Como cualquier otro ser vivo, el ser humano necesita alimentarse y, desde la Declaración Universal de los Derechos Humanos en 1946, alimentarse es también un derecho. Cuando los derechos no pueden cumplirse, se da una situación de injusticia.
En 2050 habrá en el planeta 9.000 millones de personas. Todas y cada una con su derecho a alimentarse. ¿Cómo conseguirlo? La justicia alimentaria pasa, entre otras cosas, por un modelo agrícola diferente al que viene primándose. Este modelo, que puede llamarse convencional, está basado en buena medida en las grandes plantaciones y los monocultivos. Es un modelo particularmente negativo cuando su expansión se consigue a base de cultivar tierras que no estaban siendo cultivadas, como los bosques húmedos de la franja tropical. Y además de las consecuencias peligrosas de este sistema en términos ecológicos y climáticos, hay también dos líneas de impacto negativo a nivel social: por un lado, es un tipo de cultivo poco empleador de personas por hectárea cultivada o por cantidad producida –y por tanto contribuye a expulsar personas del medio rural hacia medios urbanos cada vez más superpoblados– y, por otro, empuja los precios de producción a la baja, haciendo inviables otras formas de agricultura como la de pequeña escala. Esos costes de producción son muy bajos porque no incluyen ningún pago por las externalidades que provocan. Y es sabido que la agricultura es solo una parte de los costes de los alimentos. La transformación o el procesamiento y, desde luego, la distribución de los mismos, añaden mucho más coste.
Ante a esto, y conscientes de la complejidad que siempre tiene la agricultura, existe una alternativa basada en la agricultura a pequeña escala, la producción colectiva y la comercialización justa.
Hoy en día se estima que las pequeñas explotaciones agrarias ocupan a unos 800 millones de personas en todo el mundo, que frecuentemente sufren por mantenerlas debido a los bajos precios que el modelo convencional consigue y ante los cuales es muy difícil competir. Una pequeña explotación agraria se puede compaginar con una huerta o con tener algunos animales que aseguran el sustento de la familia y generan abono natural para el cultivo. Y se maneja bien en combinación con árboles porque no requiere espacios abiertos para el trabajo de grandes maquinarias o incluso aviones. Es, por tanto, un sistema que produce en la biodiversidad. Y todo esto no es incompatible con mejoras en las técnicas de cultivo que hagan más eficiente la finca y permitan generar más alimento sin necesidad de más tierra y sin afectación al medio ambiente. Es más, es muy importante promover esas mejoras.
Cooperativismo es innovación
El cooperativismo es la mejor manera de organización para la agricultura a pequeña escala, pensando tanto en la capacitación de los campesinos y campesinas en nuevas técnicas de cultivo, como en las siguientes fases de la cadena de aprovisionamiento, especialmente en las primeras transformaciones y, sobre todo, en la comercialización. El cooperativismo puede fomentar la innovación porque permite compartir experiencias y contratar personal técnico, y evita intermediarios porque puede tener capacidad para transportar, transformar y comercializar directamente. Ciertamente, su gestión es muchas veces más compleja y poner de acuerdo a mucha gente es complicado, pero también puede verse una oportunidad de desarrollo para las comunidades.
Y finalmente, el Comercio Justo permite que toda esta producción obtenga la retribución necesaria para mantener a las personas con su producción. Los precios en Comercio Justo se basan en los cálculos del coste de una vida digna para una familia promedio en cada contexto. Se calcula también la producción que esa familia puede conseguir, en promedio, en su pequeña finca –en general una hectárea es la medida más habitual de cálculo, aunque depende del producto y de la región–. Y se dividen ambas cifras para obtener el precio mínimo. Si posteriormente el mercado sube por encima de ese precio, el Comercio Justo también sube. Además, se facilita la prefinanciación a las organizaciones –y éstas a sus afiliados–, se paga una prima social para proyectos de desarrollo comunitario, se establecen relaciones estables entre la cooperativa y la importadora que hacen más cierto el futuro y por tanto la propensión a invertir, y desde luego, se audita y garantiza que en estas organizaciones no se vulneran derechos de las personas como la explotación laboral, la mano de obra infantil, la desigualdad de género o la libertad de asociación. Se puede resumir diciendo que el Comercio Justo paga más para evitar las externalidades. Y esta es una característica clave de la propuesta.
Garantías al consumidor
El Comercio Justo, al mismo tiempo, otorga un sistema de garantías a los consumidores y consumidoras de todo el mundo para que puedan optar por este modelo. Al otorgar el mantenimiento del sistema a los consumidores y las consumidoras, el Comercio Justo se revela como una alternativa que incluso consigue atraer el interés del sector privado que entiende enseguida esta corriente de preferencia. Conseguir que más familias campesinas se beneficien de un comercio justo es una decisión de las familias consumidoras. Y, a partir de aquí, el Comercio Justo se desvela como una estrategia con muchas posibilidades de crecer. En 2018, se estima que se consumieron productos de Comercio Justo por valor de unos 10.000 millones de euros en todo el mundo. En España la cifra aún está en 80 millones, pero registró un fuerte crecimiento del 53%, precisamente por el interés del sector privado –tanto de industrias como de distribuidores–, que confirma la tendencia.