Antes de la celebración de las últimas elecciones, el Consejo General de la Abogacía organizó un encuentro con candidatos a diputados por diversos partidos a fin de conocer aquellas reformas que, a su juicio, convienen a la Administración de Justicia. La información de prensa dice, acaso con harta largueza, que allí compareció “uno de los planteles de mayor nivel jurídico de los últimos tiempos, a tenor de su procedencia profesional”; lo integraban un magistrado, dos abogados del Estado, dos abogadas y una profesora de Derecho Civil.
Siguiendo la noticia sobre este acto, compruebo con profunda decepción – que es preludio de enojo e irritación- la poquedad de lo que allí se dijo, el vuelo alicorto de las ideas expuestas a propósito del objetivo para el que habían sido convocados los componentes de la mesa-coloquio.
Por de pronto, sorprende que quien hablaba por el PSOE dijese que la Justicia es el “único elemento vertebrado [sic] del Estado que no ha sido sometido a una renovación”, razón por la que destaca la necesidad de “hablar, dialogar con operadores jurídicos y poner voluntad política para superar este punto negro de la democracia, así como una gran apuesta tecnológica”. Nos preguntamos por qué, en los no pocos años de sucesivos gobiernos de su partido, no se ha llevado a cabo esa invocada renovación, qué ha hecho entonces su partido en todo ese tiempo. Pues probablemente no otra cosa que hablar, solo hablar; dialogar, solo dialogar. Pero la hora de actuar no puede esperar más. Facta, non verba, diremos una vez más.
Y estupor produce comprobar cómo algunos aspiran a distraernos de los problemas verdaderos proponiendo la incorporación de los llamados “jueces divulgadores o explicadores”, cuya función, comunicadora y didáctica, consiste en hacer entendibles a los ciudadanos las sentencias judiciales relevantes. ¿Cómo es posible que con las graves carencias que afectan a la Administración de Justicia, nuestros políticos se entretengan con esta figura que, por interesante y útil que sea, ni es urgente ni contribuye a aminorar las penurias que aquella padece? ¿Cómo puede ocupar su atención esta nueva figura en un país que destaca en Europa por su baja dotación de jueces por habitante? Cuando son muy otras las demandas y necesidades, la propuesta del juez comunicador, en este momento, se mueve entre la falta de respeto y la irresponsabilidad. Tengo para mí que esa tan acusada miopía sobre las necesidades de nuestra Justicia no es sino un deliberado recurso distractor del esfuerzo que supone ponerse a la dura y difícil tarea de elaborar un proyecto serio de reformas.
La representante del PP mantuvo que en su programa electoral va la elección del órgano de gobierno de los jueces directamente por los miembros de la carrera judicial. ¿Pero qué broma es esta? ¿Cómo de nuevo a vueltas con una promesa ya incumplida por Gallardón, con deslealtad y alevosía?
Y, en fin, Podemos pone el acento en la modificación del sistema de oposiciones, necesario, sin duda, pero olvida otras muchas cuestiones capitales que afectan al día a día de los tribunales.
Parece que quienes aspiran a representarnos en el Parlamento no están al tanto de lo que las asociaciones judiciales vienen demandando desde hace tiempo como urgencias de la Justicia. No es este el lugar ni el momento de transcribir el repertorio de sus peticiones. Pero en aquel encuentro en la sede del Consejo General de la Abogacía nada se dijo, por ejemplo, acerca de la insoslayable necesidad de incrementar seriamente la partida presupuestaria dedicada a Justicia, sin cuya realidad nada efectivo puede hacerse. Tampoco hubo referencia alguna a una puesta al día y a nivel europeo del número de jueces. También se ha omitido olímpicamente la tan demandada como orillada regulación de la carga de trabajo, pues no es de recibo querer sanar los problemas estructurales de la Administración de Justicia recabando de los jueces un sobreesfuerzo continuado. Ausente estuvo también toda alusión crítica al sistema de nombramientos de altos cargos judiciales, materia en la que, al margen de flagrantes injusticias y arbitrariedades, está comprometida la imagen de la independencia de la Justicia sin la que no puede esperarse la confianza de los ciudadanos. Y nada se dijo, en fin, sobre la dotación de medios materiales y personales adecuados que sirvan de auxilio a jueces y fiscales encargados de la causas de corrupción. Y no sigo.
Todo este toreo de salón, esta esgrima verbal de vals y rigodón, en forma de encuentros, mesas redondas y debates, de nada sirven si, al cabo, no cristalizan en decisiones ejecutivas, que obras son amores y no buenos coloquios. No caben ya aplazamientos, ni promesas. El tiempo de las palabras está agotado. Es llegada la hora de los hechos, de las inversiones, de la planificación de una Administración de Justicia del siglo XXI. Debo recordar que en su día las asociaciones judiciales fueron claras cuando, no hace mucho, dijeron a los propios parlamentarios: “Sentimos decirlo, pero tenemos dificultades para garantizar la tutela judicial efectiva. Nuestra situación es límite y el malestar entre nuestros compañeros está muy extendido. Mucho más de lo que ustedes pudieran sospechar”. Porque lo que al fin y al cabo está en juego es la mejora de los medios que el Estado ha de poner para garantizar la tutela judicial efectiva de los ciudadanos.
Tampoco en ese tan citado encuentro se ha mentado la necesidad de una nueva demarcación territorial como instrumento indeclinable de la reforma profunda y radical que la Justicia requiere. Hubo un intento o proyecto que terminó en un pobre y nada innovador diseño pergeñado en el seno del Consejo General del Poder Judicial que Dívar presidió. Partía aquel engendro de un esquema simplista que trataba de reagrupar los antiguos partidos judiciales en circunscripciones más amplias, respetando el marco provincial de ubicación originaria.
La Administración de Justicia, como toda obra arquitectónica, debe empezar a construirse desde abajo, desde el suelo. Es necesaria una previa labor de replanteo; antes de levantar el edificio, debe llevarse a cabo la delimitación y parcelación del terreno sobre el que se va a construir, con traslación de las dimensiones de la obra que se va a acometer; siguiendo con el símil arquitectónico del replanteo, debe decidirse la ubicación de cimientos, zapatas, pilotes… Es decir, se trata de hacer una Ley de Demarcación adaptada a la actual textura territorial condicionada por factores de muy diverso orden, que impone una reestructuración del mapa judicial para el que muy probablemente no sirva ya la vieja configuración provincial.
Es preciso tomar conciencia de la necesidad de traducir al ámbito judicial una realidad sociológica y económica que no puede desconocerse, siguiendo así la pauta de otras demarcaciones ya existentes en ámbitos diversos de la Administración. No puede pensarse en un nuevo mapa judicial propio del siglo XXI sin tener en cuenta, no solo criterios de litigiosidad, sino otros geográficos, demográficos, económicos, de infraestructuras de transportes y de política territorial de las Comunidades Autónomas, que oportunamente han sido contemplados en el diseño de otras áreas de actuación administrativa.
La sucesión de ministros de Justicia me sugiere la atormentada imagen de Sísifo; cada uno recomienza la política de reformas parciales que serán luego nuevamente enmendadas por el siguiente. No hay política de continuidad, no hay un proyecto conductor y seductor, suprapartidista, volcado de hoz y coz en la cabal reconstrucción y articulación de la Justicia en este país.
Es dudoso que los partidos, por más que se titulen de democráticos, se cuiden de proporcionarnos una Justicia con plenitud de medios y cabalmente independiente. Y mucho menos si, cuando se reúnen para hablar de las necesidades exhiben su decepcionante indigencia de ideas y proyectos.