñas, escuché aullidos y bravos. Un chico torció la esquina al final de la calle en la que me había detenido, aproximándose hacia mí. Caminaba solo, a grandes zancadas, acompañándolas de las palmadas. El gesto era tan natural que parecía que lo hubiera hecho todos los días de su vida. Cuando lleǵo hasta mi posición, ambos seguíamos aplaudiendo, y nuestras palmadas resonaban con fuerza, pero no nos miramos. Hicimos como si el otro no estuviera. Hay una distancia social que no se rompe jamás.

Cuando se fueron diluyendo los aplausos, volví a agarrar mi carro y proseguí mi camino. En la siguiente calle, aún había quien palmeaba con resistencia aislada. Una calle más y asistí a una conversación de esas que se entablan entre balcones al final del día, alargando el momento y disfrutando del sol. Y así llegué a mi calle, que es un pasaje peatonal. Eran las ocho y diez. Me puse muy contenta cuando me aproximaba porque lo primero que me llegó fue la música: mis vecinas tenían Resistiré a todo trapo. Las saludé con la mano desde la acera. Vi a mis vecinos del rellano en su terraza, bailando con sus bebés en el regazo. Y a mi vecino del tercero, observando los bailes. Me quedé en la puerta del portal hasta que acabó la canción y llegó la segunda tanda de aplausos, de los que participé con fuerza.

Mientras desinfectaba el móvil me saltó el aviso del directo de La Prohibida por Instagram. Me están encantado estos pequeños eventos. En estos días he asistido también a una pinchada comentada de Julián Almazán de Teenage Thunder, así como a una charla del mentalista Pablo Raijenstein y el escritor Aitor Sarabia sobre David Lynch y Marilyn Manson. No podía resistir la tentación de conectarme al show de mi travesti favorita. Al presentarse, ha dicho: “bienvenidos a La Prohibida en cautiverio” y se ha hecho un show de once canciones, nada menos. La Prohibida dijo que el show era gratis pero que las artistas necesitan vivir y que ahí estaba su Bizum y su Paypal para recibir aportaciones voluntarias, lo que me hizo recordar cuando el otro día Clara Te Canta se preguntaba qué pasa con los artistas que necesitan ganar dinero en tiempos en los que se está regalando la cultura. Esta sería una opción. Asistimos el concierto más de mil personas y estoy segura de que muchas le mandaron dinero. La Prohibida le dedicó su versión de La tristeza de ser electrón a su amiga Noelia, que hoy le había dicho por WhatsApp: “cuando salgamos de todo esto, la vida estará llena de segundas primeras veces”.

Algo que me gustaría que existiera en ese otro universo alternativo en el que la humanidad ha superado el COVID-19 es que siguiera habiendo aplausos en los balcones, que mis vecinas sigan bailando con la música a todo trapo, que las personas conversaran de ventana a ventana, tomando el sol, que los padres bailaran con sus niños en el regazo, que La Prohibida, Julián Almazán o Pablo Raijenstein siguieran apareciendo en directo en la pantalla de mi móvil y pudiéramos enviarles el dinero que pensamos que merecen, por su arte. Lo que veo más difícil es que en ese universo paralelo Roble y Raíces funcionen correctamente.

Mientra tanto, en la dimensión que habitamos, 117.710 personas se han infectado de COVID-19 en España (10.935 muertes), 524.035 en Europa y 900.306 en el mundo. En España, estamos al borde de revertir la curva de contagios. Podríamos empezar a fantasear, ya, en ese mundo de segundas primeras veces.

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