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El ejemplo de Illa

Salvador Illa después de votar en las elecciones del 12 de mayo.

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En 1994, poco antes de ser elegido presidente de la Cámara de Representantes, el republicano Newt Gingrich mandó un memorándum a colegas de su partido titulado 'El lenguaje: mecanismo clave de control' y que tenía una lista de palabras recomendadas para describir a los rivales demócratas. Los términos incluían “traidor”, “enfermo”, “patético”, “radical”, “egoísta”, “mentir”, “destruir” y “robar”. “Las palabras y las frases son poderosas”, escribió Gingrich, considerado uno de los artífices de la revolución conservadora más agresiva y divisiva que sigue marcando la política en Estados Unidos. 

Esto lo cuenta la profesora Lilliana Mason en su libro 'Uncivil Agreement', donde desgrana las causas de la llamada polarización afectiva partidista, es decir, la que demoniza a los rivales políticos no por sus ideas, sino por su mera identificación con otro grupo al modo de hinchas de fútbol. Mason pone el ejemplo de Gingrich para explicar que ése es el tipo de lenguaje utilizado hasta hoy por políticos y votantes de ambos partidos en Estados Unidos, pero también se pregunta, pensando en soluciones para la polarización afectiva, si sería posible hacer una lista de palabras positivas o al menos neutras. “¿Qué pasaría si los líderes de los partidos demócrata y republicano decidieran utilizar una retórica tolerante hacia el equipo contrario? ¿Qué pasaría si hubiera una nueva y opuesta versión del memorándum en el que se desanimara en lugar de animar el uso de palabras que demonizan?”, escribe. No imagina a los líderes actuales de su país haciendo algo así –el libro fue publicado en 2018, con Donald Trump en la Casa Blanca–, pero deja la idea como receta posible para el futuro. “Si por algún motivo ambos partidos se pusieran a defender normas de interacción partidista civilizada, esto podría reducir el conflicto partidista y los prejuicios en la política americana en general”, dice Mason.

Una lista de palabras parece algo sencillo y casi inocente, pero lo cierto es que es un pequeño gran paso frente a algo que estamos aceptando como normal cuando no lo es. La agresividad retórica en Estados Unidos y en España, que tiene también un nivel muy alto de polarización afectiva, ni siempre ha sido así ni sucede de la misma manera en todos los países. 

En el Parlamento británico, una acusación de mentir como las habituales en el Congreso español no se puede hacer con ligereza y sin consecuencias para la persona que ha pronunciado ese verbo o para la persona que ha dicho falsedades a sabiendas (esto es lo que en última instancia empujó a Boris Johnson a dejar su escaño). 

Pero en España hay también buenos ejemplos de contención en las formas y uso de las palabras con consciencia de lo que significan y del efecto que tienen, sobre todo en boca de un servidor público, que tiene una responsabilidad no sólo hacia sus votantes sino también hacia el resto de ciudadanos para los que trabaja. 

Un rayo de esperanza lo ha puesto estos días Salvador Illa, un político que ha hecho de la cortesía, el uso medido de las palabras y el cuidado en los mensajes parte de su marca política. Y ha demostrado que no hace falta insultar al rival, ni acosar a nadie en X, y ni siquiera inventarse grandes conspiraciones de enemigos conchabados en la sombra para ganar unas elecciones.

Illa tampoco es una excepción absoluta, pero su triunfo es tal vez una excusa para recordar que es posible hacer política de una manera que no amargue todos los días al país. Hay casos especialmente extremos en partidos de la derecha, pero visto el estilo incluso de algunos compañeros de partido, Illa tal vez les podría ayudar con una lista de palabras para tener desacuerdos más civilizados con los rivales y sus votantes. Por empezar a practicar.

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