Bajar impuestos: la milonga de siempre
Si en algo se distinguen hoy en día las sociedades y los Estados es en el tratamiento que dan a la cuestión fiscal, es decir a los impuestos. En ello radica, más que en cualquier otro aspecto, la diferencia real en la concepción que se tiene del papel del Estado y del grado de cohesión de la sociedad. Durante siglos y aún en la actualidad, en la mayor parte del ancho mundo, los países carecen de capacidad fiscal suficiente para construir Estados de bienestar, con la consecuencia de que la inmensa mayoría de los ciudadanos del mundo vivan sin servicios sociales básicos. Fue solamente a partir de la 2ª Guerra Mundial cuando, en una parte de Europa, se crearon Estados sociales y democráticos sustentados en sistemas fiscales potentes. Era la época en que una parte de la riqueza que se creaba anualmente -en torno al 40%- comenzó a ser atesorada por el Estado, vía impuestos, con el fin de proceder a una redistribución de la misma, lo que permitió la gratuidad de la sanidad, de la enseñanza, el cobro de las pensiones, etc. A esto se llamó “modelo social europeo”. Un modelo que, salvo algunas excepciones, no existe en ninguna otra región del mundo, ni en América, ni en Asia, África u Oceanía. Sin embargo, conviene saber que para alcanzar este nivel superior de civilización es necesario que una parte muy considerable de las rentas y de la riqueza que se genera en las naciones pase a manos públicas y, a esa ecuación, es a lo que llamamos “presión fiscal”, es decir la proporción del Producto Interior Bruto que se apropia el Estado vía impuestos u otros ingresos. Conviene no confundir la “presión fiscal” con la “presión arterial”, aquella fuerza que la sangre ejerce contra las paredes de las arterias que cuando es muy alta -hipertensión- puede llegar a producir derrames cerebrales. En realidad, cuando la presión fiscal es alta y, en consecuencia, permite disfrutar de sistemas sanitarios robustos, la mayoría del personal sufridor está más protegido contra hipertensiones indeseadas. No obstante, da la impresión de que a la derecha le produce el efecto opuesto, pues al aumentar la presión fiscal se le dispara la presión arterial y se colocan al borde de la apoplejía.
En verdad, en España no hay motivos para ponerse tan nerviosos. Sin embargo, nuestra derecha, pase lo que pase, con frío o con calor, con pandemia o sin ella, en la salud y la enfermedad, en la guerra y en la paz, en la bonanza y en la adversidad, siempre dice lo mismo, y a ello condiciona todo lo demás: hay que bajar los impuestos. Eso sí, aunque luego cuando gobierna los aumente sin complejos y cuando le toca estar en la oposición no explica en qué partidas o capítulos va a recortar los gastos o inversiones, igualmente sin complejos. Por lo visto, en eso consiste su “liberalismo,” quizá sin darse cuenta de que lo de pagar pocos impuestos y tener presiones fiscales muy bajas es lo típico de las dictaduras. Cuando el franquismo no se pasaba del 16% de presión fiscal, o con Pinochet y en la Rusia de Putin, en Guinea Ecuatorial, en Egipto, en Singapur, o en la mayoría de los países de democracias discutibles o iliberales que no pasan del 20%, en el mejor de los casos.
En España tenemos una presión fiscal bastante inferior a los países avanzados de Europa. Según la OCDE, en 2021 estaríamos en un 36,4% del PIB, cuando Francia están en el 47% y la mayoría de los demás superan el 41%. Ahora bien, esta presión fiscal general no afecta por igual a todos los ciudadanos como comprobaremos a continuación. Tanto es así que en 2021 Eurostat señaló que “España es, actualmente, uno de los países de la Unión Europea donde la desigualdad de ingresos medida en el índice de Gino es más alta”, lo que indicaría que nuestra capacidad redistributiva es francamente mejorable.
Empecemos por los dos tributos “reyes” del sistema, el IRPF y el IVA; entre los dos suman el 65% de todo lo que se recauda. El IRPF 100.132 millones de euros y el IVA 75.651 millones. Hagamos una pregunta inocente: ¿Y quién paga sobre todo el IRPF? Pues bien, de 21.028.886 declarantes de este tributo, 19.244.629 son rentas del trabajo, es decir, más del 90% de los que contribuimos. Para más escarnio, el rendimiento medio de estos paganos es de 23.115 euros, el doble que el de las actividades económicas, que es de 12.508 euros. El grueso de los que pagan son los comprendidos entre 20.000 y 60.000 euros brutos al año (datos del Libro Blanco sobre la Reforma Fiscal). Hay que reconocer que este es un país mágico, en el que por lo visto los trabajadores ganan bastante más que los que se dedican a las actividades económicas y, sin embargo, existe una obsesión por ser “emprendedores” o “autónomos” o lo que sea. La conclusión no puede ser más evidente. El impuesto “rey” de nuestro sistema tributario lo pagamos los trabajadores/pensionistas de todas clases. Eso sí, el art.31.1 de la C.E señala solemnemente que “todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica mediante un sistema tributario justo, inspirado en los principios de igualdad y proporcionalidad, etc”. Imagino que eso de su “capacidad económica” es una metáfora cómica y en cuanto a la proporcionalidad es muy cierta en el IRPF, siempre y cuando se acepte que la referida proporcionalidad se verifica, sobre todo, entre los propios trabajadores, pues como es sabido las rentas del trabajo cotizan más alto que las del capital. No hay más que ver la presión fiscal sobre los beneficios de la banca, que no ha sobrepasado el 10%. No es de extrañar, pues, que el Impuesto de Sociedades aporte a las arcas públicas la cuarta parte que el IRPF. Y, desde luego, el reparto de la Renta Nacional entre trabajo y capital no es el 75% por el 25%.
El otro gran impuesto es el IVA. Un tributo de finalidad recaudatoria y que, como todos los que afectan al consumo de las personas, es francamente regresivo, pues lo paga en principio por igual un pobre que un rico. Digo en principio porque en realidad paga más, proporcionalmente, aquel que tiene una mayor propensión al consumo, es decir, las personas que al ganar poco se lo gastan todo, pues su capacidad de ahorro es cero. Además, es un impuesto curioso y “traicionero”, como si se tratase de una droga. A la mayoría del personal le encanta consumir, ya sea por necesidad o por placer, y, este tributo, es indoloro, inodoro e insípido, más bien placentero como sucede en el acto de adquirir un objeto deseado o disfrutar de un servicio. Tanto es así, que cuando se piensa en la carga fiscal de cada uno, la mayoría solo tiene en mente lo que va a pagar de IRPF el mes de junio. Sin embargo, si en vez de tener en cuenta la presión fiscal general fuéramos conscientes de la presión fiscal individual o personal, nos daríamos cuenta de los efectos del IVA sobre las rentas más modestas. Imaginemos una persona trabajadora que ganase entre 20.200 y 35.200 euros al año y pagase por IRPF un 30%. El salario medio en España, en el 2021, fue de 26.832 euros al año, o 2.236 al mes. Lo más probable es que dicho contribuyente consuma todo lo que gana, pues resulta complicado ahorrar ingresando entre 1.683 y 2.236 euros brutos al mes. Si todo lo que consume fuese al tipo del 21% de IVA, tendría una presión fiscal personal del 51%, superior a la de muchos millonarios. Ahora bien, como el IVA tiene tres tipos diferentes, el normal -21%-, el reducido -10%- y el superreducido -4%-, tendríamos que hacer una simulación con el fin de obtener un tipo medio. El Libro Blanco de la Reforma Fiscal nos viene a decir que en las rentas bajas el 46% del gasto lo hace al 21%, alrededor del 30% al 10% y el resto al 4%. La media estaría situada alrededor del 14 % de IVA, que sumado al IRPF nos daría un 44%, cifra menor que la anterior pero igualmente altísima en comparación a lo que pagan los ricos, y estratosférica en proporción a su salario. Por eso ese mismo Libro Blanco de la Reforma Fiscal nos informa de que mientras el tipo medio efectivo de IVA sobre la renta bruta de los hogares de los menos pudientes está en el 14,9%, en los más ricos se sitúa en el 3,9%. Lo que demuestra que el carácter regresivo del IVA es verdaderamente notable. Lo que podría atenuar la naturaleza dañina del IVA sería, de un lado, suprimir el tipo superreducido para una “cesta” de bienes de primera necesidad que consumen las familias menos pudientes. Y de otro lado, acabar con las actuales exenciones injustificadas, como pueden ser las transacciones financieras, si tenemos en cuenta que, como reconoce el Libro Blanco, el 55% de los beneficios fiscales de este impuesto lo aprovecha el 44% más rico.
La última ocurrencia del PP en el sentido de bajar el IRPF a las rentas inferiores a 40.000 euros, con el fin de hacer frente a la inflación, no tiene ni pies ni cabeza. De entrada, si no se dice qué gastos o inversiones se van a eliminar, la propuesta es pura demagogia, y si el objetivo es hacer frente a la inflación el efecto es el señalado por los organismos internacionales, es decir, echar gasolina al incendio al aumentar la demanda agregada. Yo le haría al PP una contrapropuesta: reducir los impuestos en 10.000 millones a las rentas más bajas, de clases medias y trabajadoras, y subir la misma cantidad a las rentas y la riqueza de los más adinerados u opulentos. Algo parecido a lo que pretende Biden en EEUU.
Por último, nuestro querido país no sale bien parado en cuanto al fraude y elusión fiscales. Los únicos que seguro que no defraudan a la Hacienda son los que viven de un salario o una pensión, pues el impuesto se lo detraen “de la fuente”, nómina, etc. Por eso es tan importante la lucha contra el fraude fiscal, pues dicho fraude es un ataque frontal a la igualdad y la proporcionalidad, en realidad a la propia democracia. Sin embargo, una vez más faltan suficientes medios para librar esta batalla. Por ejemplo, según datos de la OCDE, el número de funcionarios de la Administración Tributaria por cada millón de habitantes da el siguiente resultado: España, 400 x 1 millón; Italia, 600; Portugal, cerca de 1.000; Alemania, 1.300; Dinamarca, 1.400. De ahí que sea tan imprescindible, algún día, abordar de verdad la reforma de nuestro sistema fiscal.
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