Un lugar destacado en la ceremonia de la confusión que impregna el discurso económico neoliberal está ocupado por el término “reformas estructurales”. Como otras expresiones, esta formaría parte del sentido común y de la lógica económica. En su acepción más habitual, apuntan a la supresión de todas aquellas restricciones que lastran, por el lado de la oferta, el crecimiento económico.
Si damos por bueno este enfoque, estamos aceptando que el objetivo último, que justifica y concede legitimidad a esas reformas, es la consecución de un crecimiento sólido y sostenido en el tiempo. Este postulado —que constituye todo un icono de la economía convencional y es asimismo incorporado por un buen número de economistas críticos— debe ser, sin embargo, radicalmente cuestionado, al menos por dos razones.
En primer lugar, porque, como advierten, con razón, desde el mundo de la ecología y de la ciencia, el escenario al que se enfrentan ya nuestras economías —nuestras sociedades, en general— está dominado por una escasez progresiva de materiales y energía que hacen imposible alcanzar —y, mucho menos, sostener— el objetivo de “más crecimiento”. Se advierte, igualmente, de los peligros y la irreversible situación a que nos aboca —en la que ya estamos inmersos— el cambio climático, la relación depredadora de nuestro metabolismo económico con la naturaleza, el avanzado deterioro de todos los ecosistemas y la alarmante pérdida de biodiversidad de los mismos.
En segundo lugar, porque el macroagregado que llamamos Producto Interior Bruto, cuyo crecimiento se persigue, nada nos dice sobre la distribución del valor añadido generado en la actividad económica; para ser más precisos, ese indicador oculta esa crucial información. Es importante destacar, al respecto, que la desigualdad ha estado en el origen mismo de la crisis, y que la gestión de la misma realizada desde las instituciones comunitarias y los gobiernos conservadores y socialdemócratas la ha agudizado, enquistándose en nuestras economías.
Otro plano de reflexión sobre las políticas estructurales al que debemos atender, complementario del anterior, es el evidente sesgo con que se han llevado a cabo. Destaca, en este sentido, el indiscutible protagonismo adquirido por las reformas laborales. Estas se han justificado apelando, erróneamente, a las ganancias de productividad y a los avances en la competitividad que proporcionarían; pero, en realidad, han sido interpretadas, más allá de los eufemismos al uso, en clave de desregulación y pérdida de derechos de los trabajadores.
No ha sido este el único eje de transformación estructural implementado en los años de crisis —y también antes del crack financiero—. Cabe señalar, por ejemplo, las políticas orientadas a favorecer la concentración del sector bancario y el reforzamiento de la integración financiera. el apoyo a las fusiones y absorciones empresariales, las privatizaciones de activos de titularidad pública o su mercantilización, el aminoramiento de la carga fiscal que recae sobre los beneficios y la riqueza y el impulso de los megatratados de comercio e inversión.
Toda una agenda política que el discurso dominante pretende ocultar y diluir en un relato tramposo e ideológico, plagado de lugares comunes, que es decisivo desvelar y combatir. No estamos ante un punto y seguido en el conocido como Consenso de Washington —articulado en torno al triángulo liberalización, privatización y apertura externa—, que inspiró las políticas neoliberales llevadas a cabo desde los años ochenta del pasado siglo, sino ante un verdadero salto cualitativo en la configuración estructural del capitalismo. Un capitalismo más elitista y oligárquico, con un perfil crecientemente extractivo y confiscatorio, que altera de manera sustancial la correlación de fuerzas a favor del capital y en contra del trabajo y la ciudadanía, en el contexto de un crecimiento económico débil y de una creciente pugna por los recursos y materiales disponibles.
De ahí la trascendencia de definir y colocar en el centro del debate y la acción política otra agenda estructural. Algunas de las piedras angulares de la misma serían el empoderamiento de los trabajadores y la democratización de las relaciones laborales, el aumento de la progresividad del sistema tributario, la reducción del peso de la industria financiera en la actividad económica, la consolidación de un potente polo público con capacidad para lanzar y sostener una política orientada a la sostenibilidad y la equidad, la desconcentración de la estructura empresarial y la apertura de procesos constituyentes que permitan la activa intervención de la ciudadanía.
En mayo del año que acaba de comenzar tendrán lugar las elecciones al Parlamento Europeo. Una cita electoral que dará cuenta de la capacidad y la voluntad transformadora de las fuerzas del cambio, convirtiendo estos grandes vectores en propuestas concretas. Una oportunidad que no podemos desaprovechar, pues revertir la agenda estructural neoliberal y reaccionaria, además de necesario, es urgente.