El gobierno de las grandes ciudades, ¿para cuándo?
En los últimos días ha venido a saberse que el Área Metropolitana de Barcelona quedará excluida del reparto y la gestión de los fondos europeos “Next Generation”. El gobierno del Estado ha previsto, mal que bien, la participación en los planes de recuperación de municipios, mancomunidades, provincias y comunidades autónomas, pero no de la única administración metropolitana realmente existente en nuestro país. La sola manera de sacar adelante los proyectos previstos por ésta, que suponían más de 2.700 millones de euros, sería fragmentarlos municipio a municipio.
La situación supone, claro está, un obstáculo destacado para la recuperación económica y el bienestar social de un territorio de 36 municipios, en el que viven y conviven unos 3,3 millones de ciudadanos, aproximadamente los mismos que residen en la ciudad de Madrid. Se trata de un área estrechamente interdependiente, en la cual la gestión integrada de cuestiones previstas en los programas europeos -como el transporte, el medio ambiente o la transición energética- es una exigencia imprescindible.
El episodio contrasta poderosamente con la realidad de Alemania, Italia o Francia donde regiones metropolitanas (Europäische Metropolregionen, “città metropolitane” y “communautés d’agglomération”) están teniendo, respectivamente, un papel muy destacado la gestión de los planes de recuperación. Llama asimismo poderosamente la atención que la cuestión no haya sido prevista por un gobierno progresista del que, además, forman parte tres ministros barceloneses, cada uno de los cuales ha defendido, de manera reiterada, las virtudes de la gestión a escala metropolitana.
Lejos de tratarse de una anécdota o una simple peripecia administrativa, el caso de la gestión de los fondos europeos evidencia, de nuevo, una de las principales carencias del gobierno del territorio en España. Como en el conjunto de Europa, las áreas urbanas de nuestro país han tendido a expandirse, abarcando espacios siempre más vastos, incluyendo en su interior un elevado número de municipios. Los más recientes ejercicios de delimitación de las áreas metropolitanas en España han estimado que estas abarcan más de 1.300 municipios, en los que reside cerca de dos tercios de los habitantes del país. De hecho, las seis mayores áreas urbanas –Madrid, Barcelona, Valencia, Sevilla, Málaga y Bilbao- albergan, en su conjunto, casi el 40% de la población total.
Pues bien, se da la paradoja de que la consolidación de la realidad metropolitana ha coincidido en España con la desaparición de las administraciones específicamente destinadas a gobernarla. Un hecho que constituye una remarcable anomalía en el contexto europeo. Así, a partir de los años 80 del siglo pasado, la progresiva devolución de competencias a las nacionalidades y regiones se vio acompañada por la disolución de las entidades que, de modo incipiente e imperfecto, coordinaban el planeamiento y la prestación de servicios en las principales ciudades. Este fue también el caso de Barcelona, al que hemos hecho referencia; pero allí, en 2010, a diferencia de lo que ocurrió en Bilbao o Valencia, se reinstauró, a instancias del gobierno de progreso en la Generalitat, una administración metropolitana, de aquí la excepcionalidad.
Las carencias en materia de gobierno metropolitano no son, sin embargo, atribuibles en exclusiva a las Comunidades Autónomas. La Administración General del Estado ha dado en los últimos años reiteradas muestras de su incapacidad de entender y propiciar el correcto funcionamiento de un Estado compuesto. Pero esta incapacidad no se ha traducido solo en las pulsiones recentralizadoras con respecto a las Comunidades Autónomas, sino también en la desconfianza hacia los gobiernos locales y en la incomprensión de las potencialidades del gobierno metropolitano. No tener conciencia de las consecuencias de los costes de la no-metrópolis e ignorar la realidad de las regiones urbanas y metropolitanas en la organización territorial de un Estado compuesto, significa pérdida de oportunidades económicas, de sinergias, de ingresos, de eficacia y de coherencia en la formulación de políticas públicas.
Así, mientras en Alemania, Gran Bretaña, Italia o Francia las grandes ciudades disponen, con mayor o menor fortuna, de instancias de gobierno integradas, nuestras áreas urbanas se caracterizan por la fragmentación, la redundancia y el barroquismo administrativo. No se trata de una diferencia baladí. La gestión del transporte, de la energía, del ciclo del agua o de los residuos depende, en buena medida, de la eficiencia del gobierno urbano. La ordenación de los usos del suelo, la provisión de vivienda asequible y la rehabilitación de barrios requieren de la visión de conjunto y la voluntad equitativa. La transparencia administrativa, la capacidad de control sobre los poderes públicos y la correcta representación de la ciudanía penden tanto de la posibilidad de elegir a los responsables como de comprender el alcance de sus responsabilidades.
La cuestión del gobierno metropolitano puede parecer uno de aquellos temas grises e intrincados, poco atractivos para la prensa y el debate público. De hecho, si alguna vez aparece en los medios de comunicación suele ser asociada a las pugnas partidistas o a pequeños conflictos locales. Sin embargo, la gobernanza de las áreas urbanas constituye un desafío político crucial y una de las más graves carencias de la arquitectura institucional de nuestro país. De ella dependen, en buena medida, la calidad de nuestra democracia y la equidad de nuestra sociedad ¿Hasta cuándo pospondremos afrontar este reto?
1