Generación entrecrisis

La antropología académica suele denominar como Generación entreguerras (o interbellum) a las personas nacidas aproximadamente entre 1900 y 1914 es decir, quienes al estallido de la Primera Guerra Mundial se encontraban en plena adolescencia y en consecuencia, cerraban su juventud al estallido de la Segunda Guerra Mundial 25 años después. Una generación de hombres y mujeres que fue, primero pospuesta y luego desechada antes siquiera de poder tener ninguna oportunidad real.

Está claro que las calamidades de las dos grandes guerras son difícilmente extrapolables a otros momentos, sin embargo no puedo evitar empezar a dibujar en mi mente una generación entrecrisis, (la personas nacidas entre los últimos ochenta y los primeros noventa) que salvando las distancias, se ha visto embestida por dos enormes crisis internacionales en momentos cruciales de su desarrollo vital.

Hace 12 años, en 2008 algunos acabábamos la formación básica y pensábamos en la universidad, otras se acercaban a la obtención de las entonces licenciaturas, pero si algo teníamos en común era la incertidumbre, el no saber si habría una oportunidad laboral (y por ende, vital) para nosotros. Antes o después nos fuimos topando con la respuesta, no la había y cuando empezó a haberla solo era precariedad disfrazada de minijobs, empresas de trabajo temporal o en el mejor de los casos fuga de cerebros. Entones, las cifras de desempleo juvenil llegaron a alcanzar el 50% y los paliativos, cuando los hubo, fueron anecdóticos. Una Garantía Juvenil con mas requisitos que una hipoteca y como no, la repetición mortecina de la letanía del emprendimiento.

Pero nos resignamos. Retrasamos la emancipación o incluso dimos marcha atrás para volver a casa de mamá o en los peores casos, a casa de la abuela. Rebajamos aun mas nuestras expectativas para aceptar trabajos para los que estábamos sobrecualificados cobrando, con suerte 800 euros y por supuesto renunciamos, al menos momentáneamente, a la idea de la paternidad/maternidad, era sencillamente inviable pensar en alimentar una criatura.

Y un día, tras mucho esfuerzo y mucha (pero mucha) gente caída por el camino, los

indicadores macroeconómicos de turno volvieron a cifras aceptables para la

econometría mundial y la cosa pareció mejorar. Al principio ese fin de la crisis era

meramente declarativo, pues los sueldos habían pasado de 800 a 850 euros y las horas habían bajado de 15 a 12, pero había algo de esperanza. Todos vivimos personalmente o en nuestro entorno pequeños movimientos, el amigo que conseguía un contrato de 1.200 euros y la hermana que volvía del exilio forzoso porque el nivel de precariedad había alcanzado un mínimo soportable que compensaba perder unas estupendas condiciones laborales allende los mares. Hubo quienes incluso se atrevieron a irse a vivir con sus parejas y adoptar un perro (lo del bebé seguía siendo una entelequia). Los más temerarios incluso se metieron en una hipoteca para comprar una vivienda, pequeña, sin mucho lujo; un sueldo para pagar y otro para vivir, como vimos hacer a nuestros padres y madres durante décadas. Según el Observatorio de Emancipación del Consejo de la Juventud de España, a mediados de 2019 solo un 18,3% de los jóvenes entre 16 y 29 años logró esta epopeya que es la emancipación, una cifra que lleva cayendo sin remedio desde 2014 cuando ya era un triste 21,1%.

Y justo cuando la cosa empezaba a despegar, cuando parecía que ya sí, que podíamos conseguir contratos indefinidos, que habíamos ahorrado lo suficiente para dejar el curro y sentarnos a estudiar unas oposiciones o para lanzarnos al emprendimiento o para iniciar un proyecto vital, tener hijos o formar una familia; entonces, alguien se puso malísimo en Wuhan y volvemos a contener la respiración.

La destrucción de empleo, de nuevo, se ceba con nosotros; uno de cada dos puestos de trabajo que han caído estaban ocupados por una persona joven. Los menores de 35 somos apenas el 25% de los trabajadores del régimen general sin embargo ya  somos el 53% de los despidos según datos de la Seguridad Social (conviene recordar aquí, que los ERTES no cuentan como despidos). A nadie se le escapan las causas: ni somos peores trabajadores, ni somos más prescindibles para la economía, ni muchísimo menos estamos peor preparados. Sencillamente somos mucho más baratos de despedir a causa de la precarización con la que se decidió salir de la anterior crisis. Las indemnizaciones a 20 días, los contratos en practicas eternos o la voladura de la negociación colectiva tienen efectos secundarios y una vez mas los pagadores mayoritarios de esta factura, volvemos a ser la juventud.

Ni nuestra causa es más justa que la protección de las personas mayores, ni es más urgente que la protección de la infancia, más faltaba, pero suele pasar más desapercibida en el debate público. Quizás por la vitalidad y resiliencia propia de la juventud o tal vez por nuestra desmovilización, pero la necesidad de protegernos se aprecia mucho menos y no creo que haga falta explicar porque debería ser estratégica. Dice ese odioso refrán que “la juventud se cura con los años” y está claro que la juventud la pasaremos, pero lo que un país no supera tan fácilmente es desahuciar a dos generaciones.

Y aquí estamos, 12 años después, al borde de un precipicio por el que ya hemos caído, dispuestos a pelear otra vez, y saldremos, claro que saldremos de esta. Las organizaciones políticas juveniles, tenemos nuestros deberes también: captar necesidades, procesarlas y transformarlas en propuestas que marquen la diferencia. No se si en la anterior crisis no las hubo o sencillamente no fueron escuchadas; cierto es que esta emergencia la afrontamos con un gobierno cuyo primer instinto ha sido proteger. Las comparaciones resultan odiosas.

Pero lo único que tengo claro es que no podemos caer otra vez, necesitamos tomar conciencia de la importancia que el “estado protector” tiene para nuestra juventud y para las que vengan, a la vez que el Estado debe ser consciente de la necesidad de cuidar el presente de su juventud para que todos y todas podamos tener un futuro.