¿Cómo arreglar la Justicia?
Acaba de aprobarse in extremis el Real Decreto-Ley 6/2023 que, entre otras materias, aborda un “Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia en materia de servicio público de justicia” que, por desgracia y pese a las indudablemente buenas intenciones, va a cambiar o mejorar bastante menos de lo que cabría suponer, porque requiere una nutrida cantidad de normas y reformas adicionales que está por ver cuándo vendrán.
Hace muchísimo tiempo que la situación de la justicia es insoportable. De hecho, no es que ahora sea peor que hace décadas. Lo que sucede es que la percepción fluctúa en función de la acumulación de asuntos de cada momento, así como de la expectativa la población acerca de la eficacia de un servicio público. Durante períodos predemocráticos o de democracia precaria, esa expectativa es baja. De hecho, en esas épocas la justicia, que también funciona mal, suele ser extraordinariamente elitista, por lo que la mayoría de la población sólo tiene contacto con ella eventualmente en algún proceso penal, y naturalmente percibe sólo entonces abusos y retrasos.
En una democracia consolidada, la población en general espera que un servicio público funcione. Cuando no lo hace o ese funcionamiento es lento o demasiadas veces incorrecto o inadecuado, las quejas van en aumento, no sólo de la ciudadanía, sino también de los trabajadores de la Justicia, jueces incluidos. Sienten una presión bastante considerable en su trabajo para sacarlo adelante en un tiempo que el Consejo General del Poder Judicial –su órgano de supervisión– considere razonable, aunque no lo sea.
El hecho cierto es que no tiene sentido que un ciudadano deba esperar más de un mes –o hasta un máximo de dos si el caso es complejo– a tener una sentencia en primera instancia en cualquier proceso que no sea penal, aunque algunos penales podrían sustanciarse también muy rápido, como después explicaré.
También es cierto, sin embargo, que cualquiera con experiencia que lea los plazos que acabo de citar, se habrá echado a reír porque le parecerá un imposible. Y justamente esa es la tragedia. Que incluso con arrogancia, se tienen tan interiorizados los actuales tiempos espantosos de espera, que de algún extraño modo acaban pareciendo razonables. Posibilitar la reducción del tiempo de espera al citado mes ni siquiera es el objetivo de ningún gobierno ni tribunal, lo que en términos objetivos habría de ser para echarse a temblar.
Un primer inconveniente de naturaleza política es que el funcionamiento de la Justicia no suele ser una cuestión que atraiga el voto de nadie. La mayoría de la población, habitualmente, no tiene contacto alguno con los tribunales. Sólo cuando adquiere ese contacto se encuentra con esos retrasos incomprensibles, esas sentencias muy extensas pero en el fondo escasamente motivadas, y esas audiencias en las que el justiciable siente que no se le ha escuchado o no se le ha entendido, y en las que ese mismo usuario de la Justicia ha entendido poco o nada. Verá allí a jueces y personas interrogadas realizando una especie de absurdo ritual mágico antediluviano –el juramento o promesa– tras el que esos interrogados –previamente aleccionados por abogados o fiscales– no hablan realmente de su recuerdo sobre los hechos que se juzgan, sino que recitan su lección aprendida que el juez observa y supuestamente valora, aunque no se conozca a través de qué criterios se produce esa valoración, más allá de su intuición, lo que provoca que no se pueda saber realmente por qué un juez estima creíble a un interrogado o a otro. Sería espectacular que la población supiera de una vez por todas que, en realidad, nadie lo sabe. Ni siquiera el propio juez, más allá de poseer una “sensación de saber” fundamentada en una supuesta “experiencia” que no tiene ni la más mínima base científica. Es más, esa especie de ciencia infusa está claramente descartada por la ciencia, que se llama Psicología del testimonio, materia que la enorme mayoría de jueces y fiscales del mundo ni siquiera conoce, por cierto. Muchas películas y series han hecho populares esos interrogatorios, pero lo cierto es que no suelen servir absolutamente para nada. Basta con ver las motivaciones de las sentencias para darse cuenta de su inutilidad; los jueces no suelen hacer referencia a esos interrogatorios en sus sentencias.
Sin embargo, así es como en los procesos judiciales se celebra una especie de ritual con invocaciones, togas y formulismos, que al final es más similar a una misa que a un procedimiento científico, que es lo que debiera ser, por cierto. Desde hace bastante tiempo nos estamos haciendo entre todos unas fenomenales trampas al solitario que, en puridad, debieran resultar inquietantes. Al final, estamos tirando de una especie de fe por el buen criterio del juez que, insisto, al no tener la más mínima base científica, está completamente fuera de época.
Si realmente se quieren arreglar los problemas de la justicia, habría que empezar por concretar qué misión puede desempeñar realmente un juez, dejando de atribuirle poderes prácticamente paranormales que jamás ha tenido ni tendrá. Y a partir de ahí, crear las condiciones para que desempeñe correctamente esa misión. Algún país en el mundo tiene que empezar a hacerlo una vez, y ojalá fuera España un ejemplo al menos en este sentido, como otros países lo son en otros terrenos, sin padecer el habitual y desesperante provincianismo de esperar a que los cambios profundos los lleve adelante primero otro país, a ver cómo le va, para luego copiar. Ser pioneros en algo es positivo, no para ese Estado, sino para el conjunto de la humanidad, porque insisto en que el problema es endémico en el mundo.
Empiécese por reconocer y poner en valor lo que el juez es realmente: un experto jurista, y no un adivino. Por tanto, la parte más relevante de su labor, y que puede hacer verdaderamente bien, es la interpretación y aplicación de las leyes al caso concreto. En consecuencia, deben dársele las condiciones de trabajo razonables para que pueda emitir esos dictámenes jurídicos que son las sentencias en un plazo breve, entre uno y dos meses desde el inicio del proceso, no más, salvo casos muy excepcionales.
En segundo lugar, todas las audiencias del proceso deben ser telemáticas y más informales que en la actualidad, constituyendo un auténtico diálogo espontáneo entre juristas, y no un conjunto de discursos enlatados que nadie va a acabar escuchando, asumiendo el juez un papel activo en esas audiencias, que no tienen por qué ser ni sistemáticas ni siquiera frecuentes, sino que deben convocarse sólo cuando realmente sea necesario ese diálogo para planificar el posterior discurrir del proceso.
En tercer lugar, la prueba debe ser fundamentalmente documental y pericial. Actualmente, gracias a la tecnología, disponemos de una cantidad ingente de documentos –mails, chats, datos de tráfico de comunicaciones, datos posicionales, grabaciones de audio y vídeo, etc.– que no se pudo ni soñar hace sólo veinte años. Dichos documentos, además, deben ser interpretados averiguando su contexto y significado, sin quedarse únicamente en lo que el documento diga al pie de la letra. El lenguaje de cada documento, si se analiza debidamente del modo indicado –es decir, acudiendo a la semiótica textual– es una fuente de conocimiento con un potencial increíble que habitualmente se desprecia en los procesos, dado que los jueces suelen quedarse –muchas veces por sobrecarga de trabajo– solamente en la literalidad del escrito, buscando una aparente –pero falaz– “objetividad” que no se consigue observando sólo las palabras literales de un documento, sino acudiendo a una completa racionalidad usando los indicios que rodeen al escrito o estén en el propio documento, estableciendo las deducciones adecuadas que, realizadas de manera correcta, no serán elucubraciones, sino el uso adecuado del razonamiento judicial. Además, hoy en día disponemos de muy diversas técnicas periciales que aportan un contenido científico a los procesos judiciales que era inédito hasta hace relativamente poco. Con toda esa información, los interrogatorios deben ser excepcionales, y ser practicados con sumo cuidado científico para que puedan dar algún fruto. Con muchos menos interrogatorios, se ganará un tiempo precioso que la Justicia necesita.
En cuarto lugar, es fundamental, no tanto la “digitalización de la justicia” de la que tanto se habla en el Real Decreto-Ley que se acaba de aprobar. Para que los procesos funcionen como correspondería en el siglo XXI, haría falta crear una aplicación informática interactiva similar a la que utilizan las redes sociales, a fin de cargar contenidos y compartirlos con todos los participantes del proceso con un sistema de alertas, haciendo así que el procedimiento discurra automáticamente, sin toda la burocracia habitual, que de ese modo deviene completamente innecesaria. Es preciso crear esa aplicación, y desde luego reformar las leyes procesales para podarlas de todo ese antiguo contenido burocrático, que hace tiempo que debiera pertenecer a otra época. Si eso se acabara haciendo, el cambio sí sería radical y pionero.
En el mismo sentido, debe utilizarse inevitablemente inteligencia artificial en esa aplicación, de manera que muchos pequeños procesos muy frecuentes –monitorios, desahucios y pequeñas reclamaciones de consumo, entre otros– sean sustanciados automáticamente, sin apenas intervención del juez, que de hecho ya es marginal, apariencias burocráticas aparte. La ciudadanía debe saber que en estos procesos, la labor de los tribunales es extraordinariamente reiterativa. Siempre ocurre lo mismo y el resultado, o es siempre previsible o tiene pocas alternativas. Estos pequeños procedimientos generan, no obstante, un esfuerzo tremendo a las oficinas judiciales, que debe ser ahorrado definitivamente procediendo a la automatización. Con ello se ganará también una enorme cantidad de tiempo, que es precioso para la tramitación de los procesos más complejos.
Por último, al ser los procesos telemáticos y con muy pocos interrogatorios, será posible renunciar a las actuales –y trasnochadas– reglas de competencia territorial para que se distribuyan los asuntos indistintamente por los juzgados y tribunales de toda España –con matizaciones para los procesos sustanciados en lenguas autonómicas–, de manera que dejen de estar colapsadas Madrid y Barcelona, entre otras sedes relevantes, ganándose así también distancia física entre los jueces y los abogados o incluso los litigantes, lo que siempre favorece la independencia y la imparcialidad. En lugares medianos o pequeños, sobre todo, se han observado en varios países situaciones de connivencia, o excesiva amistad, entre trabajadores de la justicia y abogados que ya podrían evitarse muy fácilmente gracias a la digitalización y telematización.
Estas son las líneas básicas que deberían regir la Justicia del futuro, eliminando también algunas otras dificultades burocráticas que sería demasiado extenso describir aquí, así como –es inevitable– aumentando de una vez el número de jueces y mejorando su formación. Incluso algunos procesos penales que requieren mucha rapidez y que suelen tener escasa prueba, como los de violencia sobre la mujer, podrían celebrarse en tiempos realmente espectaculares, e indudablemente razonables. Ojalá algún día veamos así una justicia que los ciudadanos identifiquen como algo eficiente y de su tiempo, y no como una especie de mundo aparte kafkiano, que es lo que tantísimas veces sucede hoy, incluso con el esfuerzo y buen hacer de tantísimos jueces y abogados de los que, por desgracia para todos, poco o nada sabemos.
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