Hay que parar la guerra
Después de seis meses de guerra, 5.000 civiles muertos, además de al menos 9.000 militares ucranianos y probablemente más de 15.000 rusos, seis millones de refugiados, después de una destrucción de infraestructuras por valor de casi 100.000 millones de euros, la guerra está estancada, sin apenas cambios sobre el terreno, pero eso sí, con la posibilidad de una catástrofe en la planta nuclear de Zaporiyia –bombardeada por tropas ucranianas ya que está en poder de Rusia– que podría ser seis veces más potente que la de Chernóbil, amenazando con una escalada bélica que podría comportar también el empleo de armas nucleares, y ante la perspectiva de un invierno que puede ser dramático no solo en Ucrania, sino en toda Europa. Y todo el mundo habla de una guerra “larga”. Por dios, ¿qué estamos haciendo?
El día 23 de agosto, el ministro de Relaciones Exteriores de Turquía, Mevlüt Çavuşoğlu, declaró que varios países miembros de la Alianza Atlántica, no solo Estados Unidos, quieren que la guerra entre Rusia y Ucrania continúe. Y él debe saberlo, porque asiste a las reuniones en las que se discute este tema. EEUU ha invertido en estos seis meses cerca de 10.000 millones de euros en ayuda militar directa a Ucrania, casi la misma cantidad que gasta en este capítulo en un año en todo el mundo, y acaba de aprobar otro paquete de casi 3.000 millones. No se conocen las cifras agregadas de Europa, pero solo el Fondo Europeo de Apoyo a la Paz (que ironía) ha gastado 2.500 millones, y el total europeo podría superar ampliamente al estadounidense. Mientras tanto, millones de personas pueden morir en África por hambrunas derivadas directa o indirectamente de la guerra.
La guerra la empezó Rusia con una ilegal e ilegítima invasión a un país soberano, y la ha continuado Rusia con la ocupación de un 20% de su territorio. Nadie puede discutir su culpabilidad, no hay matices ni disculpa. Pero, ¿se hizo algo para evitarla? Tal vez si se hubieran cumplido los acuerdos de Minsk II, incluyendo el cambio de la Constitución ucraniana para dotar de una amplia autonomía y conceder amnistía a los sublevados del Donbás a cambio de su reintegración a la soberanía de Kiev, tal vez si se hubiera aceptado la neutralidad y la desmilitarización de Ucrania, sin perjuicio de su integración en la Unión Europea –al modo de Austria– la guerra no habría empezado. O tal vez sí, si aceptamos que en el Kremlin habita un loco con la obsesión de reconstruir el imperio de los zares, aunque no quiso reconocer entre 2014 y 2022 la independencia de las “Repúblicas Populares” de Donetsk y Luhansk. Nunca sabremos lo que habría pasado, pero no se intentó.
En el caso de Kiev, es comprensible, puesto que reivindica su soberanía total, incluida su capacidad de decidir a qué alianzas quiere unirse, a lo que tiene perfecto derecho, aunque cabe preguntarse en qué le habría perjudicado convertirse en un país federal y neutral al modo austríaco, considerando su población de origen mixto y su situación geoestratégica entre dos mundos. Pero en el caso del resto de los países, los que acordaron (Bucarest, 2008) que un día sería miembro de la OTAN, sabiendo que eso podía ser un casus belli para Rusia, los que tal vez la han animado a no cumplir Minsk II, los que le han asegurado que podría recuperar todo el territorio perdido en 2014, los que no quisieron ni discutir las demandas de Putin en diciembre de 2021, aunque solo hubiera sido para ganar tiempo.
Para estos, las razones pueden ser otras, y probablemente no tengan mucho que ver con el bienestar y la libertad de los ucranianos. Basta con preguntarse cui prodest?, a quién beneficia la guerra, más allá de los enormes beneficios de las empresas de armamento. A Ucrania no, puesto que está siendo ocupada y destruida. Tampoco a la UE, que sufre –en forma de inflación y de una probable recesión económica– las consecuencias indirectas de las sanciones, y de su ingenuidad al confiar su suministro energético a Rusia y su defensa a EEUU. Ni siquiera a Rusia, aunque sea la culpable de todo, puesto que está sufriendo un terrible desgaste económico y militar y ha roto –por mucho tiempo– las relaciones con la UE, que era su principal socio comercial.
Ayudar a Ucrania a resistir la agresión es justo, incluso si las razones de algunos para hacerlo no lo son. Pero, ¿qué se está haciendo para poner fin a la guerra? ¿Quién está intentando forzar un alto el fuego, comenzar una negociación? El 3 de agosto el portavoz de la Presidencia rusa, Dmitri Peskov declaró en rueda de prensa que Rusia está lista para una solución negociada “bajo sus condiciones”, que no serían otras que las que fueron consensuadas en Estambul a finales de marzo. El excanciller alemán Gerhard Schröder –fuertemente cuestionado por su proximidad a Rusia– confirmó en una entrevista a la revista Stern que el Kremlin quiere una solución negociada.
Por parte occidental nadie está haciendo absolutamente nada para promover esa vía, solo el presidente turco Recep Tayyip Erdogan ¿Por qué la UE o la OTAN no le hacen a Rusia una propuesta formal para negociar –al lado de Ucrania– un alto el fuego inmediato y el inicio de conversaciones de paz? Solo hay una respuesta, y es la que dio el presidente ucraniano Volodímir Zelenski el 24 de agosto: “antes queríamos la paz, ahora queremos la victoria”.
Algunos le están haciendo creer al Gobierno de Kiev que Ucrania puede ganar la guerra, que puede recuperar todo el territorio perdido, aunque sepan –al menos los que conocen mínimamente el asunto– que eso no es cierto. Unas acciones aisladas sobre puentes e instalaciones de la retaguardia rusa, aprovechando el alcance de los lanzadores múltiples de cohetes HIMARS y M270, algunas acciones por sorpresa con drones, pequeñas ganancias territoriales en la zona de Jerson... no cambian el curso de la guerra.
Recuperar el territorio exige una ofensiva de mucha entidad, lo que implica a su vez un cierto grado de superioridad aérea y unidades acorazadas, es decir, aviones y tanques que Ucrania –al menos por ahora– no posee. En un acto telemático el 23 de agosto, en el que participaron 60 países y organizaciones, Zelenski afirmó, animado por la OTAN y la UE, que la guerra no acabaría hasta que Ucrania recuperara Crimea. Pero para el Kremlin, a diferencia de otras zonas en su poder, Crimea es rusa. Y ha declarado reiteradamente que el territorio ruso –en el que incluyen a la península– será defendido por todos los medios, incluidas las armas nucleares tácticas ¿De verdad va a arriesgarse la UE a ver explosiones nucleares en territorio europeo? ¿Estamos dispuestos a una escalada que puede conducir a una guerra total que supondría la destrucción mutua?
Y entonces, ¿qué deberíamos hacer? ¿Abandonar a Ucrania a su suerte, forzarla a rendirse y a dar por perdido parte de su territorio –incluso su independencia–, dejar que Rusia se salga con la suya, lo que podría animarla a otras aventuras futuras? NO. No nos dejemos enredar en una falsa disyuntiva. Un alto el fuego no significa ningún reconocimiento, ninguna cesión, ni siquiera aunque el agresor se mantenga por el momento en sus posiciones territoriales. Solo significa que se detiene la muerte y la destrucción y se empieza a negociar. En esa negociación Rusia tiene poca fuerza –económica y política– respecto a la mayor parte del mundo desarrollado: la UE, la OTAN, EEUU, los países asiáticos y del Pacífico.
En realidad, Rusia está sola, ni siquiera tiene un apoyo efectivo de China. Tal vez se pudiera llegar a una fórmula imaginativa, basada en los preacuerdos de Estambul, en la que los territorios en disputa –excepto Crimea– tuvieran una autonomía avanzada y posibilidades de mantener relaciones especiales con Rusia, aun manteniéndose bajo la soberanía ucraniana. Es necesario explorar todas las posibilidades.
La alternativa es una guerra larga, a la espera de que Rusia acuse el desgaste –interno por las consecuencias económicas de las sanciones y militar por la falta de componentes electrónicos necesarios para reponer sus equipos, en especial los misiles– mientras Ucrania se refuerza con más ayuda occidental, incluyendo aviones y tanques, con la idea de que la guerra cambie de rumbo. Pero esto no pasa de ser wishful thinking. El desgaste afecta a todos, también a los europeos, con la diferencia de que los rusos –acostumbrados a la penuria y sometidos a una propaganda total– difícilmente van a poner en cuestión a su Gobierno de forma mayoritaria, mientras los europeos sí pueden hacerlo y seguramente lo harán cuando sus condiciones de vida se hagan más duras y se prolonguen en el tiempo.
Rusia puede aguantar mucho en el terreno militar, y si se ve desesperada puede acudir –como hemos dicho– a la escalada nuclear. Lo más probable es que dentro de unos meses nos veamos en una situación parecida a la que tenemos ahora, pero con más destrucción, con unos miles más de muertos y con unos millones más empujados a la miseria. ¿Para qué?
Ya está bien. No queremos más declaraciones altisonantes. No queremos más condenas, ya hemos condenado bastante. Queremos la paz. No la rendición, la paz. Y eso no se logra alimentando el conflicto o las falsas esperanzas, ni echando más leña al fuego. Eso empieza por lograr un alto el fuego y sentándose a negociar. Estamos esperando que alguien tome la iniciativa seriamente. No hay ninguna alternativa. Hay que parar la guerra.
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