La Iglesia, el dolor y el frío
José K. ha decidido guarecerse, encogido y tapado hasta las cejas, en su diminuto tabuco. Calcula que aún tiene algún envase de sopicaldo sin caducar en el armario de la cocina, alguna manzana sin pudrir en el frutero y algo de pan de molde en la fresquera, que ahí se conserva mejor. Nuestro hombre tiene claro el porqué de su encierro: el bicho anda suelto por ahí fuera, ómicron le dicen ahora, como si es lambda o sigma, murmura, y, sobre todo, que han dicho en la radio que la temperatura exterior es de un grado. ¡Un grado! Frío, un frío que rasca, un frío que pela.
A José K. se le hiela la sangre ante el anuncio meteorológico, que hace muy poco leyó el caso del fotógrafo René Robert, retratos indelebles de Camarón, Paco de Lucía o Farruco, que murió congelado en las calles de París tras una desgraciada caída y allí, nueve horas de horror, esperar a la muerte, que el frío, cruel, canalla, lentamente se fue apoderando de carnes y huesos. “No había perdido la conciencia, pero los pensamientos no acertaban ya a circular por los circuitos de su cerebro, invadidos por el hielo”, contó de otro caso similar Emmanuel Carrère. Liberté, egalité, fraternité, cuánta superchería, ni un solo ciudadano de todos los que pasaron a su alrededor movió un pelo para interesarse por aquel ser humano tirado en la acera. Y recordado el frío, aún resuena en la conciencia de nuestro hombre la crónica de una periodista de hace algún tiempo que contaba cómo en las noches oscuras y gélidas de un campamento de refugiados sirios, da igual su localización, solo se oía el grito de dolor de los niños que sufrían por el inmenso frío. Imagen terrible, espantosa, que José K., aún viejo, pellejo y cascarrabias como es, no olvida ni quiere olvidar.
En ambas situaciones confluyen, se cuenta a sí mismo, los dos asesinos que le aterrorizan, cada uno de ellos suficiente para acabar con nuestras vidas: el físico, medible por cualquiera con un simple termómetro, y el más virulento aún, el más despreciable, para el que no hay antídoto posible, ni mantas para protegerte, ni calores para contrarrestarlo: el moral, el ético, el que congela el entendimiento y te convierte en un ser abyecto y despreciable. Poco que añadir a la obviedad de los diez, veinte grados bajo cero, pero una mínima referencia literaria para entender la amenaza de ese segundo frío criminal. ¿Verdad que todos reconocemos el dolor lacerante que lleva en su formulación aquella advertencia de Antonio Machado sobre la España que ha de helarte el corazón? Ese agobio, ese ahogo, ese sufrimiento tan devastador como la nevada más cruel.
Porque hay experiencias personales que nunca se borran de la piel, marcadas a fuego en la memoria. Lo describió muy bien Juanjo Millás: “En el principio fue el frío. El que ha tenido frío de pequeño, tendrá frío el resto de su vida, porque el frío de la infancia no se va nunca. Si acaso, se enquista en los penetrales del cuerpo”. Y así se sufrió en la guerra y en la posguerra, aquellos tiempos sórdidos, llenos de rincones oscuros, de filetes que nunca hubo, de zapatos con suelas de cartón, pies calados hasta los tobillos, cuajados de sabañones que no paraban de atormentarte, rascándote los dedos, enfebrecido por el picor inaguantable.
Todo era oscuro y frío en aquellos internados o aquellas aulas donde se cometían los repulsivos delitos. Todo es negro y helador, además, en la actitud de quienes lo consintieron
Así que no puede evitar José K. que se le junten ambos horrores en esa imagen de un mundo gélido, rodeado de una espesa niebla y semioscuridad a la que vuelve una y otra vez siempre que oye hablar, miren ustedes qué extraña asociación, de la pederastia y los curas. Sabe perfectamente, así le dicta su inteligencia, que se puede abusar de un niño o una niña con una temperatura de 40 grados y un sol radiante en las muy famosas playas de Marbella. Pero los imaginarios colectivos obligan a José K. a situarse en otros escenarios, irlandeses, canadienses, españoles, tan católicos que no se puede ser más, venga de rezar y rezar, pero donde los curas siempre tenían las manos heladas para sus asquerosos tocamientos. Todo era oscuro y frío en aquellos internados o aquellas aulas donde se cometían los repulsivos delitos. Todo es negro y helador, además, en la actitud de quienes lo consintieron, de quienes encubrieron, de quienes incluso hoy, con las vergüenzas al aire, se niegan a atender, al menos con el cariño del reconocimiento, a las víctimas infantiles -qué bajeza- de aquellos desmanes. Frío, pues, desde todas las direcciones. Una friura integral. Así se lo imagina José K. y de ahí nadie podrá sacarle. Terco, como el que más.
Pero nuestro hombre quiere subir un escalón y propone que alcancemos con nuestras críticas a los autores, por supuesto, pero también a sus superiores. ¿La Iglesia, tan universal, tan ecuménica, ha actuado de similar manera en todas las partes del globo? Dado que la organización, abrumadoramente poderosa, 1.345 millones de fieles, 229 cardenales, más de cinco mil obispos, medio millón de curas, eligió la figura de un monarca absoluto, el Papa, para gobernarse, ¿ha reaccionado de la misma manera, ha unificado los remedios a la infamante plaga? Qué va: cada Iglesia se ha sacudido las pulgas como ha querido o podido.
No pretende José K. hacer un recorrido exhaustivo, que los casos ya son conocidos y son otros quienes deben contabilizarlos, pero un breve picoteo le servirá a nuestro malvado amigo, que no da puntada sin hilo, para llegar con razones de peso al final de este camino. La secuencia se repite y a la vergüenza de los hechos, le siguen las todavía más ignominiosas maniobras de las jerarquías católicas para encubrir a sus autores. El frío, primero, y el hielo, a continuación.
Cita por ejemplo nuestro hombre el informe de la Universidad de Justicia Criminal John Jay de Nueva York que concluyó que, entre 1950 y 2002, un total de 10.667 personas habían acusado a 4.392 clérigos de abusos sexuales a menores en Estados Unidos. La vergüenza mayor: solo 252 de ellos fueron condenados y 100 encarcelados. Al menos soltaron la mosca, dice José K., que se pone castizo cuando se enfada, y allá que pagaron a las víctimas más de 3.000 millones de dólares, lo que dejó en bancarrota a decenas de diócesis. Misma impunidad en curas australianos y neozelandeses, con miles de casos de abusos, pero también de escandalosos encubrimientos, porcentajes similares a los de Estados Unidos, al igual que en Bélgica, Irlanda o Alemania. Cualquier publicación les dará esa información y podrán observar con facilidad cómo en todos los casos, al más puro estilo mafioso, uno de los nuestros, la omertá se impone.
¿Y en España? ¿Qué ocurre con este horror? ¿Qué dice nuestra Conferencia Episcopal? Nada. Silencio y ocultación culpable bajo las ricas alfombras. ¿Qué ha sido de su culpa, de su grandísima culpa?
Los obispos franceses han decidido actuar de otra manera. Un estudio encargado por ellos mismos a un alto funcionario, el informe Sauvé, concluía que, entre 1950 y 2020, un mínimo de 216.000 menores, mayoritariamente hombres, habían sido víctimas de agresiones sexuales cometidas por curas, diáconos, religiosos y religiosas. Eran los encargados de velar por su inocencia y resulta que eran ellos mismos, tanto padrenuestro, tanto credo, los lobos depredadores. Y tras reconocer la responsabilidad de la jerarquía en esas acciones, por su silencio cómplice en muchos casos, fijaba un fondo de indemnizaciones que deberá salir de la venta de bienes de la propia Iglesia.
¿Y en España? ¿Qué ocurre con este horror? ¿Qué dice nuestra Conferencia Episcopal? Nada. Silencio y ocultación culpable bajo las ricas alfombras. ¿Qué ha sido de su culpa, de su grandísima culpa? Ha tenido que ser una investigación de El País la que haya aportado cientos de casos ante la parálisis de nuestros obispos que nada vieron, nada oyeron, nada dijeron. Esa Conferencia Episcopal retrógrada hasta la médula, seca de sentimientos, meliflua en sus palabras, sorda ante las súplicas de sus fieles violentados, ajena a las investigaciones que llevan años haciendo sus equivalentes de otros países, como hemos visto. Todo lo tenían delante, las agresiones y la preocupación de Conferencias Episcopales vecinas, pero ellos a sus cosas, que ahora citaremos, para qué ocuparnos de estas miserias.
José K., ya con la vena del cuello a punto de estallar, recuerda a los franceses y señala que aquí la Iglesia, como en todo el mundo, tiene bienes para dar y tomar, sobre todo tomar. ¡Hay que ver esos templos y sus museos diocesanos repletos de oro, mármoles y piedras preciosas, levantados hasta el cielo con la sangre y sudor de los hombres, mujeres y niños que morían como chinches a su alrededor en aquellos campos miserables de los siglos del hambre!
Pero quizá no haya que irse tan lejos en el tiempo para encontrar tesoros, que esos mismos obispos estaban muy ocupados maquinando por despachos y registros oscuros la gigantesca farsa de las inmatriculaciones, robo tras robo. Una millonada. Cierto que tenían que atender a las necesidades de la extrema derecha que llena sus micrófonos y sus platós de televisión, bazofia que señala muy fielmente los límites morales o intelectuales en los que se mueven nuestros obispos y cardenales. Pero aun con tan notable gasto, los billetes les chorrean por los báculos que dan ostentosa fe de su jerarquía. ¿Dinero, bienes? Les sobran. Todos.
Nunca, jamás, saldremos de ese frío y ese hielo que nos acongoja si no somos capaces de imponer la misma justicia para todos los ciudadanos, se dice José K. lanzado al monte de la provocación, ya sean curas, obispos, cardenales o papas y muy recubiertos de ricas vestimentas que se nos aparezcan. Basta ya de hipocresías y mentiras de quienes tanto aparentan y tan poco cumplen. Oigamos siempre al gran Christopher Hitchens: “Sabemos que la religión ha hecho que muchas personas no solo no se comporten mejor que otras, sino que consideren aceptable comportarse en modos que harían que el gerente de un burdel o un genocida torcieran el gesto”, Dios no es bueno (Penguin Random House, 2008).
Nota del Autor
El personaje de José K. nació en El País en 1986 en un artículo titulado Elogio del panfleto y reivindicación de la demagogia. Reapareció en 2008, 22 años de silencio, y hasta febrero de 2021 llenó más de cincuenta páginas del mismo diario. También publicó un libro con ilustraciones de El Roto.
Hoy, tan añoso, comecuras y malencarado como siempre, resucita en elDiario.es. No quiere que se le note, pero está encantado.
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