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Afganistán y los dilemas de ayuda humanitaria

Niñas afganas asisten a clase a las afueras de Jalalabad (Afganistán) en 2017, cuando aún era posible. EFE/ Ghulamullah Habibi

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Desde 1979, año en que la antigua URSS ocupó militarmente Afganistán, este país no ha conocido la paz. Al cabo de una década, las tropas soviéticas tuvieron que retirarse, sufriendo una gran humillación. Le siguió una época de guerra civil entre grupos tribales, después la llegada de los talibanes, y, ya a finales de 2001, la ocupación de Estados Unidos, cuyas tropas, junto a las de sus aliados, tuvieron que retirarse de forma apresurada en agosto de 2021, tras el retorno victorioso de los talibanes. Desde 1980 hasta la invasión estadounidense, Afganistán había recibido ayuda para el desarrollo por valor de 4.354 millones de dólares, a precios constantes de 2018, a una media de 207 millones anuales. A partir de 2001 empezó a incrementarse de forma exponencial, hasta llegar al pico de 6.617 millones en 2011, y sumando 43.360 millones en el período 2001-2011. En estos once primeros años de ocupación, la media anual fue de 3.942 millones de dólares, 19 veces más elevado que la media anual de los 21 años precedentes. En los ocho años siguientes, la media anual fue de 4.649 millones de dólares, ya que sumó 37.197 millones. En síntesis, desde 1979 hasta 2019, el país recibió casi 85.000 millones de ayuda oficial al desarrollo (AOD), siempre con guerras de por medio, y la mayor parte después de 2001. Desde 2002, la UE proporcionó algo más de 4.000 millones en AOD, y Estados Unidos, el principal donante, el 39% de toda la AOD de 2002 a 2019. Hasta la invasión estadounidense, el país apenas recibió atención en cuanto a AOD, mientras que, a partir de 2001, fue uno de los países con más ayuda por habitante y año. La lectura geopolítica de este caso es evidente.

Entremos ya en el dilema. En agosto de 2021, los talibanes comenzaron a entrar en la capital, y rápidamente se hicieron con el control de todo el país. Tanto las tropas de Estados Unidos como de los países aliados, además del personal que estuvo a su servicio, fueron evacuados en gran parte en un puente aéreo organizado a la desesperada. Los países europeos empezaron a temer una ola millonaria de personas refugiadas, que ya presionaban sobre los países vecinos. En octubre, la UE prometió dar 1.000 millones de euros de ayuda humanitaria para el país, aunque de manera ingenua señaló que no debían pasar por las manos de los talibanes, quienes, a su vez, pidieron la descongelación de 9.000 millones de dólares en reservas extranjeras del país, de los cuales 7.000 millones estaban en bancos estadounidenses. En paralelo, China y, en menor medida Rusia, empezaron a mover sus piezas diplomáticas y promesas económicas para congratularse con el nuevo régimen y su emirato. Entre septiembre y octubre de aquel mismo año, además, casi la mitad del país se encontraba en situación de crisis o emergencia alimentaria (niveles 3 y 4 de una escala de 5), debido a la combinación de la sequía, el conflicto y el colapso económico. A finales de diciembre y a instancia de Estados Unidos, el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas autorizó el pago durante un año de fondos y la entrega de “bienes y servicios” necesarios para el país, aunque sin pasar por el control de los talibanes, algo bien difícil. El motivo de fondo fue el miedo a un éxodo masivo de personas hacia los países vecinos. Ya en enero de 2022, Naciones Unidas pidió que se recogieran 5.000 millones de dólares para evitar un desastre humanitario en el país, de los 4.400 se gastarían en el primer año. Los talibanes confiaban en obtener estos fondos para gobernar, y Estados Unidos y otros países se avinieron a conceder ayuda, a cambio de algunas repatriaciones y de contener al ISIS. En este mes de agosto, el Programa Mundial de Alimentos ha confirmado que, en el país, una de cada tres personas padece hambre y dos millones de niños están desnutridos. Desde la toma del poder por los talibanes en agosto de 2021, Estados Unidos ha proporcionado 775 millones de dólares en asistencia humanitaria a Afganistán, pero la ONU insiste que se necesitan al menos 4.400 millones de dólares para abordar las necesidades de emergencia de más de 24 millones de afganos, el 60% de la población.

¿Cómo debería actuar la comunidad internacional, los países donantes que forman el Comité de Ayuda al Desarrollo (CAD) y los organismos internacionales, ante una grave crisis socioeconómica, pero en un país controlado por un grupo que discrimina a las mujeres y aplica de la manera más represiva la ley islámica? ¿Hay que ayudar, o es mejor que el país siga su camino por sí mismo? Al fin y al cabo, podría argumentarse, los talibanes gozaron del apoyo de una buena parte del país, y los ocupantes no fueron bienvenidos en un país harto de invasiones externas. Este dilema no es nuevo, y especialmente en las organizaciones de emergencia humanitaria, ya tuvieron de planteárselo en 1993 en Somalia y en 1994 en Ruanda, dando origen a un intenso debate que aún no ha terminado. En cierta forma, es la versión más cruda de la condicionalidad de la ayuda, que es igualmente un tema de debate permanente.

Honestamente, no tengo una respuesta contundente al dilema moral y ético de si hay que ayudar a estas poblaciones en peligro, mientras los dirigentes que han causado el desastre mantienen su impunidad o acaben repartiéndose el poder, a sabiendas que millones de personas sufrirán las consecuencias de una situación política, social y económica sumamente compleja que estos dirigentes han creado. En mi opinión, el debate de fondo, y que planea en muchos otros contextos, es si debe o no concederse ayuda a países con regímenes políticos no deseados por los donantes, y más en contextos bélicos donde hay responsables de su planeamiento, inicio y perduración. 

Aunque en la mayoría de las veces esta pregunta no se hace, y mucha gente ignora lo que ocurre en países lejanos, el caso afgano es diferente de otros contextos menos conocidos, en la medida que la imposición del burka y el desprecio sobre las mujeres es algo muy sabido entre la opinión pública internacional, aspecto que los talibanes que ahora están en el poder saben perfectamente. La tesis genérica que estoy manteniendo aquí, es que las sociedades deben seguir su camino, decidir lo que quieren y luchar por ello, con el mínimo de intervención externa posible, y descartando cualquier intervención militar. La conquista de las libertades y los cambios sociales, culturales y políticos de gran calado, entiendo que han de surgir de las mismas sociedades, a sabiendas que pueden pagar un alto precio por ello. Pensar que la compasión externa ha de prevalecer sobre los cambios internos que se necesitan, aunque tengan plazos muy dilatados, no deja de ser una forma de colonización cultural y política y una manera de prolongar la situación de injusticia. Eso no ha de ser obstáculo, sino todo lo contrario, para que se apoyen de una forma u otra a los movimientos del interior de estas sociedades, que luchan por crear las condiciones que permitan provocar los cambios necesarios. En este sentido, entiendo que la AOD, tal como está concebida, no tiene apenas espacio en este proceso. Puede sonar muy cruel decirlo así, pero si se ayuda a los talibanes a sortear las crisis humanitarias que se irán sucediendo, anularemos por completo la capacidad de revuelta interna que, un día u otro, permitiría que Afganistán gozara de más libertades. Con la compasión no basta, y, a veces, esta también mata. 

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