Alba Rico, en una entrevista de hace unos días en Público, aludía con acierto a que “hay una cierta izquierda que considera que la buena dirección es la derrota”. Sin duda ha contribuido a la pérdida del Ayuntamiento frente a otra izquierda que, con otros planteamientos, ha conseguido, ensanchando su alcance, la mayoría de los votos en Madrid; en ese feudo de la derecha que siempre ha sido, y tiende a seguir siendo, la capital. Quizás se nos había olvidado, confiando en que la labor de Carmena gobernando la ciudad de otro modo y para todos, podía superar esa condición. Confianza que, malévolamente trasmitida, también ha contribuido a la, de hecho, pretendida derrota.
La izquierda de la derrota cuestiona eso de gobernar para todos. Cuestiona incluso gobernar, gestionar la ciudad. Si ha llegado a las instituciones es para seguir reivindicando, desde ese altavoz, su enfrentamiento impotente ante las fuerzas financieras y empresariales que dominan el mundo y por tanto la ciudad. Ante estas fuerzas, solo cabe la denuncia. Así lo han manifestado de forma expresa algunos ediles que han planteado una candidatura tan supuestamente pura como intrínsecamente perdedora.
La fallida candidatura ha implicado un hándicap para la consolidación de un Ayuntamiento de progreso, pero su efecto ha sido más amplio. Se ha apoyado en una doble aproximación que se ha extendido más allá de los escasos votantes de la imposible alternativa. De un lado, cuestionando precisamente la idea de gobernar para todos, incluidas las empresas. Pareciera que, frente a éstas, el Ayuntamiento hubiera debido oponerse, paralizando sus propuestas. La ciudad, por más que la derecha lo intentó proclamar, no se ha paralizado. Los “puros” lo han intentado y no lo han conseguido.
De otro lado, y seguramente con mayor larvado alcance, acusando a la Corporación de estos años de no haber contrarrestado la desigualdad en la ciudad. La acusación ha sido adoptada sin empacho como crítica por una derecha que, desde la Sra Thatcher, la ensalza como valor. Pero, curiosamente, también lo ha sido por parte de la izquierda. Desde ambos flancos, la acusación ha consistido en el supuesto menosprecio de los distritos periféricos, fuera de la M30. Además de no ser cierto, la acusación responde a un mal entendimiento de la “desigualdad” y su manifestación hoy en la ciudad de Madrid. Algo que resta por analizar con seriedad pero que tanto se presta a la fácil critica, ante las lacerantes diferencias de ingresos que se disparan en un marco de bajos salarios y precariedad.
En el primer Plan General de Madrid de la democracia, en los años 80, identificamos la desigualdad en la ciudad. Se trazó la que ya se ha consolidado como la diagonal de la desigualdad. En aquellos momentos, era drástica y notoria entre centro y periferia y entre el Noroeste-Norte y el Sudoeste- SE-Este. En todos estos últimos distritos, se daban abultadas carencias arrastradas, en el tardío y acelerado crecimiento de la ciudad de las décadas anteriores. Como consecuencia, desde el Plan se planificó un enorme y trascendental esfuerzo de compensación, con más de 1.100 nuevas dotaciones en los distritos más desfavorecidos, junto a todo tipo de acciones de sutura e integración entre ellos y con los distritos más ricos. Era lo que en aquel momento se llamaba el salario indirecto. Tras la aprobación del Plan, el programa fue puesto en marcha en los primeros años con notables resultados. Después, una vez alcanzada cierta “inercia de compensación”, y a menor ritmo, los sucesivos gobiernos de la derecha continuaron la tarea. La ciudad, en lo que respecta a la ciudad misma, había llagado a ser, de hecho, mucho menos descompensada.
La desigualdad, sin embargo, no solo continuaba sino que, incluso, se había acrecentado. Era la basada en las rentas, cuyas diferencias entre unos distritos y otros son notables. A los efectos arrastrados de la localización (barrios de los ricos, barrios de los pobres) se unían, reforzando las diferencias, los efectos de la crisis. Había habido muchos perdedores pero también ganadores y ambos seguían siendo residentes en Madrid. Parece que nunca se ha analizado así. Seguramente, se habían quedado en Madrid más ganadores de los que, respondiendo al mismo patrón, en décadas anteriores tendían a desplazarse a los municipios del Noroeste.
La nueva desigualdad, extrema, resulta difícil de compensar en y por medio de la ciudad. Es la hipótesis que quizás no hemos considerado suficientemente. Las genéricas proclamas anticapitalistas ni distinguen razones, ni siquiera lo pretenden. La confrontación entre posiciones contrapuestas se convierte en algo más ideológico, tanto en la derecha como en la izquierda, separándose de la realidad urbana. La ciudad pasa de hecho a un segundo plano. La frustración ante la dificultad de resolver la desigualdad, frente a la que las medidas urbanas se muestran impotentes, repercute. Conlleva a la desafección y, en términos prácticos, a la abstención. Objetivo logrado por la izquierda que busca la derrota.
Para lograrlo encontraron el espantajo de Chamartín. Apoyada mayoritariamente por la población madrileña, se ha convertido en un arma con incidencia entre los que, ante la imposibilidad de los grandes cambios, ¿la revolución anticapitalista?, resultan proclives al desencanto, cuando no, esperemos, a deslizarse a votar a la extrema derecha, como ya ha pasado en otros países de Europa.
Chamartín contenía los ingredientes para ser utilizada en esa abstracta demostración de la insuficiente lucha contra la desigualdad. Había un banco por medio. Con su reconocida mala imagen, ganada a pulso, facilitaba la tarea. Por más que se dieran condiciones arrastradas que impedían (o dificultaban en extremo y a un alto coste) prescindir de su colaboración, facilitaba manifestar que se estaba contra la colaboración público-privada. La realidad es que el Ayuntamiento anuló la Operación Chamartín tal y como se había venido antes planteando. Frente a ello, formuló una propuesta nueva, totalmente distinta, que no fue sin embargo reconocida por la izquierda que buscaba la derrota. Además del banco, en tanto sujeto maligno, la operación, ciertamente grande en cualquier caso, se pretendía mostrar como máximo exponente de que no se estaba contribuyendo a contrarrestar las diferencias Sur-Norte, al concentrar en este las oficinas de primer nivel de la apuesta por el gran Centro de Negocios. Es una apuesta de ciudad, para toda la metrópoli, que solo podía plantearse allí, en torno a la nueva estación. Entonces, solo cabria anularla para que el Norte, al perderla, se igualase más al Sur. Pura demagogia de quienes no desconocían ni la incapacidad de decidir donde situar esas oficinas ni en menor medida de poder distribuirlas a discreción, al margen de la accesibilidad única e indivisible de la nueva estación.
A los efectos de la izquierda vengativa, la apuesta albergaba esa ventaja. Permitía utilizarla como arma arrojadiza frente al Sur, huérfano de esas condiciones, que pudiera sentirse menospreciado. Y se consiguió. Más allá del escaso porcentaje de votantes que lo hicieron directamente a los declarados anticapitalistas, los conspicuos patrocinadores de la negación consiguieron la suficiente abstención entre los que se sintieron afectados por el mensaje: el supuesto abandono del Sur. Así se consiguió desvirtuar la gran victoria alcanzada por Carmena, ampliando su base electoral. Con ello se consiguió la derrota.
*Eduardo Leira es arquitecto. Máster en Planeamiento Regional y Urbano por la Universidad de California Berkeley (1973). Ha dirigido el Plan General de Madrid con el alcalde Tierno Galván y es marido de Manuela Carmena, exalcaldesa de Madrid.