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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

La institucionalización de la violencia

10 de septiembre de 2021 22:13 h

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Entiendo que bajo la tiranía informativa de lo escabroso, de lo que se puede utilizar para abrir tertulias e informativos volcando un cubo de carne fresca en la mesa, todo intento de mantener el foco en lo importante resulta tan efectivo como ponerse a gritar en plena tormenta. Aun así merece la pena que lo intentemos.

Según fuentes policiales la brutal agresión homófoba que se produjo en Madrid, en el barrio de Malasaña, hace tres días, no fue tal. Parece que desde el principio la versión del supuesto agredido resultó sospechosa a los policías encargados de la investigación y que, tras varias tomas de declaraciones, acabó confesando que las lesiones que presentaba formaban parte de un encuentro sexual consentido; que había decidido denunciar para encubrir una infidelidad a su pareja. Lo escabroso, los detalles sanguinolentos con los que nos hemos acostado estos días, los que nos han quitado el sueño y nos han hecho temblar, han dado un doble mortal en su desempeño y vamos a conocerlos aún más en detalle para que a nadie le quede duda de la depravación y las mentiras de la que es capaz un colectivo entero. Ni encapuchados, ni torturas. Nos quedan días de señalamiento inmisericorde de maricones, bolleras, bisexuales y personas trans. Las 722 agresiones por odio LGTBIQ denunciadas este año desleídas automáticamente por una supuesta denuncia falsa de la que solo sabemos lo que nos ha dicho la policía. No es justo. Y es político.

A Samuel, bendito sea, le mataron al grito de maricón y le hicieron luz de gas posmortem, que es otra forma de agresión, hasta que se abrió el sumario en el que se demostraba, aún más claramente, que uno de los asesinos tenía “un problema con los maricones”. Este mismo fin de semana se han producido cuatro agresiones más con la misma motivación y al final lo que queda flotando son riñas de botellón, cosas de borrachos o las acciones puntuales del macarra de turno.

Quienes hemos sufrido en carne propia la violencia machista y de odio LGTBIQ sabemos de sus particularidades y de su institucionalización. Sabemos que si alguien interviene es para sacarnos a las agredidas del lugar en el que estemos, nunca al agresor, al que se le calma de buenas maneras y hasta se le invita a tomar algo para rebajar el ambiente. Sabemos cómo van a mirarnos en comisaría si denunciamos, cómo nos pueden llegar a hacer sentir, de tal modo, que a menudo no merece la pena continuar con el proceso y lo único que quieres es llegar a tu casa y llorar la impotencia hasta que se vaya. Esto es institucionalización de la violencia: las vagas respuestas ciudadanas -capaz de justificar lo injustificable-, la inseguridad que provoca poner una denuncia en dependencias policiales y el modo en el que la prensa va a elegir informar de ello.

Todo este paisaje acolchado para el agresor, toda la puesta en duda de los testimonios de quienes reciben la violencia, son herramientas políticas perfectamente afiladas con un propósito claro. Se habla de batallas culturales, de visibilidad y de la reacción resultante. Esto es correcto, pero conviene contextualizarlo en nuestro día a día, en lo que vemos y oímos y en cómo se decantan los mensajes políticos hasta envenenar la convivencia de un modo insoportable.

Las luchas LGTBIQ han sido moneda de cambio desde su origen. Para destruir la memoria diversa de una nación o para usarla como medalla que colgarse ante los vecinos. A estas alturas todos sabemos que las imágenes de la famosa hoguera de libros alimentada por los nazis en el 33, pertenecen al instituto de sexualidad humana de Berlín. Y que borrar los aires de libertad sexual que se dieron durante la república de Weimar era una prioridad. La memoria LGTBIQ es parte ineludible de la memoria, la justicia y la libertad de una sociedad, un indicador muy eficiente de las mismas.

Del mismo modo, las sacadas de pecho ante todas esas encuestas que proclaman a España como un paraíso de integración LGTBIQ, muestran la enorme disonancia que existe entre lo que decimos y vivimos las personas que integramos este colectivo y lo de lo que presumen quienes dicen garantizar nuestras libertades. Solo tienen que preguntarnos por una vez a nosotras en lugar de preguntarse siempre a sí mismos.

Una no puede evitar quedarse perpleja ante la paradoja de estar ante instituciones políticas que se felicitan por el trabajo bien hecho y al mismo tiempo acogen en la cámara suprema de representación ciudadana, y hasta pactan con ella llegado el momento, a una formación política que afirma la preeminencia legal y social de las personas cisheterosexuales sin complejos y que contempla, por ejemplo, las terapias de conversión como una posibilidad para las personas LGTBIQ.

Cuando la ultraderecha dice las cosas que dice, cuando los que se sientan con ellos blanquean el discurso de odio, están, entre todos, dando permiso o legitimando que sus votantes y todas aquellas personas que guardaban su odio por vergüenza social, pierdan los escrúpulos y exhiban en voz alta y clara las barbaridades correspondientes. Sabemos por experiencia histórica que esas palabras suelen convertirse en señalamientos. Los hemos sufrido en nuestras propias carnes desde hace demasiado tiempo.

Cuesta mucha insistencia y mucho poner el cuerpo que nos crean y hace falta muy poco para aligerar nuestras reivindicaciones, para convertirlas en algo frívolo, exagerado o insustancial. Las mujeres y las personas LGTBIQ sabemos muy bien cómo funciona la construcción del maricón liante, de la mujer mentirosa, de la trans amenazante o del bisexual perverso.

La naturaleza de una agresión es esquiva, muchas de nosotras nos hemos dado cuenta de que hemos sido agredidas mucho tiempo después de que se haya producido el hecho. Los consentimientos difusos, es decir, los que se dan por sentados, han librado a muchos agresores de afrontar consecuencias y han confundido durante años a sus víctimas.

Si el chico de Malasaña ha mentido no cabe duda de que ha hecho mucho daño a las verdaderas víctimas y ha cometido un acto despreciable. Pero mucho peor es hacer de su miedo un motivo para olvidar que los delitos de odio están creciendo año tras año, que la realidad se nos ha hecho más complicada a las mujeres y las personas LGTBIQ, que tenemos más miedo porque percibimos amenazas reales. Y que todo eso tiene una responsabilidad política e institucional clara e ineludible.