A comienzos de junio, precisamente el mes del Orgullo, el PP utilizó su rodillo de mayoría absoluta en el Senado para tumbar una moción de Unidos Podemos en la que se instaba al Gobierno, en colaboración con las comunidades autonómicas, a tomar medidas de refuerzo de la igualdad y la visibilidad de las personas LGTBI y sus familias en el ámbito educativo. A pesar de las buenas palabras en sede parlamentaria del exministro de Educación Íñigo Méndez de Vigo poco antes de dejar su cargo, el Partido Popular decidió negar cualquier problemática al respecto en nuestro sistema educativo y justificar así, de una manera tan cínica, el rechazo de tales medidas.
Parece ser que se había pactado llegar a un consenso para alcanzar un acuerdo de mínimos que permita, por fin, introducir algunas soluciones a la pesadilla del silencio y la LGTBfobia que viven millares de escolares. Pero otra vez el PP ha echado sal sobre el terreno de la educación en convivencia. ¿Venganza por una derrota mal digerida? Probablemente, pero también es una medida coherente con el ideario educativo del que han hecho gala durante toda la historia del partido.
Ya hace unos pocos años, cuando ante una PNL presentada por la diputada autonómica madrileña Carla Antonelli con similares objetivos parecía que se iba a conseguir un consenso en la Asamblea de la Comunidad de Madrid, las órdenes de arriba del PP madrileño desmantelaron la operación y forzaron a la portavoz de educación a hacer el papelón de negar todos los estudios existentes que hablan de la incidencia de la LGTBfobia e incluso del mayor riesgo de suicidio de los adolescentes LGTB.
Así se las gastan los sectores más ultras del partido. Sectores que, sin ninguna duda, son los que controlan el tema educativo y que han bloqueado cualquier mínima apertura a la diversidad sexual, de género o familiar en las aulas. Por más que la sociedad haya ido avanzando, que la aceptación de esas diversidades en nuestro país sea una de las mayores del mundo o que tengamos leyes igualitarias pioneras, la educación es terreno vedado y sigue discurriendo con décadas de retraso.
Como muestra, un botón: la consejera de educación de la Región de Murcia, mandó el pasado mes de mayo una circular en la que ordenaba a los centros educativos paralizar talleres sobre sexualidad y diversidad a no ser que fueran demandados por la firma de todas y cada una de las familias. La consejera se saltaba olímpicamente toda la legislación y las normas de funcionamiento de los centros. Si lo hizo por desconocimiento, terrible; si su motivación era el fanatismo religioso, peor. Ante la barbaridad planteada, tuvo que rectificar y suavizar la prohibición, sin llegar a pedir el perdón que la ciudadanía merece.
En Madrid, el mes pasado un padre logró paralizar un taller de igualdad por considerarlo “ideológico”. Este padre alegaba que en estos talleres se “incentiva” a los adolescentes a “creer que solo siendo gays o lesbianas podrán obtener la aprobación social inmediata”.
Medidas similares, palos en las ruedas de los tímidos avances que se están incorporando al sistema están saltando aquí y allá por toda la geografía española. No es casual. Se trata de una estrategia programada, difundida por los muchos millones que manejan lobbies católicos como HazteoOír, que tiene como objetivo confundir a las familias y a los miembros en general de la comunidad educativa.
Se adorna de libertad de enseñanza, del derecho de los padres a elegir la educación de sus hijos, pero en realidad es puro matonismo. Se mantiene atemorizados a los centros, que debido al miedo a vivir un escándalo terminan por incumplir la ley. Y se acobarda también a los responsables educativos frente a la amenaza de una revuelta de las siempre respetables familias de bien. Se relega por tanto una Ley que, hoy por hoy, aunque de manera discreta y totalmente insuficiente, sin levantar mucho la voz, obliga al sistema educativo a reconocer y valorar la diversidad afectivo-sexual, a trabajar por la paz y la convivencia, a fomentar la capacidad crítica del alumnado, etc. etc.
Porque, es preciso hablar claro, negar la diversidad, no celebrar su riqueza, es poner trabas a la convivencia, sembrar la semilla de numerosos supremacismos. Revertir esta situación intolerable que mira hacia otro lado frente al acoso LGTBfóbico, que deja abandonados a su suerte a los menores LGTB o con expresiones de género no normativas, es obligatorio y urgente.
Es preciso un pacto educativo que cierre de una vez por todas esta polémica. Y es urgente la aprobación de la Ley de Igualdad LGTBI que ya está tramitándose en el Congreso y que ha contado con un consenso en el paso a trámite casi completo… con la excepción del PP, vaya por dios. En esa ley se desgranan medidas concretas para que la diversidad sea materia curricular, para que la atención a las personas trans se haga desde el respeto a su identidad, para que los materiales sean respetuosos con la diversidad. Por ejemplo, establece una medida tan sencilla como que en las oposiciones a cuerpos docentes esté incluido el tratamiento de la diversidad. De esta manera, y sin vulnerar ningún ámbito competencial, la formación de los docentes se verá obligada a introducir esta cuestión.
Y no nos engañemos. Todo este bloqueo, toda esta oposición a cualquier avance ha sido liderada por el PP, pero lo cierto es que muy pocos gobiernos de otro color han tomado medidas verdaderamente efectivas y vertebradoras, esenciales. El miedo, el pánico escénico a cualquier evolución educativa hacia la convivencia y la igualdad ha convertido las administraciones educativas en la aldea gala del conservadurismo más retrógrado.
Afrontar con seriedad y rigor, sin atender a esos matonismos permanentes ni a las presiones económicas que el Opus y otros poderes ejercen en el ámbito educativo es una de las tareas que le esperan a la nueva ministra de educación, Isabel Celaá, y al nuevo equipo de Gobierno. Se trata de algo urgente, inaplazable, porque afecta a la salud, la felicidad y la vida de miles de jóvenes que no pueden esperar.
Pero mientras estas medidas estructurales y renovadoras llegan a implementarse, que no te engañen: la educación en diversidad sexual, de género y familiar, ya es no solo legal, sino obligatoria. Y ni un padre, ni el director de un centro, ni una consejera de educación, pueden decir lo contrario sin mentir.