Impuestos, ciudadanía y retórica política
Nuestra Constitución prohíbe que, entre otras, la materia tributaria sea objeto de iniciativa legislativa popular, una exclusión que se inspiró en similar limitación establecida por la Constitución italiana para el referéndum derogatorio, a pesar de que este último supusiera una vía de participación cívica muy diferente de la española y cuyo resultado vinculaba al Estado. Es también la de nuestra Carta Magna una disposición coherente con la estricta sujeción al principio de legalidad que para los tributos enuncia el artículo 31 de la misma norma y con la exclusividad de la potestad tributaria del Estado prevista en el 133.
Pero una razón más específica y aparentemente sensata era evitar que asunto tan trascendental como la financiación de los servicios públicos fuera pasto de campañas de irresponsable demagogia. En el curso de los debates constituyentes, don Manuel Fraga Iribarne lo expresó con concisión. “En materia fiscal –dijo– la iniciativa popular puede dar lugar a una tendencia fácil a pretender que pagando menos impuestos las cosas se arreglen”. Advertencia que hoy se nos antojaría cómica, si no habláramos de algo tan serio, habida cuenta de que a semejante pretensión parece reducirse la totalidad del programa fiscal del partido que el ilustre político fundara.
Y la broma se nos volverá sarcasmo al contemplar la pendencia de escuetas consignas y simplezas en que se ha transformado el debate político acerca de nuestro sistema tributario. Dudo que jamás la iniciativa ciudadana hubiera podido descender a tan triste grado de mediocridad.
La campaña electoral madrileña, como resultaba previsible, ha elevado la temperatura al mismo ritmo que se extravía la razón. Incluso el candidato socialista, a quien se suele atribuir mayor rigor intelectual, ha venido a reducirlo todo en un reciente artículo a la rivalidad entre una extrema izquierda que quiere subir los impuestos y una extrema derecha que a toda costa desea bajarlos, situándose él en la mesurada posición de quien, por atención a la excepcional coyuntura de la pandemia, aboga por dejarlos tal como están. Pero precisamente por la gravedad de la crisis constituye un disparate renunciar a la herramienta fiscal.
Otra cosa será ver de manera concreta qué cambios han de ser introducidos de inmediato en el sistema, qué otras modificaciones han de ser pensadas para el medio plazo, qué competencias es adecuado que se desempeñen en cada escalón administrativo, qué iniciativas hay que trasladar de forma inevitable a la esfera internacional o cómo hemos de reconfigurar las herramientas administrativas y jurisdiccionales para que el conjunto del sistema funcione lo mejor posible y, sobre todo, sea más eficaz persiguiendo el fraude fiscal y sellando las vías de elusión legal, de modo que seamos capaces de incrementar nuestros recursos públicos y socorrer a aquellos de nuestros conciudadanos que más sufren sin sobrecargar de presión a la ciudadanía que ya paga sus impuestos.
De todo ello habría que hablar. Habrá sin duda impuestos que sea necesario subir y otros que se habrán de bajar para aliviar a sectores económicos cuya actividad se halla estrangulada por la crisis. De hecho, ya se han adoptado importantes medidas de contención fiscal en el Estado. En la coyuntura de paralización de la pandemia será además limitada la aportación de rentas, consumo y tráfico a las arcas públicas, lo que otorga mayor relevancia a la imposición sobre la riqueza personal, y en particular a la tributación patrimonial que en la actualidad se encuentra en manos de las Comunidades. Los comicios hubiesen sido una magnífica ocasión de abordarlo y avanzar ideas para la reforma de un régimen de financiación autonómica que posibilita la liquidación práctica de tributos imprescindibles para la pervivencia de un grado aceptable de bienestar social.
Incluso entidades internacionales tan poco sospechosas de izquierdismo como la OCDE o el FMI, y hasta el Gobierno de EEUU, reclaman elevar la contribución de grandes fortunas y empresas, en tanto la política española continúa enfangada en la trillada y necia subasta electoral a la baja.
Sería instructivo para los políticos que a menudo invocan la transición que recordasen lo que significó la reforma fiscal impulsada por el primer Gobierno de UCD desde 1977, cierto que muy a disgusto de algunos sectores del propio partido gobernante. En nuestros días, cuando se tacha de “hachazo fiscal” el más leve retoque al alza de cualquier gravamen a las rentas altas, se hace difícil imaginar la envergadura de la transformación que se acometió en unos pocos años, con un notable consenso de las fuerzas políticas en torno a su núcleo básico hasta bien entrados los 80. Se creó un Impuesto de la Renta universal y fuertemente progresivo (con una escala de gravamen de más de 30 tramos y un marginal máximo del 65,51%) que sustituyó a varias figuras tributarias dispersas de escasa capacidad recaudatoria. Nació un moderno Impuesto sobre Sociedades y se introdujo por primera vez en el sistema el Impuesto sobre Patrimonio, el gravamen de la riqueza personal, como soporte imprescindible del de la Renta. Se reguló asimismo como novedad el delito fiscal y se establecieron mecanismos de control de las sociedades interpuestas.
En la presentación ante el Congreso del primer paso de la reforma, Fernández Ordóñez insistió en la necesidad de un aumento extraordinario de ingresos públicos, que sólo podían legitimarse socialmente sobre el fundamento de mayor justicia y progresividad, según “la vieja y castiza regla de que pague más el que más tenga” entendida como “regla de oro de la nueva Hacienda española”.
La necesidad de superar la ineficaz y profundamente regresiva fiscalidad del régimen franquista venía siendo advertida también entonces por organismos internacionales y, entre nosotros, por economistas como Ramón Tamames o Fuentes Quintana. Y se hizo más acuciante como consecuencia de la crisis del petróleo. Precisamente Fuentes Quintana, a la sazón director del Instituto de Estudios Fiscales, fue quien junto al ministro Monreal Luque presentó a Franco en 1973 el proyecto en que se inspiraría la reforma de 1977. La reacción del caudillo fue fulminante: destituyó al ministro y ordenó destruir las copias del proyecto (el llamado “libro verde”), prueba fehaciente de que la dictadura no podía tolerar que se removiera ni uno sólo de los privilegios de la élite corrupta, rentista e incompetente que había medrado a su abrigo.
Y prueba también de que la creación de un sistema tributario universal y progresivo se constituía en pieza central de la democracia. Como tal se reflejaría en el texto constitucional. Qué ironía que quienes se reclaman del bloque constitucionalista aspiren a desmantelarlo y que de hecho se venga desmantelando desde los años 90 por sucesivos gobiernos sin apenas resistencia ciudadana.
Causa sonrojo escuchar a toda una presidenta de Comunidad Autónoma decir del Impuesto sobre Sucesiones que supone un ataque a la propiedad privada. Naturalmente, todos los impuestos recortan la propiedad privada; tan parte de nuestra propiedad son los ahorros con los que pagamos el IVA al vendedor de bicicletas como nuestro salario como la ganancia que obtenemos por herencia. Hemos acordado y escrito en la Constitución que hay una serie de bienes y servicios que debemos garantizar a toda la sociedad y sufragar con un fondo común, al que cada uno aporta una fracción de lo que es suyo. ¿Es necesario explicar cosa tan elemental a estas alturas?
Bien está que se forme otro comité de expertos que elabore una nueva propuesta de reforma fiscal, siempre que el resultado de su trabajo de verdad se aproveche. Pero se hace necesaria la participación de la ciudadanía en una discusión amplia, seria y sincera acerca de qué bienes y servicios queremos garantizarnos, cuánto estamos dispuestos aportar para sostenerlos y cuál es la forma más justa de distribuir las cargas. La exclusión de la ciudadanía, a la vista está, no sólo no evita la desfachatez y la demagogia sino todo lo contrario.
20