El aniversario de la Constitución ha pasado con más pena que gloria. Como en el viejo chiste, no puede decirse que la situación sea seria, pero no grave. Al revés: es grave, y poco seria. Como se ha visto recientemente en el Congreso, el fariseísmo constitucional del PP no reconoce límites. Pero si lo puede exhibir con impunidad es porque no ha estado solo en la demolición de los elementos más garantistas del texto del 78. Sacrificó los derechos sociales a los intereses del poder financiero reformando el artículo 135 junto al PSOE. Ha encubierto su propia corrupción gracias a la inhibición de Ciudadanos. Y ha dinamitado la Constitución territorial activando de manera abusiva el artículo 155 con el visto bueno de Coalición Canaria, Ciudadanos y los propios socialistas.
Esta instrumentalización del texto de 1978 ha deteriorado profundamente la cultura de la legalidad. Si desde la cúspide del Estado se la vulnera de manera sistemática, la sensación es que todo vale y la anomia social e institucional crecen.
El deterioro de la legalidad garantista
El caso de Catalunya es paradigmático. Convergència i Unió no estuvo en la reforma exprés del artículo 135. Pero aplicó la austeridad incluso antes de dicha reforma. La Ley Ómnibus impulsada por Artur Mas en 2011 desactivó decenas de leyes progresistas y generó recortes sociales que nunca se revirtieron. Muchas de estas afinidades continuaron con el PDeCAT. La nueva marca convergente apoyó a Rajoy en votaciones clave del Congreso. Y Carles Puigdemont llegó a admitir en su entrevista con Jordi Évole que tenían mucho en común con el PP en temas socio-económicos.
A pesar de estas coincidencias, el PP no dudó en dinamitar la Constitución territorial en Catalunya. Conspiró contra un Estatut que había sido ratificado por la ciudadanía y no ofreció ninguna alternativa razonable. Al final, su legalismo autoritario hizo que el gobierno de Junts pel Sí se sintiera autorizado a ensayar su propia legalidad alternativa. Así, en lugar de reforzar la base social favorable al derecho a decidir y a la ampliación del autogobierno, optó por forzar una ley de “desconexión” con el orden jurídico constitucional y estatutario.
Con el paso del tiempo, esta respuesta se ha revelado como un grave error político. De entrada, porque carecía de alianzas sociales e institucionales suficientes. En Catalunya, pero también en España y en Europa. Miopes en el cálculo de la correlación de fuerzas, estas iniciativas unilaterales podrían haberse contrarrestado por diferentes vías. Pero el PP decidió aprovecharlas para consumar la agresión más grave al principio de autonomía desde la transición y para apuntalar el régimen del 78 en el conjunto del Estado.
La reforma constitucional inviable
Los hechos de Catalunya han agravado la crisis constitucional. Sin embargo, la sensación de que el Régimen del 78 ha recuperado oxígeno, al menos temporalmente, es notoria.
Algunos partidos, como el PSOE, han intentado colocar en el centro del debate la necesidad de reformar la Constitución. El problema es que la reforma, hoy por hoy, o es inviable, o es indeseable. Las mayorías exigidas para reformar la Constitución actual no pueden conseguirse sin el concurso del Gobierno. Y ni el PP ni Ciudadanos están dispuestos a avalar una reforma progresista. Blindar los derechos sociales no está en su agenda. Perfeccionar los mecanismos de lucha contra la corrupción o de participación democrática (incluida la iniciativa ciudadana para enmendar la Constitución), tampoco. Y menos aún consagrar la plurinacionalidad que Pedro Sánchez defendía en campaña y que le permitió recuperar la secretaría general de su partido.
En realidad, todo indica que el PP y Ciudadanos sólo podrían ponerse de acuerdo en una reforma que permitiera blindar las políticas recentralizadoras aplicadas en estos años. Estas medidas, de hecho, han sido una excusa perfecta para cargar el déficit generado por el Estado central a las comunidades autónomas y a los ayuntamientos. La Generalitat, atrapada en una suerte de aplicación simultánea del artículo 155 y el 135, lo ha experimentado en carne propia. Lo mismo ha ocurrido con el Ayuntamiento de Madrid y con otros municipios ahogados por las políticas de Montoro.
Pensar nuevas palancas constituyentes
Los signos de una involución anti-social, centralista y autoritaria son numerosos. Pero la resignación sería una manera de facilitarle el camino. Por lo pronto, hay dos cursos de acción impostergables. De entrada, levantar barreras defensivas, cortafuegos, para evitar cualquier operación reformista “deconstituyente” como la del artículo 135. Unidos Podemos y sus confluencias lo han dejado claro: forzarán un referéndum sobre cualquier reforma regresiva que quiera imponerse. Lo segundo es plantear algunas alternativas en positivo, que faciliten un nuevo impulso constituyente, pero que no queden bloqueadas por la dificultad de una reforma constitucional.
El horizonte constituyente, republicano, no debe abandonarse. Pero en el corto plazo, la presión social y la modificación de leyes pueden ser una palanca de cambio más eficaz que una reforma constitucional trampa. Estas leyes pueden ser ordinarias u orgánicas. Estatales o autonómicas. Pero podrían habilitar cambios de fondo que abrirían grietas importantes en el actual régimen de poder.
Pensemos en algunos. Cambiar la legislación electoral para volverla más proporcional. Acabar con la impunidad de casos graves de corrupción. Devolver al Tribunal Constitucional una función garantista, no de partido. Aprobar unos presupuestos y una fiscalidad social y ambientalmente justos. Reforzar derechos sociales básicos y proteger los bienes comunes. Fomentar una reindustrialización inteligente y energéticamente sostenible. Aumentar la inversión en I+D. Mejorar, y no restringir, el autogobierno y la descentralización política. Posibilitar un referéndum en Catalunya.
Nada de esto exige tocar la Constitución. Lo que hace falta es articular mayorías sociales y legislativas alternativas y progresistas. En Catalunya esto sería posible, si se consigue desbordar la política de bloques por una alternativa social y republicana. En el ámbito estatal, es menester construir mayorías que permitan superar el veto del PP y de Ciudadanos. Si el mundo social y sindical presiona y si algunos partidos soberanistas y el propio PSOE revierten su posición y aceptan construir una alternativa, las cosas podrían ser muy diferentes. La aprobación en el Congreso de la proposición de Unidos Podemos dirigida a flexibilizar la regla de gasto de los ayuntamientos con los votos a favor de PSOE, ERC, PNV, PDeCAT y Compromís, es un ejemplo pequeño, pero significativo.
Construir contrapoderes sociales e institucionales
Hace tiempo que diferentes movimientos sociales y políticos han puesto sobre la mesa la necesidad de generar nuevos procesos constituyentes. Para mantener vivo ese horizonte, lo decisivo es crear contrapoderes que los puedan impulsar. En las calles y en las instituciones. En el ámbito estatal, europeo y local. Este es, de hecho, uno de los grandes retos del municipalismo: demostrar que puede ser una palanca constituyente clave. Que puede contribuir a reforzar la auto-organización social desde abajo y actuar como un contrapoder institucional a la prepotencia de otros poderes públicos y de mercado.
La Constitución de 1978 nació monárquica, bipartidista y antifederal. Estas limitaciones democráticas se compensaron con el reconocimiento de derechos y libertades conquistados gracias a la presión del movimiento antifranquista. La tarea actual es evitar que sus desarrollos más regresivos se consoliden y que los más garantistas se vacíen de contenido. Para ello, no hay que renunciar a ninguna palanca social y hay que incidir en diferentes niveles institucionales.
En efecto, democratizar la democracia, ampliar los derechos de todos, tejer nuevos vínculos plurinacionales, impulsar alianzas para transformar Europa, exige alianzas sociales fuertes, buena pedagogía republicana, e imaginación garantista. Desde mayo del 2011, se ha conseguido mucho. No todo lo que querríamos, pero sí lo suficiente como frenar la restauración y ganar algunas plazas. Ahora hace falta consolidar los espacios conquistados y avanzar con una convicción de fondo: que cada generación tiene derecho a autogobernarse y a dictar su propia Constitución. Y que más temprano que tarde este anhelo se convertirá en realidad.