La información sobre el espionaje cibernético a políticos, abogados y activistas catalanes relacionados con el proceso independentista ha provocado una lógica alarma. Deja al descubierto la vulnerabilidad de los derechos fundamentales frente a posibles intromisiones ilegítimas que comprometen seriamente la calidad democrática. Por lo demás, si esta acción pretendía neutralizar los efectos del conflicto en Catalunya, los resultados no pueden ser más contraproducentes porque ha perjudicado -esperemos que no irreparablemente- el diálogo institucional iniciado para superarlo. En todo caso, esta utilización de medios tecnológicos con tan desmesurada capacidad de injerencia afecta al núcleo duro del sistema democrático, porque viola la intimidad individual y conculca el secreto de las comunicaciones. Pone en riesgo, por tanto, el pleno ejercicio de la libertad ideológica y, con él, la participación política libre.
Esta alarma trasciende al caso catalán y se extiende a toda la Unión Europea, no solo porque el caso español afecta a eurodiputados, sino porque -como también han denunciado varios miembros del Parlamento europeo y Amnistía Internacional- son varios los Estados europeos sospechosos de utilizar el programa Pegasus para espiar a políticos y periodistas. Pocos días antes de que estallara aquí el escándalo, el Parlamento Europeo constituyó una comisión de investigación que, entre otras cosas, pedirá explicaciones a la empresa israelí NSO Group, responsable del programa espía. Desde luego, la extensión del mal no sirve de consuelo a los afectados en España, pero es necesaria la contextualización supranacional para abordar el problema en su preocupante dimensión global, cuando hay gobiernos que invocan la razón de Estado para reforzar su control político sobre la ciudadanía, al tiempo que descuidan las políticas sociales que deberían favorecerla.
Después de vacilaciones y evasivas, el gobierno español ha admitido finalmente que el Centro Nacional de Inteligencia (CNI) ha utilizado el programa Pegasus en casos individualizados y con autorización judicial. De no ser así, se habría cometido un delito previsto en nuestro Código Penal. El argumento central del Gobierno para defender esta actuación es que se ha desarrollado dentro de la legalidad, algo difícilmente comprobable en un espacio tan opaco como el de los servicios de inteligencia, en el que fácilmente se cae en el razonamiento circular: se dice que la actuación secreta ha cumplido la ley, pero ello no puede comprobarse precisamente porque es secreta. De esta manera se termina pidiendo a la ciudadanía un acto de fe para convalidar lo que ya se ha hecho.
En un sistema democrático debe ser posible salir de tal círculo vicioso buscando el equilibrio entre la necesaria reserva sobre determinadas actuaciones y la responsabilidad política de informar, sin tener que reclamar una confianza ciega. La autorización judicial de las intervenciones del CNI podría haber eliminado el delito, pero no consagra automáticamente la corrección de los hechos ni cierra el paso a posibles responsabilidades políticas. El CNI tiene reglas más laxas que otras intervenciones policiales cuando se trata de obtener dicha autorización judicial: no necesita justificar indicios de delitos concretos, sino solo la necesidad de la actuación para proteger genéricos intereses que van desde la “integridad territorial de España” hasta la “estabilidad del Estado de Derecho o sus instituciones”.
Son conceptos tan amplios que pueden dar lugar a investigaciones, no tanto por indicios de conductas delictivas, sino por motivos de ideología política: de ahí la gravedad de este supuesto. En todo caso, aquella indefinición en las reglas no puede convertirse en un cheque en blanco. La misma ley obliga a que la autorización judicial sea individualizada y limitada en el tiempo, lo cual permitiría haber comunicado desde ahora mismo más datos de los que se han presentado hasta el momento.
Todo ello hace más perentoria una reforma del marco legal actual en esta materia. Ya no sirve la vigente y franquista Ley de Secretos Oficiales (1968), ni su reforma preconstitucional de 1978. También necesitan reformarse las leyes posconstitucionales de 2002 que regulan el CNI y la autorización judicial, al menos, en dos cuestiones: por un lado, debe acabarse con la indefinición y la inseguridad actual sobre cuándo puede autorizarse una intervención de las comunicaciones puesto que se limita un derecho fundamental en beneficio de una necesidad investigadora y, por otro, deben establecerse límites al secreto permitiendo los controles a posteriori. El secreto solo puede basarse en la necesidad de proteger una investigación, de manera que - una vez concluida - pierde fuerza su necesidad y gana espacio el derecho a conocer las razones que la impulsaron y los casos en que se aprobó judicialmente.
En realidad, estamos ante el viejo interrogante: quién vigila a quienes nos vigilan. Porque cualquier control debería a su vez ser controlado sin que sea admisible establecer una cadena de controles que tienda al infinito. Los sistemas democráticos aspiran a abordar el problema mediante contrapesos entre poderes e instituciones, pero para ejercerlos es necesario el conocimiento de los hechos mediante la aportación de informaciones claras y oportunas. En el caso español, el control externo de los secretos oficiales se encomienda a la Comisión parlamentaria de Secretos Oficiales, no constituida hasta ahora por el veto del Partido Popular a la presencia de Bildu y ERC, una presencia legítima según las normas vigentes. El ejercicio de este veto es una prueba más de dos actitudes reiteradas y de poca calidad democrática: la pretensión de una legalidad a la carta que solo se defiende cuando complacen sus consecuencias y la tentación irresistible de aprovechar los conflictos para desgastar al adversario.
Para que actúen los contrapesos, el Gobierno ha ofrecido ahora la constitución de la Comisión parlamentaria, una investigación interna del CNI y la investigación autónoma del Defensor del Pueblo. Veremos si tales mecanismos pueden superar los obstáculos que interponen las leyes vigentes. Los hechos han perjudicado la ya escasa confianza entre instituciones y dan pie a poner en cuestión su posible eficacia. Pero la investigación es imprescindible para valorar las eventuales responsabilidades, paliar los daños provocados y dificultar su repetición en el futuro. Esperemos que sus conclusiones lleguen pronto y vayan más allá de una afirmación escueta sobre el cumplimiento de la ley. Sería insuficiente y frustraría el legítimo empeño por mejorar la calidad de nuestro sistema democrático.
*El GRUP PRÒLEG se constituyó en febrero de 2018, con el afán de recuperar espacios de diálogo democrático en Cataluña y con los demás pueblos de España. Lo integran personas procedentes de las izquierdas catalanas no independentistas. Sus miembros actuales son Marc Andreu, Marga Arboix, Oriol Bartomeus, Joan Botella, Victoria Camps, Joan Coscubiela, Jordi Font, Mercedes García-Aran, Oriol Nel.lo, Raimon Obiols, Lluis Rabell, Marina Subirats i Josep M. Vallès.