Amargo placer

Cocinero —

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Me provocaría un gran placer limpiar el mundo con una selectiva bomba de neutrones, aunque, ahora que lo pienso, nos aburriríamos bastante sin tanto hijo de puta. Los que escondemos a un gordo en las entrañas tenemos bastante con arrastrar a duras penas las pesadas cadenas del hartazgo pues, aunque parezca mentira, vivimos empachados y perdimos hace tiempo ese sentido de la orientación y de la necesidad que tira de nosotros desde que el hombre camina sobre dos patas.

Siento parecer un abuelo cebolleta, pero deberíamos recuperar esa increíble sensación que provoca el comer con voracidad o beber con una sed insoportable. Tampoco es necesario llegar al extremo de mi amigo José María Gil Arévalo, capaz de programar ayunos voluntarios de veinticuatro horas para incendiar el apetito y excitarse aún más ante una fuente de galeras cocidas o una montaña de centollas gallegas bien cargadas de corales. El animalito viaja en su coche en pleno mes de agosto por la serranía de Ronda con la calefacción a todo trapo para desear con mayor anhelo ese primer trago de cerveza helada a pie de barra que, como escribe Philippe Delerm, “es el único que vale la pena, pues los siguientes, cada vez más largos y anodinos, solo te dejan una sensación de pastosidad tibia y de abundancia despilfarradora”.

Algunos tienen suerte y no engordan, pues se conforman con darse gusto mirando el mar en invierno o jugando con el cordón del teléfono durante una larga charla, tumbados en la cama. O leen plácidamente bajo un árbol. Toquetean enfermizamente su colección de plumas estilográficas. Miran ilustraciones bien impresas de libros de arte, o fotos en blanco y negro de viejas ciudades. O les pone que el sol les caliente la cara un frío día de invierno. Se pierden caminando de noche y se derriten con esa gozosa sensación de descubrir las fuentes del Nilo cuando en una película de romanos ven, a lo lejos, un poste del tendido eléctrico o un reloj de cuarzo en la muñeca de Trajano. Los gordos preferimos tartas de limón, bocadillos de panceta o de chorizo de Pamplona, suspiramos por una tableta de chocolate, por una rosca doble de churros de Paulina o por bebernos un culo de ron fumando tabaco Habano. Tragamos las ostras por docenas, los sesos de cordero rebozados y soñamos con lo que nunca volverá: comer de nuevo tortilla de patata del bar Yola.

La embriaguez de un placer conduce al placer siguiente y ahí seguimos con un razonable culto a la hermosura y al feliz reencuentro del utensilio apropiado para arrancarnos con el guiso, controlando enfermizamente la calidad, la hechura del alimento y la cantidad, “ese ni poco ni mucho que constituye el único ideal, el bienestar inmediato rematado por un suspiro, un chasquido de lengua o, tan importante como éstos, un silencio y la engañosa sensación del goce que se abre al infinito”. Pero la felicidad se agota y se convierte lentamente en dolor de barriga y desencanto, pues uno se planta sin darse cuenta en ese desagradable territorio en el que comes y bebes cada vez más, disfrutando cada vez menos. El placer nos coloca frente a la inevitable realidad de que la gastronomía es un arte amargo, porque volvemos siempre a comer para olvidar el primer empacho.

 

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