Aulas de babel
A raíz del conflicto surgido por la aprobación en Catalunya de un nuevo marco legal regulador de los usos lingüísticos en la educación no universitaria, como consecuencia de los pronunciamientos de la justicia ordinaria sobre la aplicación de un 25% de castellano, ha rebrotado el debate sobre la posible exclusión del castellano en la enseñanza de esa comunidad. Con todo, hay que ser honestos: se trata de una acerada controversia que trasciende el ámbito educativo y que tiene mucho que ver con que, tras más de 40 años de democracia, el reconocimiento de la oficialidad de las lenguas distintas del castellano se encamina hacia un marco de respeto muy limitado para las opciones lingüísticas minoritarias, como pone de relieve, por poner solo un ejemplo, su ausencia en órganos constitucionales e instituciones comunes del Estado mientras que paradójicamente se impulsa su uso en el Parlamento Europeo.
No se trata de una cuestión que dependa solo de las leyes o de las decisiones de los jueces, sino también de la sensibilidad y el equilibrio entre la hegemónica cultura castellana y las culturas minoritarias como la catalana, vasca o gallega. Prueba de ello es que el modelo lingüístico constitucional definido durante la Transición, que tiene como clave de bóveda la oficialidad del castellano en todo el Estado y la del resto de lenguas en su respectiva comunidad autónoma, se ha pretendido que evolucione hacia un estadio en el que el castellano es la lengua común no solo por razón de su preponderancia interna y externa, sino también por razones eminentemente políticas. No hay más que ver cómo rezan textualmente algunos manifiestos en defensa del castellano los últimos años, donde la defensa de las lenguas no castellanas es percibida como un intento de fomentar la fractura y la ignorancia de la población en el contexto de la globalización, e incluso como una tentativa de destruir la lengua castellana y de paso la nación española, contribuyendo así a la confrontación entre personas e instituciones.
Se trata del intento de hacer aflorar de nuevo una concepción un tanto supremacista que se ha impuesto de hecho y de derecho desde la Nueva Planta borbónica hasta el franquismo, pasando por el período de uniformización liberal y por supuesto de las dictaduras de Primo de Rivera y de Franco. Por otra parte, son de sobras conocidos los muchos episodios de represión y de asimilación de las lenguas distintas del castellano, que solo en el ámbito educativo se cifra en disposiciones de signo prohibicionista como las providencias disimuladas del Consejo de Castilla, la Real Cédula de Aranjuez, la Providencia del conde de Floridablanca, el plan Calomarde, la Ley Moyano o el decreto Romanones, por no hablar de Primo de Rivera o de Franco. Nihil sub sole novum. Lo relevante es que en democracia, cierto nacionalismo lingüístico español de nuevo cuño ha hablado no ya de la calidad o de la proyección literaria de las lenguas como hiciera en su día Miguel de Unamuno, sino del hecho de que para que una lengua sea de Estado no puede tener carácter local, en el sentido de tener una panorámica que no va más allá de la que se avista desde un campanario. Y esto está en la base, junto a otros factores de orden político, no solo de la persistente incomprensión hacia la diversidad lingüística, sino también de las reiteradas invectivas en ámbitos como la enseñanza, estratégicos porque son un factor de socialización de primer orden. Lo evidenció no hace tanto el a la sazón ministro de Educación José Ignacio Wert, cuando emulando a Primo de Rivera en una alocución de 1924 en Barcelona, dijo que el gobierno español estaba interesado en «españolizar a los alumnos catalanes». Era una forma de presentar el modelo lingüístico educativo catalán, forjado sobre la base de un amplio consenso político y social desde 1983, no solo como un elemento que engendra un monolingüismo restrictivo, que dificulta el futuro escolar y profesional de una parte de la población de lengua materna castellana, sino también como un factor de exclusión de la misma.
Claro está que el punto de ignición de la situación actual en Catalunya arranca de un cuestionamiento del llamado modelo de conjunción lingüística, y de la inmersión lingüística como técnica pedagógica en cursos inferiores, que dan prevalencia al catalán como lengua vehicular sin excluir al castellano como lengua de aprendizaje. Y ello porque, como afirmó certeramente el Tribunal Constitucional en 1994, el catalán es el «centro de gravedad» —el «eje vertebrador» del sistema educativo, en los términos que se propone para la nueva ley de Educación vasca— no sólo porque es la lengua propia de Catalunya, algo incontestable en términos históricos y jurídicos, sino por la necesidad de «normalizar» esa lengua después de siglos de postración y por razones de cohesión social, teniendo en cuenta el alud migratorio viejo y nuevo de las últimas décadas. El hecho constatable, además, es que al final de la etapa educativa obligatoria cualquier niño o niña catalán presenta un nivel de suficiencia oral y escrita igual o mejor que en otras partes del Estado, según datos del propio Ministerio, y ello es por cierto lo que exige la actual legislación básica, la llamada Ley Celáa, aunque fue recurrida y hoy todavía se halla pendiente de una morosa sentencia por parte del Tribunal Constitucional.
Ahora bien, la causa eficiente del renacido cuestionamiento del modelo lingüístico catalán fue la sentencia del propio alto tribunal sobre el Estatuto catalán (2010), donde, al mismo tiempo que se reafirmaba en buena parte de su doctrina anterior, declaraba no solo que el castellano no puede ser excluido, sino también su carácter de lengua vehicular. Siguiendo la estela del TC, pero yendo más allá, primero el Tribunal Supremo y luego el Tribunal Superior de Justicia de Catalunya (TSJC) dieron la razón a algunas familias que demandaban una enseñanza paritaria de las lenguas oficiales, si bien añadiendo un argumento tan inquietante como mendaz: que el castellano se ha convertido en poco menos que residual en las escuelas catalanas, lo cual no sólo desconoce la realidad sociolingüística, sino también la de las aulas y los patios. La decisión posterior de imponer un porcentaje del 25% de castellano, primero en algunos centros y después en todo el sistema educativo fue la guinda del pastel. Tal determinismo aritmético, sin ningún sustento pedagógico y con el pretexto de la inacción de las administraciones educativas competentes, fue una decisión que suplantaba tanto al legislador como a los gobiernos, los únicos con legitimidad democrática directa para hacerlo. Luego la Generalitat adoptó con un amplio apoyo social y político un nuevo marco legal que descarta la imposición de porcentajes, algo que queda a discreción de cada centro al amparo de su autonomía y de su proyecto lingüístico, y que entroniza expresamente el castellano como lengua curricular.
Ciertamente, la decisión del TSJC que declara inaplicable en las actuales circunstancias el 25% de castellano no es un punto final, sino más bien de un punto y aparte puesto que el tribunal catalán ha trasladado sus dudas sobre la constitucionalidad de la nueva legalidad al TC mediante el planteamiento de una cuestión de inconstitucionalidad, y el PP y Ciudadanos a través de un recurso en idénticos términos. Ya se verá. En cualquier caso, la historia más reciente ha demostrado que ni las decisiones judiciales más adversas ni la hostilidad más aviesa e inspirada en la doxa del nacionalismo lingüístico español han afectado ni al ánimo de los sucesivos gobiernos de Cataluña ni a la mayoría de la comunidad educativa. Lo cual no obsta que ahora, como la escuela en catalán de los últimos tres siglos, el actual modelo lingüístico educativo se encuentre seriamente amenazado por un marco de relaciones de poder desequilibradas y por unos discursos tan falsos como envenenados.
10