Hace ahora un siglo, en diciembre de 1917, el gobierno bolchevique enfrentaba el siguiente dilema: retirarse de la I Guerra Mundial en Brest-Litovsk, con enormes pérdidas territoriales, o permanecer en ella, con un coste probablemente mayor. Las últimas semanas, los dirigentes independentistas se han topado ante un dilema similar. Ante la aplicación del artículo 155, podían asumir su cese y participar en las elecciones. O enrocarse en sus cargos, movilizar la calle y, en caso de que el Estado se pasara de frenada, confiar en que la condena y mediación internacionales compensaran de algún modo los costes civiles, económicos y penales de hacerlo.
La segunda opción, contemplada en el informe hallado en la vivienda del ex-secretario general de Economía, trataría de explotar lo que los teóricos de la secesión conocen como la vía remedial. Según esta, la secesión se legitima por la vulneración grave de derechos fundamentales –colonialismo, genocidio, crímenes de lesa humanidad– o de acuerdos de autogobierno por parte del Estado matriz, como hizo Milosevic en Kosovo. A tal vía responde la asidua denuncia de los supuestos agravios del Estado español, remotos y recientes: del Decreto de Nueva Planta a la sentencia del Estatut. El protagonismo reciente de la vía remedial, tras el uso de la fuerza el 1-O y los encarcelamientos cautelares, no puede entenderse, sin embargo, sin considerar dos vías alternativas y los escollos del bloque independentista para transitarlas.
La primera vía, la llamada plebiscitaria, no exige agravios previos para la secesión. Depende únicamente de la existencia de una voluntad democrática. Muy hábil fue, en este sentido, la rápida sustitución en el discurso secesionista del derecho de autodeterminación, que Naciones Unidas solo ha reconocido a colonias, por el derecho a decidir, que apela a la secesión como un derecho democrático, no remedial. “Naciste con la capacidad de decidir; ¿renunciarás a ella?”, rezaba el anuncio institucional del 1-O.
Los problemas de esta vía empiezan por las condiciones para recorrerla, que muchos independentistas niegan que se den. Tanto por la falta de garantías del referéndum del 1-O, así lo declaraba Ramona Barrufet ante el juez, como por la ausencia de una mayoría social suficiente, como ahora afirma Joan Tardà. Y no se avistan cambios. Tras triplicarse en pocos años, el apoyo a la independencia no crece desde 2013. Y la alternativa planteada, reagruparse en torno a la oposición al 155, ampliaría la base a costa de renunciar a la unilateralidad. Lo comido por lo servido.
A esto hay que añadir los problemas del enfoque plebiscitario para definir el sujeto de decisión. Uno: si son todos los afectados quienes deberían poder decidir, como muchos defienden, no olvidemos entonces que una eventual secesión afectaría al resto de españoles, al reducir sus derechos. Por ejemplo, los de un ourensano a ser tratado en el Instituto Catalán de Oncología. Que solo el 29% de los catalanes apoyara la DUI sugiere que, incluso para muchos independentistas, la secesión no es viable sin previa autorización del resto de españoles (un 57% de los cuales apoyaría un referéndum pactado). Otro problema: si la voluntad democrática es lo que legitima la secesión, entonces un referéndum a tal efecto debería autorizar que las partes del territorio con una mayoría contraria –quizá, por ejemplo, la provincia de Barcelona– siguieran formando parte del Estado matriz, tal como establece la Ley de Claridad canadiense.
Quienes, para sortear estas dos implicaciones, apelan a una identidad propia y compartida por todos los catalanes, se decantan por otra vía, la adscriptiva, según la cual cada nación merece un Estado propio, a fin de preservar su identidad. Dejando sus problemas generales de lado (22 lenguas minoritarias oficiales tiene India, 36 Bolivia, 15 Zimbabwe: ¿en otros tantos Estados deberían fragmentarse?), lo cierto es que la vía adscriptiva ha sido progresivamente marginada en el discurso secesionista. No por falta de alusiones a una identidad propiamente catalana –por genética, lengua o supuesta laboriosidad–, ni por el mestizaje de su clase política: en 2016 solo 32 de los 135 parlamentarios tenía alguno de los apellidos más frecuentes en Cataluña. Lo ha sido por la necesidad de atraer el apoyo castellanohablante y de clase en una sociedad en la que el 55% de la población tiene el castellano como lengua materna y en la que el 32% llega con dificultad o mucha dificultad a fin de mes. Con resultados modestos, sin embargo: castellanohablantes y clases bajas no solo siguen oponiéndose ampliamente a la independencia. Els altres catalans de Paco Candel están ahora movilizados.
El dilema Brest-Litovsk al que conduce la vía remedial no es, pues, meramente circunstancial. Se debe en parte a las dificultades del bloque independentista para recorrer otras vías. No debería sorprendernos que la estrategia remedial vaya a dominar la batalla ideológica sobre la secesión, durante y después de la campaña electoral. Y bien estaría que los no independentistas dieran esa batalla, más allá de su apelación a la ley.