La deseable revisión feminista de la Constitución

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Todavía a mi madre le tocó vivir la España en la que la mujer casada era una especie de menor de edad y en cuyo DNI se la identificaba por la dedicación a sus labores. Hoy su nieta, que acaba de cumplir 19 años, estudia en la universidad, asiste a cursos y jornadas sobre igualdad y no duda en posicionarse como feminista. La primera abandonó sus estudios tras terminar el bachillerato y se volcó en su papel de esposa y madre. La segunda tiene clarísimo que por encima de todo está su proyecto profesional.

Ellas dos son el mejor ejemplo de todo lo que ha cambiado este país en los últimos cuarenta años. Sin ir más lejos, el reciente índice de igualdad del Instituto Europeo de Igualdad de Género sitúa a nuestro país en el puesto número cuarto, solo superado por Suecia, Países Bajos y Dinamarca. Nadie puede dudar de que los avances en políticas de igualdad y en instrumentos normativos han sido espectaculares muy especialmente en las últimas décadas.

No obstante, los datos de la realidad, empezando por los más dramáticos que son los relacionados con las violencias machistas, nos siguen indicando que no basta con habitar una sociedad formalmente igual. Que seguimos teniendo estructuras resistentes al cambio y un orden cultural en el que solo hemos erosionado muy ligeramente el eje dominio masculino/subordinación femenina. Todo ello en el marco de un pacto de convivencia que continúa respondiendo a las condiciones negociadas mayoritariamente por hombres y de acuerdo con una lógica parcial: la nuestra.

En este sentido, y ahora que celebramos los 45 años de nuestra Constitución, es necesario que nos planteemos hasta qué punto seguimos siendo deudores de unos esquemas que dificultan que la nuestra sea una democracia paritaria, o sea, completa. Un principio, el de paridad, que no solo tiene que ver con la presencia equilibrada de mujeres y hombres en las instituciones, sino que implica una revisión de las cláusulas del contrato de manera que a él se incorporen las necesidades, expectativas y realidades de las que históricamente no estuvieron legitimadas para la negociación. Es decir, de las que, como ocurrió en el 78, no disfrutaron de condiciones de igualdad, y no me refiero a las formales, para intervenir en el poder constituyente. Es por lo que nuestro sistema constitucional nació incompleto, con un pecado original, por más que el principio de igualdad, tanto en su dimensión formal como material, haya servido en estos años de palanca transformadora. 

La subsanación de esa debilidad originaria, que no es pequeña cosa ya que tiene que ver con la mitad de la ciudadanía, pasaría por una revisión constitucional que tendría que partir de una lógica paritaria tanto en el procedimiento como en los contenidos a desarrollar. Ello supondría no solo la presencia de mujeres, con poder y autoridad, en los procesos de redefinición del pacto, sino también, y sobre todo, la incorporación de contenidos que todavía hoy siguen en las afueras. Por tanto, no se trataría solo de partir de la paridad como principio fundador del Estado, y en consecuencia de cómo se proyectaría en todos los poderes e instituciones, sino de incorporar al pacto todas esas dimensiones de la vida que, por haber estado conectadas a las mujeres y lo femenino, no se entendieron como relevantes.

Pensemos en los derechos sexuales y reproductivos, en los derechos/deberes de corresponsabilidad, en los trabajos de cuidado o en el derecho a una vida libre de violencia. Un proyecto político que debería ir de la mano de la centralidad de los derechos sociales y, en general, de todos aquellos que son fundamentales para sostener nuestras vidas, lo cual supondría, entre otros retos, darle valor constitucional a los bienes comunes y establecer en la medida de lo posible mecanismos de sometimiento de los poderes privados a la lógica del Derecho y los derechos. Nada más urgente, entiendo, que la superación del binomio privado-público que ha tenido consecuencias tan lamentables para la autonomía de las mujeres y, en general, de los sujetos más vulnerables.

Sería además aconsejable que los derechos que hemos ido conquistando por vía legal se incorporaran a la Constitución como garantía frente a derivas reaccionarias. Al mismo tiempo, sería esencial, porque también lo es para el reconocimiento de la igualdad y la diversidad, que nuestra Constitución consagrara de una vez por todas un Estado laico, que definiera en términos inclusivos el derecho a la educación como raíz de la que brota una ética cívica y una ciudadanía responsable, y que tuviera en cuenta la progresiva ampliación de las subjetividades que hoy desbordan las categorías tradicionales. Todo ello acompañado de un lenguaje que al fin dejara de identificar a lo masculino con lo universal, subsanando así una histórica injusticia que no solo tiene que ver con las palabras sino también con las mentes.

En paralelo, tendríamos que revisar muchas de las claves institucionales para desarrollar un modelo más deliberativo de democracia y en el que se dispusiera de mecanismos eficaces de cooperación entre los distintos niveles territoriales. Nada es más necesario para la garantía de los derechos, y en especial de la igualdad, que la inteligencia del sistema, que es la única que nos puede mantener a salvo de las penosas consecuencias de que el mismo sea ocupado por individuos torpes. Y es evidente que nuestra Constitución, tan rígida y resistente al cambio, es demasiado esclava de paradigmas, herramientas y diseños institucionales más propios de hace siglos que de un contexto, el del siglo XXI, en el que tanto han cambiado las variables espaciales, temporales y humanas. Mientras que no afrontemos esta evidencia seguiremos atrapados en el círculo vicioso al que nos lleva una defensa formalista y acrítica de la Constitución.

Este proyecto, tan ambicioso y radical, porque pretende justamente ir a los fundamentos del sistema, requeriría no solo un compromiso generoso y arriesgado de nuestros representantes, sino también el impulso de una ciudadanía capaz de mirar a largo plazo y de una Ciencia Jurídica que, hoy por hoy, sigue sin reconocer y dar autoridad científica a todo lo que el feminismo lleva argumentando y proponiendo desde hace siglos.

Mientras que en el ámbito académico, así como en el institucional, el feminismo, y más en concreto, el feminismo jurídico, siga contemplándose como una hermana menor del Derecho con mayúsculas, al estilo de como el Código civil contemplaba a mi madre, será complicado, por no decir imposible, imaginar una Constitución en la que al fin las ciudadanas puedan verse plenamente reconocidas. Una facultad, por cierto, la imaginación, que no estaría nada mal que los hombres en general, y los juristas en particular, desarrolláramos en clave política. Sería, sin duda, una de las mejores defensas frente a tanta fantasía de omnipotencia que pretende entender la Constitución como un pacto de caballeros. Esos que seguimos teniendo el privilegio de otorgar, en ocasiones, la gracia de que algunas mujeres accedan a las mesas en las que nosotros continuamos disponiendo de voto de calidad.