La guerra por el patrimonio

Técnico de Hacienda y escritor —
23 de diciembre de 2020 06:00 h

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La patronal catalana Foment del Treball pretende llevar el Impuesto sobre Patrimonio al Tribunal Constitucional por considerarlo confiscatorio, según anunció su presidente actual, el empresario y veterano político nacionalista Josep Sánchez Llibre, casi al mismo tiempo que en la Asamblea de Madrid la presidenta Díaz Ayuso afirmaba que el patrimonio es un derecho constitucional de sus propietarios, por lo que recortarlo por cualquier gravamen contraviene nuestra Carta Magna, argumento que por cierto conduciría, llevado a sus últimas consecuencias, a la eliminación de todos los impuestos del sistema tributario. Unos días después, la Asociación Gallega de la Empresa Familiar amplió la petición de supresión de tributos al de Sucesiones, faltaría más.

Nos encontramos pues ante una nueva ofensiva contra la imposición patrimonial en nuestro país, que al menos alberga la ventaja de aclarar la verdadera causa de la disputa, y ésta nada tiene que ver con conflictos nacionales: hablamos de la perpetuación de la concentración de la riqueza y de la resistencia tenaz de sus mayores poseedores a cualquier redistribución, por mínima que sea. Ya es evidente que las apasionadas protestas de días anteriores contra los independentistas que querían subir los impuestos a los madrileños y las airadas defensas de la autonomía fiscal no eran más que humo. Hemos llegado al meollo, y esto es bueno.

Unas pocas cifras podrán probarlo. Según la última estadística de resultados del Impuesto sobre Patrimonio publicada, en la Comunidad de Madrid se dejaron de recaudar, como consecuencia de la bonificación del 100% del tributo, unos 905 millones de euros de los algo más de 17.000 declarantes dueños de patrimonios superiores a 2 millones, que es a los que la norma estatal obliga a declarar aunque no deban pagar. La pérdida de ingresos es muy superior si le añadimos la del Impuesto de Sucesiones y Donaciones pero la de Patrimonio sirve para hacerse una idea. 905 millones suponen aproximadamente el 11% del gasto sanitario de ese año, y 17.000 declarantes son el 0,25% de la población madrileña y el 0,50% de contribuyentes de renta en esta región. A estos madrileños y no a otros nos estamos refiriendo, por tanto, a menos del 1% de contribuyentes más ricos.

Hace tiempo que, para desgracia de la clase trabajadora de este país, el conflicto nacional sepulta la percepción de cualquier otro. Pero cuando se profundiza se desvela con facilidad el sesgo real de las cosas. Así, se suele decir que en 2008 se suprimió el Impuesto sobre Patrimonio y ésta no es una afirmación exacta. Lo que se eliminó fue el pago por medio de una bonificación del 100% de la cuota, lo que no es lo mismo que eliminar el tributo. Su mantenimiento formal impedía que ninguna Comunidad Autónoma pudiese implantarlo en su territorio recurriendo a la facultad de creación de tributos propios que reconoce el artículo 133 de la Constitución. No se escuchó ningún lamento por la pérdida de autonomía fiscal, seguro que por la muy buena razón de que entonces se trataba de librar de cargas fiscales a los más ricos y ahora de aumentarlas.

Decía con sorna John Kenneth Galbraith que la teoría económica convencional, o neoclásica, puede resumirse en dos principios gemelos: que los pobres no trabajan lo suficiente porque ganan demasiado y que los ricos no trabajan lo suficiente porque ganan demasiado poco. En el terreno de la fiscalidad, la aplicación de sendos axiomas parece particularmente obstinada; siempre encontraremos a docenas de expertos dispuestos a explicarnos las razones “científicas” que aconsejan reducir impuestos a los más ricos. Y cuando aludimos, como es aquí el caso, a los tributos que recaen de manera especial en las grandes fortunas el tremendismo del tono alcanza cotas bíblicas. Se vuelve a hablar de confiscación, a invocar la competitividad y a anunciar el cataclismo económico porque los impuestos retraen la actividad, la inversión y la creación de riqueza.

Pero en realidad ni el de Patrimonio ni el de Sucesiones gravan el beneficio empresarial. El primero de ellos recae sobre el valor neto de la riqueza de las personas físicas, excluida toda aquella porción de la misma vinculada a actividad económica, y el segundo, la ganancia patrimonial obtenida a título gratuito por sucesión hereditaria o donación. Son precisamente los tributos que menos distorsionan la actividad económica, y los únicos que pueden salvar la actual coyuntura, en la que la actividad queda gravemente afectada por causas sanitarias pero debemos atender a millones de personas en situación desesperada.

La verdad es más bien la contraria de la que se predica. Hace dos años un estudio de Oxfam Intermón desvelaba que el 10% más rico del país acumula bastante más de la mitad de toda la riqueza nacional. En España, como en otros países, la concentración de la riqueza, aparte de su profunda injusticia, se ha convertido en un problema macroeconómico de primer orden, sobre el que vienen alertando economistas como Saez, Zucman o Piketty e instituciones como la OCDE. Sabemos que, a falta de intervención pública, la concentración y la desigualdad no hacen sino crecer y sabemos por qué: a mayores ingresos mayor tasa de ahorro, lo que posibilita no sólo su acumulación futura sino la obtención de rendimientos de capital crecientes.

Y el impacto negativo de la desaparición de los impuestos directos al patrimonio se refuerza por el efecto regresivo de otros impuestos cuyos tipos no cesan de elevarse. En especial el IVA e impuestos al consumo, que al recaer sobre renta gastada y no sobre renta ganada redistribuyen la riqueza de abajo arriba. Quien gane 1.000 euros al mes prácticamente gastará todos sus ingresos en mantenerse, por lo que con un tipo general del 21% de IVA estará aportando al erario público alrededor de un 17% de toda su ganancia. Quien gane 200.000 euros mensuales y gaste unos 20.000 al mes (que no es mal tren de vida) aportará el 1,7% de sus ingresos. Es decir, consumiendo veinte veces más que el primero y ganando doscientas veces más estará aportando, en proporción con sus ingresos, diez veces menos al fisco. Si además se deja sin gravamen alguno su ahorro (180.000 euros cada mes) y el rendimiento de ese ahorro o capital se premia con una fiscalidad privilegiada (como se hace en IRPF: 23% de marginal máximo frente al 45% de las rentas generales), resultará que el conjunto del sistema tributario no sólo no frena la concentración de la riqueza sino que la estimula.

Alcanzado un grado determinado de concentración, cuando se cierren todas las vías de promoción para las capas de población desposeídas, estaremos abrasando el talento y la capacidad de toda la sociedad y apuntalando en la cúspide una élite económica ociosa, rentista e incompetente que cada vez deberá mayor porcentaje de su riqueza a la mera tenencia y la herencia y menos al esfuerzo. No se trata sólo de un problema ético (advertía el economista Branco Milanović que es incompatible defender una sociedad meritocrática y estar en contra del Impuesto de Sucesiones), sino de evitar el estancamiento y la condena al atraso de varias generaciones.

El Gobierno debería, en mi opinión, dejar de escudarse en consideraciones técnicas sobre la armonización fiscal y afrontar el fondo que se discute, porque tal vez sea lo más importante de cuanto nos traemos entre manos en el país. Un problema similar de concentración de riqueza y desigualdad sufrió Estados Unidos a principios de siglo XX. Cuando se propuso la implantación de sendos impuestos a la renta y a las herencias para atajarlo, el multimillonario Rockefeller protestó asegurando que él no tenía que pagar ningún impuesto dado que ya aportaba riqueza y empleos por medio de sus empresas. Seguro que el argumento les suena. El presidente Theodore Roosevelt, del Partido Republicano, le respondió que una fortuna como la suya era imposible sin la contribución de toda la sociedad, por lo que sí era justo que a la sociedad restituyera una parte de lo que de ella había recibido.

A menudo, por encima de banderas y colores de partido, lo que importa para afrontar la realidad es el valor y la decencia de hacerlo.