Martes, día 231 de Pandemia. España alcanza el mayor número de fallecidos en la segunda ola. Varias comunidades superan sus peores registros de contagios. Aumentan la presión hospitalaria y el colapso sanitario. El exceso de muertes supera las 9.000 desde principios de septiembre. La pandemia repunta en toda Europa. Se anuncian confinamientos autonómicos y nuevas restricciones. Los expertos avisan de que nos vayamos despidiendo de la navidad, y algunos operadores turísticos dan por perdida la próxima semana santa. Los ensayos para una vacuna van rápidos pero no la esperemos antes del verano. La policía denuncia cientos de fiestas y botellones en la primera noche de toque de queda. Crece el número de parados. Empeoran las previsiones económicas. Decenas de dirigentes políticos se reúnen en una lujosa cena en Madrid.
Todo mal, vaya. Mal los contagios, mal la respuesta, mal los gobiernos, mal la economía, mal las consecuencias sociales, mal las previsiones, mal las próximas semanas que se anuncian muy duras. Mal los jóvenes, mal los irresponsables, mal los políticos. Todo mal. Y así un día, y otro, y otro. El ametrallamiento diario de malas noticias nos está haciendo añicos el estado de ánimo, el individual y el colectivo. Tenemos la autoestima como sociedad por los suelos (¡el peor país de Europa en la pandemia!), la confianza a cero, más tristeza que ira, y abandonada toda esperanza a corto plazo.
¿A qué nos agarramos en días así? ¿Nos dejamos hundir un poco más, o buscamos un asidero por escaso que sea? Los no creyentes, ¿solo podemos encomendarnos a la matraca del pensamiento positivo, la autoayuda de saldo o la moral de victoria esa que siempre invoca el presidente? Así que me he dicho: venga, Isaac, escribe un artículo optimista en plena pandemia. Pero optimista de verdad, no uno de esos que parece ser optimista y al final te deja peor cuerpo del que tenías al inicio. Optimismo sin ironía. Venga, valiente.
Pues venga, lo confieso en voz alta: soy optimista. Lo soy pese a todo, contra todo. Optimismo de la voluntad, vale, pero optimismo al fin. Puedo leer el primer párrafo de este artículo y seguir siendo optimista. Me obligo a serlo cada día, porque si no, me confino yo solito sin esperar a que me lo manden, pero confinado bajo la cama. Optimismo sin ingenuidad, no para sentarse confiado a esperar lo que venga; ni tampoco optimismo para bajar la guardia y empeorarlo; sino como forma de resistencia, para que acabe siendo también una forma de acción.
Mi optimismo no niega que estamos mal, incluso muy mal. Pero podríamos estar peor. Incluso mucho peor. Y si no lo estamos es porque, cha-chán, cha-chán, por debajo de toda esa capa grasienta de ineptitud e irresponsabilidad que parece cubrirlo todo… (redoble de tambores)… hay mucha gente que desde el primer día lo está haciendo bien, lo está haciendo mejor, y nos está salvando, o por lo menos impidiendo que nos hundamos más. Y son muchos.
Por cada gobernante o dirigente político, estatal, autonómico o municipal, que estos meses nos indigna con su ineficacia, su ceguera o su psicopatía, hay muchos otros responsables políticos que lo están haciendo razonablemente bien dadas las circunstancias. No repitamos que “todos los políticos son iguales”. Los hay que no dan espectáculo, bronca ni portadas, y que a cambio llevan meses durmiendo poco, sin apenas vacaciones, escuchando a quienes saben del asunto, cambiando prioridades y destinando recursos en el ámbito de sus competencias. A algunos les acompañan los resultados, no siempre. También cometen errores, claro, pero nadie podrá negarles que han hecho todo lo que estaba en su mano. Pónganles nombres, seguro que los conocen en sus territorios, que no quiero ser injusto y dejar fuera a quien lo merezca. O sí, daré un nombre que merece mi reconocimiento, con todos los errores que haya podido cometer, y en cuyo lugar nadie querría estar: el ministro de Sanidad, Salvador Illa.
Pero por debajo, o por encima de todos esos gobernantes, tanto de los ineptos como de los esforzados, hay además miles de trabajadores públicos que nos están salvando. Los sanitarios los primeros, claro, que están dejándose la piel (y algunos la vida) para suplir las carencias estructurales y presupuestarias que ellos no causaron. No hay aplausos suficientes para reconocer a tantas mujeres y hombres buenos. Los trabajadores del sistema educativo también, que reparan con su trabajo e ingenio los agujeros que dejan las administraciones, han amortiguado los contagios en colegios e institutos, y le están haciendo fácil a nuestros hijos un año tan difícil como este. Los trabajadores de las fuerzas de seguridad, que tienen la labor más ingrata pero también hay que reconocerles en un año tan conflictivo. Y muchos otros trabajadores públicos que están sosteniendo unas administraciones sometidas a una tensión sin precedentes.
No solo en las administraciones públicas: están también todos aquellos trabajadores que ahora llamamos “esenciales” y que llevan meses en primera línea de pandemia, normalmente acompañando el riesgo de contagio con unas malas condiciones laborales. Y tantos otros que, teletrabajando o no, están ellos también tapando grietas en medio del naufragio económico. Sin olvidar a tantos trabajadores de la cultura que no se han rendido en su peor año.
¿Se sienten un poco más optimistas, piensan que estamos en buenas manos pese a todo? Pues echen un vistazo alrededor, a toda esa gente responsable que seguro conocen. Yo veo botellones y fiestas en la tele, repetidos en bucle, pero puedo contar con los dedos los irresponsables a los que conozco personalmente. Frente a esa imagen de país frívolo y temerario, lo que más veo es gente que respeta las normas sin tener un policía encima, que sigue las recomendaciones todo lo que sus circunstancias se lo permiten, que va a acumulando planes aplazados para “cuando pase la pandemia”. También jóvenes, sí, que no todos están de botellón, ni siquiera la mayoría. Jóvenes, y niños, todos aguantando cinco o seis horas diarias con la mascarilla puesta y las ventanas abiertas sin quejarse, manteniendo distancia en juegos infantiles y quedando al aire libre, viendo menos a su gente de lo que querrían.
Entre todos esos ciudadanos están también los que ya nos cuidaban y nos salvaban antes de la pandemia, y ahora no faltan: todos aquellos colectivos, organizaciones, sindicatos, asociaciones vecinales, redes comunitarias tradicionales y otras nuevas, que estos meses no han parado de ayudarse unos a otros y a los demás, repartiendo alimentos, asegurando cuidados, organizando redes de solidaridad, acompañando soledades, denunciando necesidades, buscando recursos o parando desahucios –que se siguen produciendo–. Si quieren doblegar el pesimismo y coger fuerzas, acérquense a cualquiera de esos colectivos y colaboren en la medida de sus posibilidades, ya verán qué subidón.
Por debajo de esa imagen de país fallido, arruinado, de gobernantes incapaces y ciudadanos irresponsables, yo me quedo más con todas esas personas que en distintos frentes están consiguiendo que, en medio de una pandemia descomunal que golpea a tantos países y ante la que hay aún tanta incertidumbre, estemos mal pero no peor. Que no es poco. Ahora llámenme ingenuo si quieren.
Si no les vale para acostarse hoy un poco menos pesimistas, ahí va un bonus track: los mejores investigadores, laboratorios, universidades y centros de investigación de todo el planeta están trabajando incansablemente por conocer mejor el virus, frenar los contagios, desarrollar remedios y vacunas. Y en muchos casos lo están haciendo de manera colaborativa, intercambiando información y experiencias, un gigantesco cerebro colectivo como no se ha visto otro igual en la historia. Tardarán más o menos, pero lo conseguirán.
Para alimentar un poco más el optimismo y la resistencia, dos recomendaciones culturales:
-Una película: Lo posible y lo necesario, sobre la vida de Marcelino Camacho, que La 2 de TVE emite este jueves para recordar el décimo aniversario de la muerte de un gran resistente.
-Un libro: Un paraíso en el infierno, de Rebecca Solnit (Capitán Swing), sobre las formas de comunidad y solidaridad que surgen precisamente en medio de las catástrofes.
Venga, ánimo.