Censura y libertad artística en la Comunidad de Madrid
Cuenta Ana Valero en su libro La libertad en la pornografía que, en 1995, en el Reino Unido se prohibió la exhibición pública por blasfemia de Visiones del éxtasis, un cortometraje sobre la experiencia mística de Teresa de Ávila que presentaba a la Santa en un éxtasis más carnal que místico sobre el cuerpo yacente de Cristo crucificado. Casi treinta años después, una Santa Teresa convertida en actriz y DJ que sufre violaciones, se droga y prostituye ha vuelto a ser motivo de polémica, esta vez, por ser retirada de la programación de un teatro público en un acto que, si no es de censura, se le parece bastante.
El pasado julio conocimos que la Consejería de Cultura de la Comunidad de Madrid había decidido eliminar de la programación de los Teatros del Canal la pieza “Muero porque no muero”, del dramaturgo Paco Bezerra, galardonado con el Premio SGAE Jardiel Poncela, pese a que existía un compromiso para su exhibición. Tres días antes de la presentación de la programación en una reunión en la que no estaba presente la directora artística Blanca Li, la consejera Marta Rivera de la Cruz y su equipo decidieron unilateralmente cancelar la obra. Que cargos de designación política puedan determinar el contenido de una programación es muy mala noticia para la cultura. Que Blanca Li haya aceptado el veto de la Consejería revela lo frágil que es la libertad artística y el tejido cultural en la Comunidad de Madrid.
Las limitaciones económicas que aduce la Consejería para su supresión no se sostienen, ya que cuando estas existen lo más habitual es trasladar el espectáculo a la temporada siguiente, cosa que no ha sucedido. Además, los Teatros solo tenían que poner 5.000 de los 90.000 euros que costaba la pieza, pues el resto se repartía entre la productora independiente, que aportaba 40.000, y la Red Próspero, que sumaba 45.000 euros. Cuesta asimilar que estemos ante un caso de censura, pero lo cierto es que todos los indicios conducen a ello. Evitar ruido ante una obra que podía resultar polémica en pleno periodo preelectoral parece ser una explicación plausible. Que la Consejería de Cultura quisiera anticiparse a las críticas que pudiera hacerle su socio de gobierno, también. De hecho, Vox ha felicitado al Gobierno por retirar una obra que consideraban “dañina”, “esperpéntica” y que va contra una “santa doctora de la iglesia”. No es la primera vez que el partido de ultraderecha ha puesto en la diana la programación de los teatros de la Comunidad de Madrid e instando al gobierno a supervisarla. 23-F. Anatomía de un Instante, de Àlex Rigola, les pareció que era una “absoluta libérrima interpretación del episodio del 23-F”, y en Fuenteovejuna. Historia del Maltrato, de Marianella Morena, consideraron que se utilizaba “un lenguaje hiriente y vulgar” que “no era compatible” con el que utilizaba Lope. Han instado reiteradamente a la Consejería a “recuperar el concepto de la civilización occidental con base cristiana” y a defender la “belleza y la estética artística frente al feísmo”, “expresiones pseudoartísticas” y “performances grotescas”.
Da escalofríos que existan partidos que señalen de ese modo a artistas y profesionales de la cultura, pero la realidad es que si de eso se ha podido derivar un caso de censura es porque los principales mecanismos para proteger la libertad e independencia artística no funcionan en la Comunidad de Madrid. La censura tiene cabida en la Comunidad de Madrid porque la injerencia política en la cultura está totalmente normalizada. La dirección de los Teatros del Canal se designa directamente por la consejera, sin mediar ningún tipo de concurso público; los grandes equipamientos carecen de autonomía de gestión; las programaciones se validan por cargos políticos según “criterios de oportunidad”; no existen jurados independientes que participen en la concesión de las subvenciones, sino que se decide directamente por la Consejería; y el grueso de la financiación del tejido se hace sin ningún procedimiento público mediante subvenciones nominativas. Todo esto conlleva, obviamente, una merma en la libertad e independencia del tejido cultural. Si una dirección es designada directamente por un cargo político y la programación es revisada lo cierto es que no habrá mucho margen para plantear divergencias ni para la existencia de distintas visiones morales y estéticas; o si la principal fuente de financiación depende del criterio exclusivo de los cargos públicos, será conveniente ser lo menos incómodo posible. Si ya entra en escena la voluntad censora, como parece ser el caso, la ausencia de estos mecanismos deja a los y las profesionales totalmente desprotegidos.
Si queremos un tejido que pueda hacer frente a cualquier tipo de intervención por parte de los poderes públicos hay que apostar de una vez por políticas culturales que garanticen su independencia lo máximo posible: concursos públicos, procedimientos abiertos; subvenciones en concurrencia con jurados independientes; consejos de participación verdaderamente operativos; rendición y evaluación de las actuaciones. La libertad creativa exige que, en último término, quepa la posibilidad de incomodar a quien tiene el poder. No todo arte tiene que aspirar a eso, pero aspirar a eso es condición de posibilidad de todo arte. Mientras en la Comunidad de Madrid haya temas que no se puedan tocar, interpretaciones demasiado libres, o lenguajes que se consideren vulgares, la libertad de creación estará profundamente amenazada y con ello la libertad no solo de los y las artistas, sino de todos los madrileños y madrileñas.
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