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COVID y el auténtico valor de la medicina

Juan Antonio Ayllón Domínguez

Médico de Familia —

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El otro día, mi amigo y expaciente Antonio me contaba su peripecia. En pleno confinamiento iba él a comprar el pan y se cayó en el último peldaño de la escalera, azorado por el miedo a salir a la calle, la asfixia de la mascarilla y las gafas empañadas, lo que a sus 80 años es mucho lastre. La rodilla de su prótesis se le puso como una berenjena, daba miedo verla (sic), pero cualquiera iba al médico en estas circunstancias. Total, que se tomó unos analgésicos y se puso hielo y dejó que la naturaleza hiciera su trabajo. Cuando le llamé hace unos días para ver qué tal estaban en casa con lo del confinamiento, me contó lo sucedido y me confirmó que, pese a que había creído que su prótesis se había partido en tres, estaba perfectamente, tras un par de semanas de tremenda inflamación, vamos, como antes de la caída. Añadí que estaba curado, pero además sin dos o tres visitas al médico, varios fármacos peligrosos ahorrados y con dos o tres radiografías menos y sus respectivos riesgos.

Desde que irrumpió el SARS-CoV-2 y la consecuente epidemia COVID-19, la asistencia sanitaria habitual en nuestro país, y en los otros, sencillamente ha desaparecido a todos los niveles, la atención primaria., la hospitalaria, la prevención y la promoción de la salud.

El impacto de esta pérdida está por evaluar y es imprescindible hacerlo con método, fríamente, sin apasionamientos, porque una de dos: o este cese no ha tenido consecuencias en la salud global de los ciudadanos o por el contrario, estamos acumulando un buen número de muertes y un gran sufrimiento en la población privada de nuestra asistencia.

La discusión no es baladí porque conlleva enormes consecuencias: en el primer caso, habría que considerar muy seriamente la pertinencia y necesidad de no sé cuántas intervenciones de nuestro Sistema Sanitario, al que dedicamos una enorme cantidad de dinero y esfuerzo, por cierto muy insuficiente en determinados aspectos. Si como intuyen otros, se confirma que el cierre de la medicina resulta devastador, es urgentísimo reiniciar la actividad y recuperar el tiempo perdido.

La posible inutilidad, incluso inconveniencia, de la parafernalia médica ha sido defendida desde McCormick o Ivan Illich ya hace muchos años. A ellos y otros muchos debemos la prevención ante los excesos y perjuicios de una maquinaria tan potente como la “industria médica” (entiéndase más allá de la farmacéutica, que también): lo que llamaban la dictadura de la sanidad y el negocio que circula en su alrededor. Está exhaustivamente documentado el potencial de daño de la medicina. Los efectos secundarios de la práctica médica, no solo por errores sino por los muy variados efectos colaterales de las intervenciones correctamente prescritas. Makary, de la Johns Hopkins University, publicó en 2016 en BMJ un impactante estudio que demuestra que los efectos de la intervención médica son la tercera causa de muerte en EEUU. Este concienzudo estudio ha sido puerilmente criticado pero los datos están ahí a disposición de los lectores. Está sobradamente demostrado que en aras de la “prevención” hay un exceso de tratamientos y pruebas médicas completamente carentes de eficacia comprobada. En fin, hay elementos de peso para defender la necesidad de prudencia al usar un arma tan potente como la medicina.

Además, está demostrado desde mediados del sXIX que las condiciones socioeconómicas explican mejor que ninguna otra variable las diferencias de salud entre las comunidades y entre los individuos de la misma comunidad, incluso independientemente del acceso que se tenga a la medicina. Lo que más determina la salud y la enfermedad es el nivel económico, así de sencillo.

Todo esto es verdad, pero la medicina y la ciencia son la forma menos imperfecta que esta sociedad tiene para comprender la naturaleza. Nos ha costado siglos dotarnos de un método “menos malo”. De hecho, las prisas y los intereses han producido mucha investigación no fiable en estas semanas. Así que no se entienda aquí que me alineo con corrientes extracientíficas sencillamente irracionales y frecuentemente peligrosas.

La COVID-19 está coincidiendo con un exceso de mortalidad muy importante. En estos momentos, según el MOMO, el Exceso de Mortalidad desde que comienzan las defunciones hasta el 22 Mayo es de 43.000 muertes. Las cifras oficiales de decesos por COVID-19 están en torno a 27.000, así pues hay 16.000 defunciones de causa, ahora mismo incierta. Muchos de ellos evidentemente lo han sido por COVID, pero ¿cuántos? Seguramente no podrá saberse nunca. Esta es la cuestión que nos lleva a la otra gran preocupación. ¿Cuál ha sido, está siendo y va a ser la factura de “parar” el sistema sanitario? Ya se han comunicado resultados preliminares preocupantes. La Sociedad Española de Cardiología ha advertido un descenso del 50% en el número de casos de infarto atendidos en los hospitales durante esta epidemia. Hay CCAA en las que este descenso ha llegado al 85%. Evidentemente la COVID no cura los infartos ni los previene. Otras especialidades han observado el mismo fenómeno. Habrá que ver con un poco más de tiempo cómo evolucionaron esos pacientes que no han ido al hospital y como afectó a su mortalidad y a su calidad de vida, sin presuponer nada.

La frenética actividad sanitaria que concita cada día el aparato médico, produce al cabo del año en España 370 millones de consultas en Atención Primaria, 100 millones de consultas de hospital y 3,6 millones de operaciones quirúrgicas. El haber congelado esta actividad en los últimos tres meses, aun considerando la sobreutilización y todas las circunstancias referidas más arriba, ha debido de producir efectos importantes en la salud de los españoles. Hace unas semanas reflexionábamos sobre ese asunto.

Quienes han vivido todo esto de la COVID con inteligencia y ajenos al miserable uso político que se ha hecho de él, han podido comprobar que la ciencia aprende con esfuerzo, y con errores, que nada es verdad revelada y solo nos aproximamos al conocimiento a base de método con inmensas limitaciones. Con buen criterio hubo que limitar al máximo la actividad médica durante las semanas de explosión de la COVID y eso, sin duda, ahorró muchas vidas por esta causa. Esta situación nos puede permitir obtener más conocimiento sobre lo realmente útil de la parafernalia médica. Quizás no todo sea como creíamos. No todo sea útil, quizás sea mejor hacer menos de esto o de aquello. Muchos ciudadanos han descubierto perplejos que malestar no es equivalente a necesidad de médico y menos de medicamento. Quizás sea un buen momento para que las personas, y sus médicos, reflexionen sobre tantos medicamentos que está demostrado que no aportan salud, aunque bajen el colesterol…

Los estudios epidemiológicos deben aportar luz sobre estas cuestiones, pero ahora me resisto a creer que los cuidados del médico de familia y de la enfermera sean superfluos; que solo sirvan para dirigir cibernéticamente a un paciente aquí o allá, que se pueda reducir casi todo a un algoritmo aplicado por teléfono. La atención telefónica no es telemedicina. La telemedicina tiene su papel, y muy importante, a desarrollar. La consulta telefónica puede ser muy útil para algunas tareas y para algunas situaciones pero nada puede sustituir el contacto personal del paciente con su cuidador. Una mirada, un silencio, una palmada son mucho más útiles para el diagnóstico y más terapéuticos que la mayoría de las pruebas y los medicamentos. No es prescindible el contacto cara a cara con el paciente.

Estamos ante una epidemia, pero dimensionemos bien lo que eso significa. Mantengamos el dispositivo que hemos tardado semanas en pertrechar en la justa medida para responder bien a la siguiente ola (a poder ser sin el derroche de IFEMA, por favor) Preparémonos para la siguiente pandemia…. pero “necesitamos que nos vea nuestro médico”.

Compañeros médicos de familia: con las suficientes garantías higiénicas para nosotros y para nuestros pacientes, abramos las puertas de la consulta, salgamos de la trinchera del teléfono, volvamos a recibir a nuestros pacientes para verles la cara, cruzarnos la mirada, escudriñar sus miedos, acompañarles y orientarles, ayudarles…porque ya sabemos que quizás lo de curarles es un poco pretencioso. Nadie puede hacer eso más que nosotros, es la esencia misma de nuestra profesión y eso no se puede hacer por teléfono.

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